Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Gibara

Autor:

Rosa Miriam Elizalde

Mi recuerdo tiene más de diez años y en él Gibara no es una ciudad, sino una mujer. Nunca se ha podido comprobar, pero algo cierto debe tener la historia que sitúa a Isadora Duncan bailando desnuda en el antiguo Casino Español de ese pueblo acodado al mar, donde también actuaron Brindis de Salas, Ignacio Cervantes y Bola de Nieve.

No encontré entonces otros rastros de la bailarina que los de la memoria popular. Me dijeron que Isadora había llegado al puerto de esa villa del norte oriental de la Isla, en una escala involuntaria durante su viaje a Buenos Aires. Alguien señaló la playita donde un siglo antes la goleta tuvo una avería y sus tripulantes desembarcaron al amanecer. Me mostraron el trillo por los arrecifes que debió llevarlos al encuentro de una ciudad silenciosa y húmeda, como surgida del fondo del Atlántico. Vi una plaza barrida por el viento e iluminada por fantasmas de faroles. Seguramente era invierno cuando todo ocurrió, aseguraron unos pescadores, porque esa época es propensa a los accidentes, cuando las olas rompen contra los farallones, con tal fuerza, que la espuma del mar cubre la ciudad y produce una niebla blanca. Gibara aparece entonces, toda ella, como si fuera una construcción extrañísima en la bahía, debajo de un velo blanco.

Para convencerme de que Isadora había estado allí, una mujer se descalzó los zapatos, hizo el ademán de liberarse del corsé e improvisó sobre el tablado del antiguo Casino unos pasos que se inspiraban en la belleza del movimiento natural, como habría hecho la bailarina californiana.

Ni la Duncan ni su goleta aparecieron en los periódicos de la época, ni en los registros del museo local, ni en los textos que le dedicaron minuciosos investigadores, Alejo Carpentier entre ellos. Y, sin embargo, no me importó en lo absoluto.

Había descubierto a Gibara, donde Isadora es solo uno de sus mitos y quizá no el más inquietante, porque caminando por sus calles cualquiera te cuenta que por allí pasaron las naves de Cristóbal Colón —Río de Mares, llamó a la bahía—, que esta era ciudad amurallada para evitar la codicia de los piratas y contrabandistas, y que fue puerto obligado de los barcos que viajaban a América del Sur en época de esplendor colonial. Sin contar un amor desdichado que tiene tantas versiones como gibareños habitan la Isla de Cuba, y una única certeza: la copa de mármol italiano en el cementerio local, labrada con breves palabras, «Recuerdo de mi Ygnacia/ Mayo 23 de 1872/ Adolfo».

Pero los recuerdos de la Villa Blanca no llegan en paracaídas a estas cuartillas. Los trajo la noticia de que regresará a Gibara, en abril, el Festival del Cine Pobre. Este año —dice la nota que da cuenta de los preparativos— habrá récord de participación en el número de películas en concurso y en las muestras fuera de competencia. Y lo que más me entusiasmó fue esta «aclaración de malentendidos», que hizo Humberto Solás, el presidente del Festival:

«Cine pobre no quiere decir cine carente de ideas o de calidad artística, sino que se refiere a un cine de restringida economía que se ejecuta en los países de menos desarrollo o periféricos, y en el cine independiente o alternativo de los países ricos...». O lo que es lo mismo, cine de lujo en un set más suntuoso todavía.

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