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La historia recurrente

Los episodios de padecimiento y lucha por la vida no han cambiado mucho desde los días del descubrimiento del terrible virus hasta hoy. Las medidas epidemiológicas siguen siendo el único contrapeso importante contra una amenaza altamente contagiosa y destructiva

Autor:

Julio César Hernández Perera

La enfermedad por el virus del Ébola acapara los espacios noticiosos tras emerger en forma de brote epidémico en varios países del África Occidental. Su actual trascendencia irrumpe al ser enjuiciada como la mayor epidemia de ébola de la historia: Siempre ha sido considerada como una enfermedad letal, pero en el pasado la mayoría de los brotes epidémicos —24 en total— habían sido controlados y limitados geográficamente.

Lo que distingue a la actual epidemia ha sido su letalidad, y que abarca un área de extensión no antes superada. Ambas características, junto con la transmisibilidad, son razones para que numerosos países muestren preocupación y estén marcadamente atentos.

La afección es relativamente nueva para la humanidad. Al hurgar en su historia resulta inevitable hablar de otra dolencia afín: la enfermedad del virus de Marburgo.

Monos verdes

Todo comenzó en agosto del año 1967, cuando a Europa llegaron desde Uganda una partida de monos de la especie Cercopithecus aethiops —mono verde africano—, destinados a laboratorios de Marburgo y Frankfurt en Alemania, y de Belgrado en la otrora Yugoslavia. A pocos días del arribo de los animales, algunos de sus cuidadores, sobre todo en Marburgo, empezaron a padecer una enfermedad extraña y mortal.

En dos meses fueron afectadas 30 personas —algunas citas documentan que fueron 31—; siete de ellas fallecieron. El cuadro clínico se distinguió por la presencia de fiebre, dolores de cabeza, mialgias (dolores musculares) y malestar general, seguido de hemorragias en las conjuntivas oculares, fotofobia (molestia a la claridad), y erupción en la piel, entre otros síntomas y signos.

Cinco de estos pacientes eran trabajadores de la salud —dos médicos, una enfermera, un estudiante de Medicina y un asistente de autopsias— que contrajeron el mal después de atender a los enfermos y fallecidos infectados, los que a su vez habían estado en contacto con las heces fecales, sangre y otros fluidos provenientes de los aludidos primates.

Toda esa situación apuntaba a algo asombrosamente contagioso, desconocido hasta entonces. Las autoridades sanitarias tuvieron que tomar medidas extremas para el manejo de aquellas muestras; y decidieron enviarlas a otros países donde estaban los laboratorios preparados para desentrañar múltiples enigmas.

Fueron tres años de duro trabajo para afirmar que la enfermedad era causada por un virus que poseía, de manera muy específica, partículas filamentosas. Por tal razón el nuevo virus fue asentado en la familia Filoviridae —también denominado filovirus—, y se acordó designarlo como de Marburgo (por el nombre de la ciudad más afectada durante el brote).

Para muchos, lo más sensato hubiera sido bautizarlo como Uganda, lugar de donde provenían los monos que transfirieron el germen al mal llamado «viejo mundo».

Pasarían ocho años hasta que nuevamente se volvió a hablar del virus de Marburgo. Esta vez, por cuenta de un joven que tras recorrer extensas zonas de Rodesia (ahora Zambia y Zimbabwe) fue ingresado en un hospital sudafricano, donde murió como resultado del padecimiento. Dos contactos del paciente —un compañero de viaje y una enfermera del hospital— también enfermaron, aunque milagrosamente lograron salvarse.

Otro nuevo virus

Al año del caso del joven que había recorrido la antigua Rodesia (1975), se tuvo información, de forma casi simultánea, acerca de que había aparecido una enfermedad muy parecida a la de Marburgo en dos regiones de África. Uno de los azotes afectó a 318 personas en la zona de Bumba, al norte de Zaire (ahora República Democrática del Congo), con una mortalidad del 90 por ciento. Y el segundo brote se presentó al sur de Sudán, en áreas que abarcaban las franjas de Nzara, Maridi y Lirangu, donde enfermaron 250 sujetos con una mortalidad cercana al 60 por ciento (aunque en uno de estos últimos territorios sudaneses se llegó al 80 por ciento de letalidad).

