Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Todo hasta el final…

Hablar también de lo hermoso y noble sana cicatrices en el alma. Y la vida de un solo ser humano es casi lo único sagrado, que no admite evasivas. No huelgan los esmeros y cuidados hasta el final, aun cuando se sepa que irremisiblemente ese ser partirá de un momento a otro. Los humanos no somos piezas de repuesto que se recambian.

Por eso hoy cedo el espacio a José Antonio Bong, quien me escribe desde el Edificio 5, apto. 8, en el Pueblo textil de la localidad artemiseña de Bauta:

«Escribo a su sección para agradecer a todos los trabajadores de la Sala A del Hospital Oncológico de La Habana, por su apoyo y dedicación a mi madre, que ingresó allí el 23 de julio.

«Ella sufría de un cáncer en un seno, y además hizo metástasis en el pulmón izquierdo. Llegó allí en muy malas condiciones. Y en la sala de Urgencias la atendió el doctor costarricense Edgar, graduado de la Escuela Latinoamericana de Medicina, quien le dio una atención de primera, y la dejó ingresada, sabiendo que ella, por sus condiciones, era un caso perdido.

«Los tres primeros días allí, mi mamá mejoró algo gracias a los medicamentos y a la esmerada atención de los médicos y enfermeros. Pero su enfermedad era tan avanzada, que los medicamentos dejaron de hacer efecto, y falleció el 4 de agosto.

«Aun cuando ella dejó este mundo, y, por supuesto, toda su familia y amigos la extrañamos tanto y la quisiéramos con nosotros, no puedo dejar de agradecer a ese personal del hospital que tantas atenciones le dio.

«Quiero agradecerles, además de a Edgar, a los doctores Luis, Olguita, Vilaou, y el doctor Ronal, que fue quien la atendió bien de cerca; a los enfermeros Nelson, Rogelio, Anabel, Yaneisy, Amado, Jorge Morejón y Yeffry. Y a los demás trabajadores de la sala: María Regla, Alexander y Olga Lidia».

La mochila intocada

Marta Martínez (calle 23 No. 5405, entre 54 y 56, Cienfuegos) cuenta algo edificante, de cuando el pasado 6 de agosto pasado su mamá, de 65 años, y su hija, de 11, retornaban de Santa Clara para la Perla del Sur, en un ómnibus interprovincial.

En la terminal de Santa Clara, cuando entregaron el equipaje para que lo guardaran en el maletero de la guagua, el empleado que da los comprobantes se equivocó, y lo envió para otro ómnibus, que partía hacia La Habana.

Cuando abuela y nieta arribaron a Cienfuegos, descubrieron que el equipaje no aparecía. De inmediato, los miembros de la tripulación buscaron la lista de las salidas cercanas a la de su ómnibus en la terminal santaclareña, y detectaron que era la que tenía la capital como destino.

El jefe de turno de la terminal cienfueguera y otros empleados, de inmediato llamaron a la terminal de Santa Clara, y después a la de la capital. Articularon la red del auxilio y el esclarecimiento. Y les aseguraron a las dos pasajeras que el equipaje extraviado llegaría a Cienfuegos ese mismo día, en el turno que arribaba a las 12:20 de la noche.

A esa hora, el esposo de Marta estaba allí esperando. Aún no se había apagado el motor del ómnibus, y ya el chofer le comunicaba al jefe de turno que traía un equipaje perdido. En eso, el esposo de Marta dijo: es mío. El chofer lo miró con desconfianza y le dijo: «Es un maletín». Y el hombre respondió: «No, es una mochila negra», y le dio el comprobante. El chofer asintió, y le entregó la mochila negra.

En una sección donde denunciamos con frecuencia hurtos, engaños, depredaciones y otros golpes bajos, hoy quise complacer a la señora Marta Martínez, quien felicita a todas esas personas que hicieron llegar la mochila negra con honestidad, responsabilidad y decencia. «Me pregunto, dice ella, por cuántas manos pasó el equipaje de mi hija y no se perdió nada».

Por hoy, somos un poco más felices. Veremos qué vendrá mañana.

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