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¿Decomisada la sensibilidad?

Feliz retornaba Edenia Artze el 31 de agosto pasado en un vuelo de Blue Panorama, luego de visitar a su único hijo, que reside en Suiza. No más entrevió por la ventanilla el Aeropuerto Internacional José Martí, la señora ya se sentía en casa, en su hogar de Oquendo 567, entre Jesús Peregrino y Pocito, en Centro Habana.

Pero al descender, le aguardaba un gran disgusto en la revisión de equipajes. «Era como que traía algo prohibido», recuerda en su carta. Y lo único que cargué fue ropa usada que me regalaron, un equipo para medir la presión arterial y una hornilla eléctrica».

La empleada de la Aduana le dijo: «Señora, párese ahí, que tiene que esperar…».

Edenia cumplió disciplinadamente. Pero en la medida en que pasaba el tiempo, se iba poniendo más nerviosa. Sacó su hornilla. Pasaban a su lado otros pasajeros para la revisión, y ella allí, en la incertidumbre.

«Cada vez que me acercaba a ella, y le pedía que, por favor, me atendiera, que yo no me sentía bien, en muy mala forma me decía: Señora, le dije que tiene que esperar…».

El avión había aterrizado antes de las tres de la tarde, y ya eran más de las siete de la noche, y Edenia allí de pie, sola. Y cero explicaciones de por qué no la atendían.

La señora sufrió una crisis nerviosa y entonces una trabajadora del aeropuerto la atendió y le buscó una silla, porque ya sus pies no daban más, con 67 años. Y fue cuando la atendieron. Edenia, llorando, dijo que parecía mentira que la trataran así.

Edenia no entendió por qué le decomisaron la hornilla eléctrica, y quisiera saber cómo hacer para al menos intentar reclamarla. «Pero lo más duro para mí —afirma— ha sido el maltrato de esa persona. Por mucho trabajo que tengan, no hay justificación para tratarme así».

El mejor regalo

Martha Oliva Robaina cumplió años el pasado 6 de septiembre. Y su hermana la invitó a un paseo por La Habana Vieja. Al final, también con su sobrina, entraron a refrescar en la pequeña cafetería de la Sociedad Asturiana, en Prado. Allí, su hijo le timbró al celular, para saber cómo la estaba pasando.

Camino a su casa, horas después, Martha descubre que no tenía su celular. Disgustada, y sin esperanzas de recuperarlo, decide cancelar la línea, como siempre aconsejan. Pero la sobrina insiste en llamar al celular. Cuál no sería la mezcla de sorpresa y sobrecogimiento cuando le responde la voz de un joven.

La sobrina le inquiere que quién era la persona que tiene ese celular que es de su tía. Y asombrada, escuchó lo siguiente: «Señora, no se preocupe, este teléfono a usted se le cayó en la cafetería donde merendó y se lo guardamos. Venga a recogerlo, que lo tiene el portero».

Inmediatamente volvieron al sitio. Y allí en la puerta estaba el joven, llamado Yanset, con una amable sonrisa para devolverle el celular.

Martha quiso tener un gesto con él; darle algo de propina en agradecimiento. Pero de ninguna manera el joven lo aceptó. Le recalcó con orgullo que ese era su deber, y continuó como si nada atendiendo a un extranjero que le preguntaba algo.

Afirma Martha que salieron de allí como en el aire, ella con un nudo en la garganta y los ojos empañados. «A mí, el joven y amable Yanset me hizo el mejor regalo en el día de mi cumpleaños. No fue devolverme mi celular, aunque mucho se lo agradezco; sino hacerme sentir ese día que todavía en La Habana, y a pesar de los problemas reales y materiales que tenemos, puede tenerse fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud, como nos decía el maestro José Martí».

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