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Lluvia tóxica

Desde Fe del Valle No. 18, en el batey del antiguo central azucarero avileño Orlando González, Jorge Gómez Cordero narra el extraño hallazgo que tuvo al visitar a sus primos Luis y Tomasa Cruz Gómez, que residen en las afueras de esa comunidad, en Carretera a Limones Palmero.

A su llegada, Jorge se percató de que un avión, volando a muy baja altura, derramaba a manera de llovizna un líquido sobre unos cañaverales que estaban a solo diez metros de un grupo de viviendas, entre ellas las de sus parientes.

El líquido, por supuesto, caía sobre los vecinos, incluidos niños que salían a ver el avión. En conversación posterior con sus primos, que viven precisamente frente al cañaveral, estos le comentaron que allí se riegan herbicidas.

La preocupación de los vecinos es que esos productos sean tóxicos, y el hecho de que se estén vulnerando disposiciones que prohíben la aplicación de los mismos en las proximidades de núcleos poblacionales.

Según las averiguaciones de Jorge, los residentes allí han planteado sus quejas al delegado de la circunscripción, sin que haya habido una respuesta definitiva. Además, esos cañaverales están en las cercanías de un río que también estaría recibiendo una carga de toxicidad.

Jorge le preguntó a la persona que desde tierra guiaba al avión qué entidad era responsable de esa tarea, y le respondió que el central azucarero Uruguay, en Jatibonico, en la vecina provincia de Sancti Spíritus.

El hombre le dijo más: que lo vertido era una especie de madurador. Jorge salió más preocupado aún, pues constantemente se alerta de la propiedad cancerígena de esas sustancias químicas, al extremo de que muchas personas ya no compran frutas y viandas maduradas por esa vía.

«Pero resulta que desde una institución del Estado me rocían el susodicho químico», afirma, y hace unas cuantas preguntas: ¿Quién autoriza a realizar esos riegos muy cerca de la población o sobre ella? ¿Lo conocen las autoridades del municipio? ¿Qué se puede hacer para evitarlo?»

Calles oscuras y deterioradas

Antonio Robaina Arteaga, residente en Calzada de Luyanó No. 562, apto. 2, en el municipio capitalino de Diez de Octubre, viajó en los días de fin de año a Viñales, a casa de sus familiares, para disfrutar de las bellezas naturales de ese famoso valle, un verdadero ícono de Cuba.

Y en el pueblo contiguo de Viñales observó cómo con el auge del turismo internacional y nacional, se ha incrementado el alojamiento no estatal, en viviendas de los pobladores que reflejan mejoría económica.

Sin embargo, ello contrasta con el deterioro de las calles del poblado, sobre todo cuando llueve. Eso, sin hablar que el pueblo ha crecido y hay partes en que no tiene calles y mucho menos aceras. Pobladores y  turistas que se hospedan en hoteles y casas, cuando se mueven por el pueblo, deben caminar sobre el fango.

La otra paradoja en un sitio de tanto turismo es el deficiente alumbrado público de Viñales, como es el caso de la calle Adela Azcuy, que da acceso al hotel La Ermita, y por donde suben y bajan numerosos turistas cada noche a disfrutar de las actividades nocturnas del pueblo con linternas en la mano, o con pequeños reflectores portátiles en la frente, como si recorrieran cavernas.

Según le aseguraron varios residentes del poblado, esos dos problemas los han planteado hasta la saciedad y nadie hace nada. Muchas de las autoridades del municipio viven allí y conocen el asunto.

La verdad es que no debía suceder eso en un polo turístico como el de Viñales, que deja ingresos en divisas al país. Mientras se generalizan las experiencias de desarrollo local, en cuanto a que los territorios puedan contar para su desarrollo autónomo con parte de las utilidades que en ellos se generan, habrá que buscar una solución ágil e integradora a las calles y el alumbrado público de la localidad de Viñales.

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