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Vender obras, no el alma

La Habana se ve más «activa» en los últimos tiempos, superpoblada en ciertas zonas de timbiriches, quioscos, carteles ——no pocas veces ignorantes del diseño—, carretillas ambulantes... Todo ello ofrece un paisaje tal vez demasiado «pintoresco», que igual se ha apoderado de una buena parte de la geografía nacional.

Es como si la capital fuera cambiando su fisonomía de ciudad cosmopolita, de fabulosa y variada arquitectura, por la de aldea rupestre, con el perdón de aquellos que con tanto gusto decoraron las prehistóricas cavernas.

Es sorprendente el modo como, entre tanta efusión, han proliferado las galerías de CD y DVD en venta. Sus propietarios —amparados por una licencia como trabajadores por cuenta propia— colocan sus productos en una especie de estantes que asemejan a los antiguos ábacos, perfectos para cuantificar considerables ganancias económicas (debe ser así cuando en una misma cuadra pueden coexistir hasta cuatro y cinco de estos espacios), pero incapaces de contabilizar el serio problema que puede representar la propagación acrítica de la banalidad y la pseudocultura.

La apertura económica es oportuna para un país necesitado de seguir adelante. Y en todo caso, es preferible legalizar una práctica que se movía solapada y ahora hasta aporta a los tributos de la nación, pero, resuelto el tema desde el punto de vista económico y legal, toca entonces la batalla desde lo cultural, porque en este caso más que la forma y los procedimientos, importan los contenidos.

Si bien estos vendedores han conseguido, por ejemplo, «calmar» la nostalgia de muchos de sus consumidores por la música, el cine del ayer (que no se encuentra por demás en ninguna otra parte), también en muchos de los casos —sin una política que regule qué se comercializa— proponen no pocas veces la más pura pacotilla en nombre del entretenimiento, ese mediante el cual, ya lo sabemos, se deforman no pocos valores, sobre todo en las nuevas generaciones, poseídas ya por los lenguajes de la cultura audiovisual e hipertextual, que los atrapan y seducen.

Hablamos de «jóvenes multimedia», influidos por su tiempo, que se alejan cada vez más de la lectura convencional para buscar información, entretenimiento y conexiones inusitadas con el mundo. Por eso no se puede subestimar la calidad de los materiales que se expenden en esos espacios.

Sería interesante saber qué responderían aquellos que están al frente de esos «comercios» si se les preguntara: ¿Usted les pondría a sus hijos esos DVD que vende? ¿Está seguro de que esas películas de clase Z, telenovelas trasnochadas, espectáculos insulsos, concursos y realities shows a veces ultrajantes... les convienen a sus descendientes?

Lamentablemente, los productos puestos a disposición del público no siempre están vinculados a los mejores atributos de la cultura, y por el contrario hacen loas al individualismo, la violencia, el racismo, el consumismo...

No se trata de estimular prohibiciones o censuras que en nada benefician, menos cuando estamos ante un mercado que se mueve por canales alternativos, sino de que las instituciones sociales, la familia y hasta los medios de comunicación deben estar más atentos para poder orientar, de modo que nos transformemos en espectadores activos y críticos, consumidores conscientes de este tipo de productos culturales.

No queda otra opción, dada la notable influencia que ejercen los medios masivos de comunicación, y el cada vez más real y fácil acceso a las nuevas tecnologías.

En realidad nuestras instituciones culturales deberán ejercer un rol más dinámico o puede languidecer su influencia. No deberían permanecer estancadas, atadas, andar por un rumbo mientras el país va por otro.

No solo tendrán que involucrarse más, porque cuentan con herramientas para ello, en salvaguardar lo que ya se ha conseguido en el campo de desarrollar la capacidad de apreciación artística y literaria, sino que deberán participar con sus bienes y productos culturales en este proceso de transformaciones, como la mejor contrapartida ante tan dudoso alimento para el alma.

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