Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Evitar una fiebre de siglos

Un proyecto cubano en Ecuador muestra cómo salvarse a la vez de mortíferas pandemias y de las hendijas de la pobreza y el olvido

Autores:

Marianela Martín González
Alina Perera Robbio

SANTO DOMINGO DE LOS TSÁCHILAS, Ecuador.— Saliendo de la provincia Guayas, en el Ecuador, rumbo a la de Santo Domingo de los Tsáchilas, América nos muestra sus trazas recónditas. Nos sobrecogen, como imagen en primer plano, los ojos del indio, su mirada en cuyas aguas habitan el misterio y el azoro de haber sobrevivido a múltiples muertes, desembozadas o silenciosas, desde que Cristóbal Colón llegó al Nuevo Mundo.

Vamos tras una historia de amor y desprendimiento: la defensa de la vida en rincones humildísimos del país; la manera en que se ha abierto paso el Proyecto de participación comunitaria para el control biológico del Aedes aegypti, en las ciudades de Manta, Montecristi, Jaramijó, Machala, Huaquillas, Santo Domingo y Guayaquil. Es una pelea que forma parte de la estrategia integral del Ministerio de Salud Pública de Ecuador para el control y prevención del dengue, la cual emplea el Bactivec (Bacillus thuringiensis israelensis) y el Griselesf, biolarvicidas producidos por Labiofam.

Al llegar a Santo Domingo, en feria multitudinaria en el Parque Intergeneracional Los Rosales para celebrar una jornada por la salud, nos encontramos a Roberto Calazacón, un indio colorado —así les llaman—, quien resalta por el achote que puso en sus cabellos. «El mío es un peinado como el de cualquier otra persona, se explica. Es una costumbre de nosotros desde hace mucho tiempo».

Roberto es de Cóncoba, una comunidad indígena ubicada a unos 40 kilómetros de la Plaza donde se celebra la feria. Llegó en autobús, y para tomarlo se levantó bien temprano, no sin antes calcular la hora de regreso a su hogar, por carreteras que él dice, y hemos podido constatarlo, están muy bien pavimentadas. Su afán era escuchar lo que dirían sobre la salud.

Vestido modernamente, pero con un rostro que es el mismo de los primeros tiempos, Roberto nos hace recordar una tragedia histórica que corre por las venas indígenas como código genético, signo que el gobierno de Rafael Correa afronta paso a paso, para revertirlo, con obras en pos del ser humano:

«La sangría del Nuevo Mundo —escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina— se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en bestias de carga. Un virrey de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la “maldad natural” de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde de Buffon afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles, “ninguna actividad del alma”. El abate De Paw inventaba una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes. La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los “hombres degradados” del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa».

El indio Roberto vino a escuchar a la actual ministra de Salud, la psicóloga Carina Vance, quien ante una multitud de todas las edades, ante personas llegadas de diversos lugares del país, habla sobre la importancia de no automedicarse y sobre el valor de la lucha antivectorial. «Hasta aquí vine para escucharla y para luego contarles a los más jóvenes. Hay que cuidar la tierra, los bosques y los ríos; y estemos atentos, porque hay productos que dañan esos lugares y también a la salud. En esta zona el peor problema es por algunas empresas privadas que crían chanchos (cerdos) y aves, y lo hacen sin respetar la naturaleza».

Él nos dice que ha escuchado hablar sobre el Bactivec. Le parece muy interesante que se mate al mosquito en su estado larvario con un producto natural que no hace sufrir a la tierra, ni a otros recursos naturales, ni a sus semejantes.

El solitario resplandor de Monte Sinaí

Hay vastedades que no caben ni siquiera en la palabra. Así lo ha sentido la cubana Olga Lidia Real Rodríguez, quien trabaja en el Proyecto comunitario y atiende como coordinadora a Monte Sinaí, localidad perteneciente a la Parroquia Pascual, Distrito 8, Circuito 5, Cantón Guayaquil, provincia Guayas.

Monte Sinaí, ubicado al norte de Guayas, es un universo de tierra parda que se pierde en el infinito con todas sus casitas hechas de caña brava. Es un universo de humildad que desborda la mirada de Olga Lidia, de tal modo, que ella siente no poder describir con precisión, con todas las soledades y ansias que entraña, el paisaje humano donde labora desde hace meses.