La mayor diseminación del virus se produjo dentro del hospital, mediante el contacto persona a persona, y por la reutilización de agujas contaminadas: es triste imaginar el pavor creado entre el personal sanitario y los enfermos ingresados ante aquella situación tan mortífera, nunca antes vista por ellos.

Se enviaron disímiles muestras a laboratorios de alta seguridad en los Estados Unidos, Bélgica y el Reino Unido, y todos concordaron en que estaban ante un filovirus —morfológicamente igual al del Marburgo—, pero con divergencias serológicas: se descubría otro nuevo virus.

Para darle un nombre a este germen se realizó una reunión internacional donde participaron, entre otros, investigadores que trabajaron en su descubrimiento. Como prueba de deferencia hacia los países afectados por los brotes, se optó por dejar de usar nombres de países o localidades afectadas, y se prefirió emplear el nombre de Ébola, un pequeño río de la República Democrática del Congo que fluye hacia el oeste, al norte de un poblado conocido como Yambuku: de este lugar provino el paciente, un maestro de una escuela local, del cual se hizo el primer aislamiento viral —por estas razones no se llamó como el virus de Yambuku.

El virus del Ébola tampoco esperó mucho para tomar venganza de los científicos que trabajaron en su hallazgo. El 5 de noviembre de 1976, en el laboratorio Porton, Reino Unido, uno de los investigadores estaba manipulando muestras de hígado de un cobayo inoculado con ébola, cuando accidentalmente se pinchó un pulgar a pesar de que tenía guantes de alta seguridad.

Sabiendo del peligro, se cumplieron los protocolos establecidos para este tipo de accidente. Todo ello, a pesar de que el dedo no sangró y de que no se mostró ninguna lesión puntiforme después de una cuidadosa revisión.

Aquel investigador estuvo bajo vigilancia durante cinco días, y al sexto enfermó. Su cuadro clínico fue escrupulosamente registrado y un minucioso informe se publicó en la Revista médica británica (British Medical Journal). Al científico enfermo le fueron tomadas todas las muestras imaginables, incluyendo semen, y en  todas se aisló el virus.

Ante el desespero de una muerte inminente, de inmediato se pidió ayuda a diferentes médicos adiestrados en el control de los brotes epidémicos de ébola en África y se experimentó en aquel contagiado con muchos tratamientos empíricos. Al décimo segundo día de la enfermedad, el 23 de noviembre de 1976, se valoró que el enfermo se salvaba.

Sin embargo, la recuperación plena de sus parámetros de laboratorio solo se concretó hasta tres meses después del inicio de la enfermedad: parte de ese tiempo estuvo en cuarentena. Un punto curioso de esta historia fue que, aunque el aislamiento del enfermo terminó, el virus siguió apareciendo en el semen —se tornaría negativo al día número 76.

Historias como esas resultan recurrentes en los tiempos actuales. Quienes enferman de ébola son aislados, y se sigue reclamando ayuda a especialistas, y se buscan con desespero remedios de todo tipo. Los cuadros siguen siendo muy parecidos a los inicios de la historia del virus. Hoy por hoy, las medidas epidemiológicas prevalecen como el recurso más importante en aras de contener la letal enfermedad que asoma, para desconcierto de la especie humana, en el mundo de las noticias, tras haber golpeado al mundo real.

*Doctor en Ciencias Médicas y especialista de Segundo grado en Medicina Interna.

Algunas fuentes consultadas

Ledermann W. Rev Chil Infect. 2003: 113-4.

Feldmann H et al. Lancet. 2011; 377: 849–62.

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