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Si los animales hablaran...

Alain Finalé (Santa Ana No. 667, apto. D, entre Panorama y Oeste, Nuevo Vedado, La Habana) fue hace unos días con su hija al Parque Zoológico de 26, en la capital y encontró varios motivos para lamentarse.

«Dan pena las condiciones en que se encuentra la instalación, los pocos animales que hay, y lo maltrechos que parecen,  subraya. Creo que en todos los zoológicos del mundo está prohibido dar de comer a los animales. Pues allí es común que los visitantes les den de todo a los animales, que comen lo mismo “pellys” que pan con croqueta. Hasta el león.

«Eso, sin mencionar que las jaulas están casi todas vacías; o simplemente los animales fueron cambiados de lugar y ya los carteles de identificación no coinciden con los que están dentro de las jaulas. O simplemente los carteles no están y no puedes explicarle a tu niño de qué animal estamos hablando».

Sí le chocó sobremanera al lector la tiranía del reguetón a elevado volumen en las cafeterías, al punto de que es casi imposible hablar con la dependiente y pedirle lo que uno quiere. El show de los payasos es, en su consideración, de baja calidad para público tan respetable como los niños. Y una vez que terminan las presentaciones, allá va el sonidista a propalar los desafueros reguetoneros a todo volumen.

Alain se pregunta qué relación podrán tener esos excesos con la paz y el encanto de la magnífica naturaleza de aquel sitio, que fue una belleza en su momento. «Los únicos que no sufren son los venados de Rita Longa, porque son esculturas», sentencia.

Puente a la desdicha

No habrá tranquilidad y disciplina social mientras cualquiera —persona natural o jurídica— impunemente agreda con insolencia y soberbia los oídos del vecindario, y las autoridades hacen silencio.

La víctima de la hiperdecibelia hoy es Elizeddy del Risco Cortada, residente en Lugareño No. 6, esquina a Máximo Gómez, en el barrio El Puente de la ciudad de Nuevitas. Y su «agresor» es la cafetería El Puente, sita frente a su hogar.

Denuncia el desesperado cubano que, justo frente a la ventana de la sala de su casa, los de la unidad gastronómica plantaron un quiosco para ofrecer servicios en CUC, pero ya aquello se ha convertido en un «tumbadero» para la venta de ron «a granel».

Y lo que arrastra el quiosco es inimaginable. Son 14 horas diarias de música amplificada con un bafle de 12 pulgadas, personas ebrias que vociferan palabras obscenas… Y como el local es abierto, luego que el servicio cierra, los dipsómanos siguen allí haciendo de las suyas, cantando y hasta aullando si pudieran.

La familia de Elizeddy está pagando con insomnio y disgustos aquellos excesos. Y él se ha dirigido al delegado de la circunscripción, a Higiene y Epidemiología, a los inspectores de Salud y hasta al director de la Empresa de Comercio y Gastronomía. Pero allí sigue el «bombardeo» sonoro, a diestra y siniestra…

«Estamos al borde de la locura, señala el agredido. Mi esposa ha tenido tratamiento por desajustes psicológicos. Necesitamos descansar, dormir. Necesito mi propio espacio sonoro. Nadie tiene el derecho, ni justificando planes de venta, de imponernos ese castigo por tanto tiempo. Por favor, hay que poner fin a esta impunidad».

Ya llueve sobre mojado —más bien escandaliza sobre tanto ruido— la indefensión sonora que se vive en nuestro país. En este caso, ¿qué piensa Comercio y Gastronomía para desagraviar con hechos a esa familia?, ¿qué ha hecho el Consejo de la Administración Municipal de Nuevitas, como representante de esa atribulada familia? ¿Cuándo las autoridades van a tomar por los cuernos ese toro desbocado? Hasta ahora, mucho ruido, y pocas nueces…

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