En caminitos de pura tierra, cuando el sol todo lo calienta y se mete por las hendijas de las casas de caña, rara vez aparece alguien. En días entre semana, cuando los niños están para la escuela, algún perro despunta en el paisaje. Los hombres parecen haberse ido a algún combate, y las mujeres viven todo tipo de ajetreo a la sombra, intentando, entre otros afanes, lavar ropa, a veces en máquinas modernas, pero invariablemente gastando el agua de uno o dos tanques plásticos que deben llenar día a día y que pagan a un dólar por recipiente a los piperos que recorren la zona.

En Monte Sinaí, como no hay agua corriente, todo es a golpe de tanques bajos. Por eso allí es tan importante el proyecto comunitario antivectorial. Y es en parajes tales donde reciben con gratitud a visitadoras (trabajadores sanitarios que trabajan junto con nuestros técnicos) como la ecuatoriana Gina Astudillo, a quien hemos conocido mientras «trataba» los tanques de la zona. «Los moradores ya me conocen y me dejan entrar. Las personas que conozco me dicen de la efectividad del producto. A veces se van de viaje y regresan, y no encuentran larvas».

Gina trabaja desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Cuando entra a una morada, revisa de derecha a izquierda. Los visitadores, organizados en brigadas, deben ver 30 casas diariamente. Y pasados unos 30 días, deben regresar a esos mismos hogares. «Me gusta ayudar a las personas —confiesa—, que se enteren de que hay un producto con el cual pueden evitar el dengue». Sobre los cubanos, es categórica: «Son excelentes. Tenemos una relación, como se dice, veinte-veinte, como la vista cuando está buena».

Aquí no hay ruta arriba o ruta abajo. La pobreza circundante sobrecoge con peso de eternidad. Tres niños juguetones nos salen al paso. Al centro, el pequeño Cristofer sonríe y la enorme cicatriz en uno de sus cachetes se mueve: fue mordido por un perro. En su casa de caña, sobre un montículo de arena, Cristian Alejandro Hinoco nos mira junto con su hijo. Habla del Bactivec: «Lo echamos y no ha habido más larvas. En el invierno habíamos visto, pero ya no».

Un rato después conversamos con Enmanuel Merchán Sáenz, de 32 años y promotor de salud, quien forma parte del proyecto comunitario. «Me fascina lo que estoy haciendo. Voy a seguir en promoción de salud. En esto se ve de todo un poquito. Nos hemos tomado el producto directamente. No sabe bien, pero es el único modo de probar. La gente creía que enronchaba, que mataba. Se cuenta de uno que quería suicidarse y que al tomarlo, se puso más gordo. Uno aprende a ver la necesidad del morador. La mayoría de la gente no sabía que en una tapillita de cola se reproduce la larva del mosquito», cuenta.

«Hay que ser rápido con los moradores. A veces te dicen que no pueden atenderte, pero al dar la vuelta siguen ahí. Es que no saben. Tienen miedo. La gente ven las camionetas y piensan: esto es nuevo. Llegamos a cualquier lugar y la gente nos conoce. Lo hacemos a veces por amor a la camiseta, porque nos gusta y tenemos que llegar. Ellos piensan a veces que la larva es algo inofensivo. No saben que les cuesta la vida. Promoción de salud es algo nuevo, recién se está dando».

A la altura de sus 32 años y en espera de su sexto hijo, Roxana Cortez Correjo es una líder comunitaria que siente como propio el dolor de su gente. «Gracias a Dios, hasta las mentalidades están cambiando», dice; y nos ilustra los desafíos de Monte Sinaí con un ejemplo: «El Gobierno nos puso el alumbrado en calles principales, pero los tubos eran de cobre. Aquí son muy caros y se los han ido robando. Los reemplazamos. Todavía nos quedan unos tramos de cobre por cambiar, pero pensamos ponerlos aéreos, a ver cómo se los van a llevar».

—Roxana, ¿cuántas personas calculas que viven en Monte Sinaí?

—Como unas 24 000 familias.

—¿Y cómo se comporta la lucha antivectorial?

