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Gratitud, más allá del dolor

Fue súbitamente que apareció la imagen en el televisor. María del Pilar Reyes rompió a llorar cuando divisó en un reportaje sobre el sistema de salud cubano la carita vivaz de su sobrino Raydel Reyes Jurado, en el cardiocentro del Hospital Pediátrico William Soler.

Es muy duro sacar fuerzas del dolor propio para expresar gratitud. Y allí en su apartamento, el número 22 del edificio C26, en la Zona 6 del barrio habanero de Alamar, María del Pilar recordó todo lo que se hizo por la vida de aquella criatura de 12 años. Lo que se hace por cualquier niño cubano.

Raydel partió ineluctablemente a consecuencia de su enfermedad. Y ahora un material de archivo de la TV se lo devolvía en la plenitud de la ilusión. «Sigue siendo muy difícil aceptar su ausencia», confiesa la tía. Pero el pesar no obnubila a esa familia, que estará eternamente agradecida a todos los que hicieron lo imposible por salvarlo.

María del Pilar no olvidará jamás «el desvelo de esos maravillosos galenos, encabezados por el doctor Eugenio Selman, que con infinito amor y cariño estuvieron todo el tiempo a su lado hasta el fin. Vaya un reconocimiento también infinito», sentencia esta cubana.

Omar Olazábal perdió el pasado 17 de abril al roble de su familia, su padre, al cual recuerda como «un revolucionario cabal, hombre sencillo y honesto, quien logró forjar una familia que sentía por él un cariño y una admiración sin límites».

Omar, quien reside en Tulipán 1012, apartamento 171, en Nuevo Vedado, en la capital, refiere que el viejo sufrió por más de año y medio una insuficiencia renal terminal, diagnosticada y atendida fervorosamente por un grupo de nefrólogos del Hospital Militar Luis Díaz Soto, más conocido como el Naval.

«Una vez pasada la terrible carga de dolor de los primeros días, me anima a escribirle el inmenso sentimiento de gratitud hacia los médicos, enfermeras y enfermeros, técnicos y todo el personal de ese hospital, que cuidaron a nuestro padre desde el principio, le tomaron cariño, y hasta su último suspiro lucharon por salvarle la vida».

Omar no quiere diferenciar nombres en esa totalidad, pero no puede olvidar a un joven enfermero, llamado Osiel, que estaba al pie del lecho del paciente agonizante, aquella última noche. Omar le preguntó si ya no había esperanzas. Y Osiel, mirándole fijo a los ojos, le respondió: «Mientras podamos salvarlo, siempre hay una esperanza. No la pierda usted».

Es esa esperanza que no podremos perder los cubanos en los duros lances de la vida cotidiana; la que nos permite crecernos en el diario que a diario, y no perder el ánimo. Es la que nos hace sonreír y mirar a nuestro alrededor con bondad y amor, a pesar de los pesares. Es la que mueve la generosidad y la gratitud, tan necesarias hoy.

Lo digo porque estos familiares, por encima del sufrimiento que depara el acecho de la muerte en sus entrañables cariños, saben alzarse para reconocer el mérito y la virtud de quienes se batieron a duelo con la Parca para preservar a esos seres queridos, sin barreras ni distinciones, sin pedir nada a cambio: a lo cubano.

Quien reconoce la virtud del prójimo es porque la lleva consigo.

Pareciera que divago y relleno líneas, pero estas dos cartas hacen pensar. Porque hay muchas personas presurosas, que van por la vida atrapando espacios y tiempo, acaparando goces vegetativamente, ascendiendo hasta el vértigo. Y no miran a su alrededor ni hacia atrás. No distinguen a quien les tiende la mano y les ayuda a incorporarse y andar, ni a quien les ofrece un bocado. No reconocen ni a quien los salva de la ignorancia y les ilumina su mente. No distinguen los caminos que los han traído hasta aquí, obsesionados como están en las autopistas de sus empeños.

¿Cuántas veces no habremos sido arrebatados del final y de la nada, y estaremos renaciendo? Un poeta con gorra bolchevique se preguntó un día: «Nosotros los sobrevivientes, ¿a quién debemos la sobrevida...? Y años después otro poeta, con arpegios de guitarra, pidió perdón públicamente a los muertos de su felicidad.

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