—Ha sido un logro, porque aquí en el invierno (que se da con lluvias) los mosquitos no te dejaban ni comer en la mesa. Y con esto que se está dando casa por casa, puerta por puerta, también se está educando a las familias. Ha sido bueno el cambio de los cubanos aquí y ha sido provechoso para la comunidad, en cuanto a tener más conocimientos sobre cómo prevenir enfermedades como ciudadanos, como seres humanos.

Razones de un proyecto

El dengue es la enfermedad viral, transmitida por vectores, más extendida en el mundo y constituye uno de los mayores retos de la salud pública en este siglo. Está presente en más de cien países. Cerca de 2 500 millones de personas de las regiones tropicales y subtropicales viven expuestos a contraer la enfermedad. En los últimos 50 años su incidencia ha aumentado 30 veces con su expansión hacia nuevos países, y la ocurrencia anual de fiebre clásica de dengue alcanza los 50 millones de casos. Como consecuencia de este flagelo, mueren anualmente 20 000 seres humanos.

Son verdades que nos recuerda la licenciada en Farmacia Celia Rosa Roca González, quien lidera la parte cubana que integra el Proyecto, nacido hace poco más de un año, para el control biológico del Aedes aegypti con participación comunitaria.

El tema de las enfermedades de transmisión vectorial es considerado por el Ministerio de Salud Pública de Ecuador como uno de los más graves y prioritarios problemas epidemiológicos del país. El dengue, explica Celia Rosa, constituye una fuerte carga social y económica para la nación sureña, en la cual se incrementan las posibilidades de brotes y epidemias en los meses de lluvias.

La licenciada en Bioquímica Mavy Hernández Rodríguez es especialista principal en el control de enfermedades transmitidas por vectores de Labiofam y una de las responsables del proyecto comunitario en el país sudamericano.

«Los escenarios en que trabajamos —dice— suelen estar marcados por la incultura, la drogadicción y la violencia. Allí nos hemos tropezado con todas las secuelas generadas por la pobreza durante tantos años, las que la Revolución Ciudadana, emprendida por el Gobierno del presidente Rafael Correa, trata de erradicar. Una muestra de esa voluntad es la implementación del programa de lucha contra el dengue.

«En Ecuador hemos contado con los visitadores, a fin de que la comunidad asuma el programa. Algunos viven en las mismas áreas donde se realiza el programa, lo cual constituye una fortaleza porque facilita los ciclos mensuales de visitas.

«Con acciones tales se ha garantizado reducir significativamente el vector.

«De manera general la enfermedad ha disminuido entre un 35 y un 40 por ciento en comparación con idéntico período del año anterior. La Organización Mundial de la Salud, cuando evalúa y compara un proyecto, lo considera satisfactorio si este logra reducciones mayores de un 25 por ciento. De todos modos Ecuador sigue siendo para nosotros un reto. Estamos iniciando un segundo año de intervenciones, y hay que ir dejando que la comunidad haga suya esta metodología, para poder seguir avanzando.

«Como parte de las fortalezas del programa, el Gobierno ecuatoriano aprobó la construcción de una planta que producirá los bioplaguicidas que estamos empleando para controlar el mosquito, además de bioplaguicidas y bioproductos para la agricultura».

Como peces en el agua

Para el doctor Julio Teodoro Palomeque Matovelle, director general del Servicio Nacional de Control de Enfermedades Transmitidas por Vectores Artrópodos (SNEM) en Ecuador, el trabajo de los especialistas cubanos en su país ha sido vital. «Se destacan —argumenta— no solo por la capacidad técnica y los conocimientos, sino también por la calidad humana que se les nota a flor de piel y que saben transmitir fácilmente.

«Ellos se han metido en nuestras comunidades como peces en el agua. Eso ha significado poder reducir asombrosamente los índices vectoriales en las siete ciudades donde trabajan junto con nosotros».

La entidad que dirige Palomeque nació en los años 50 del siglo XX como parte de la necesidad de controlar la proliferación pandémica del paludismo que entonces sufría América Latina, especialmente Ecuador. A la altura de los 80, el SNEM asumió la responsabilidad ante todas las enfermedades vectoriales que azotaban al país sudamericano.

En lo que al dengue respecta, según el directivo de Salud, ya hace casi tres décadas que tiene una presencia epidémica en el país. Por eso entraña tanto valor este proyecto desplegado en siete ciudades, el cual abarca unos 3 800 000 habitantes, e implica la visita a casi un millón de casas. Los escenarios fueron escogidos atendiendo a las más altas incidencias de problemas sociales y ambientales. De modo que no se trata de un trabajo cómodo, sino de mucha entrega y de no poco riesgo.

Aunque la enfermedad sigue siendo un peligroso azote para el país, Palomeque reconoce: «Después de ocho ciclos completos de trabajo en las siete ciudades, hemos logrado reducir en más de un 80 por ciento los índices reales de riesgo. Y no es un decir, son los datos que estamos dando a nuestras autoridades nacionales y los que estamos transmitiendo a las comunidades. La gente tiene derecho a saber lo que está pasando».

En cuanto a Monte Sinaí, lugar que tanto nos impresionó, el doctor lo define como un laboratorio de trabajo para actividades comunitarias. «Todo lo que desde el punto de vista social quisiéramos arrinconar está en ese asentamiento: las enfermedades, la violencia, la drogadicción, la prostitución… dolores que la miseria arrastra. No es una tarea sencilla. Es titánica y necesita la suma de todas las fuerzas sociales».

En cuanto al proyecto comunitario, Palomeque tiene la esperanza de que se amplifique y llegue a cubrir todas las ciudades del país.

La mano que salva

Martha Roldós es una ciudadela al norte de Guayaquil. La clase media baja predomina en sus predios. Allí existen colegios, jardines de la infancia, iglesias adventistas, mormonas y católicas. Algunos de sus habitantes predican otras religiones y rituales no tan populares.

Lo cuenta así Julio Granda Rodríguez, de 25 años de edad, padre de dos hijos y promotor de salud. Él es bachiller informático y, antes de asumir sus faenas en pos de la salud, atendía un negocio familiar de elaborar y comercializar dulces caseros.

«Todavía participo de ese negocio, pero priorizo el trabajo promocional. Aquí todos creen en algún Dios, pero nadie se salva del dengue con tan solo implorar: hay que hacer lo que los técnicos cubanos nos están enseñando», precisa.

Granda refiere que la zona donde trabaja es de mucho peligro para todos. A pesar de eso, no hay espacios vedados para este promotor y los visitadores. Ellos van con el mensaje de salud a las escuelas, iglesias y barrios.

«Siempre dejamos claro que nuestra misión es evitar la muerte, porque el dengue mata. Gracias a la alianza técnica entre cubanos y ecuatorianos se ha logrado avanzar en la eliminación del mosquito hasta niveles muy bajos».

El distrito donde trabaja este joven tiene resultados que han sido reconocidos por la dirección del SNEM. Pero los logros han sido posibles luego de enfrentar incluso broncas callejeras para dar paso a los cubanos en sitios como los Cerros de Mapasingue, donde la pobreza y la incultura fermentan aversión hasta contra la mano que salva.

Julio padeció dengue siendo un niño de diez años. Por eso conoce el valor de su lucha. Una de las fortalezas de este programa, según él, radica en trabajar no solamente con los adultos en la promoción de salud: «La gente grande está pensando en cómo sobrevivir, en sus deudas, en cómo sostener la familia; en cambio, los pequeños son más atentos a lo que explicamos y luego se convierten en multiplicadores del mensaje en sus casas. Muchas veces son quienes exigen a sus padres que abran las puertas o ellos mismos propician nuestra entrada al hogar.

«Este programa llevará años y sostenibilidad, porque nuestra zona geográfica es perfecta para que el mosquito se hospede. Por mucho que trabajemos siempre habrá que darle continuidad a la vigilancia del vector».

Mientras recorremos los cerros de Mapasingue, preguntamos a Julio por las raíces de su mirada noble: «Mi abuela era una india de la playa Valdivia. Al igual que el resto de su comunidad, pescaba y trabajaba la artesanía». Julio describe a sus ancestros como seres herméticos y afectuosos. Recuerda que los besos más cálidos del mundo se los dio su abuela, una anciana de trenzas largas y de poco hablar. «Nunca me pidió cosa alguna. Solo una vez me dijo le jurara que sería honrado y trabajador».

Sus ojos son los de millones de ecuatorianos que plantan bandera en la existencia, y que apoyados por la voluntad de proyectos nuevos en pos del Hombre, encuentran nuevos caminos para imaginar y defender la vida.

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