Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La trompetilla

En la serie de «muñequitos» que pasa ahora la Televisión nacional con el título de Súper B; Otra B, el Emperador sufre perretas colosales al advertir que el cubano hace producir sus fábricas, cosecha la tierra, exporta, recibe visitantes... y como no le da su «gana americana» de que así sea, toma medidas radicales y urgentes para evitarlo. Pero el cubano se las arregla para salir adelante, se sale siempre con la suya y alguna que otra vez se burla de su poderoso enemigo y su plan anticubano con la criollísima trompetilla.

BANDERITA DE RIDÍCULO

Durante décadas el cubano se valió de ese húmedo y sonoro recurso para burlarse y hacer mofa de aquellos que «se pasaban de rosca y causaban daño con sus estridencias». Era expresión de una crítica cruel, pero eficaz y certera que dejaba fuera de combate a quien la merecía. Filósofos de café con leche, retóricos de parque, filomáticos de esquinas y políticos demagogos fueron sacados del aire, al menos de momento, con una buena trompetilla que «enfriaba, desarmaba y reintegraba a la realidad a los que sin darse cuenta habían salido de ella».

Decía Eladio Secades en una de sus Estampas que el cubano inventó la trompetilla a fuerza de necesitarla, y añadía que casi todos los errores que aparecen en nuestra historia fueron trompetillas que se dejaron de tirar. Para Jorge Mañach, la trompetilla desinflaba y bajaba los humos de personajillos extranjeros de arribazón, ganosos de remozar un prestigio raído en su país y que llegaban aquí, con aires de suficiencia, como a tierra conquistada. Y también al nativo, que debía pensarlo tres veces antes de engreírse.

Precisaba el autor de Indagación del choteo:

«El arma de emergencia para esos casos suele ser la trompetilla. De todo el repertorio hasta ahora conocido de emisiones o ademanes despectivos, es ese el más humillante, acaso por ser también el más cargado de alusiones abyectas. No hay gravedad, por imperturbable que sea, en la que no cale de momento esa estridente rociada de menosprecio. Su eficacia está en su misma falta de violencia, en lo disminuyente que resulta su propio tono disminuido. Cualquier otro ademán de burla o desdén —sacar la lengua, negar el saludo, escupir al paso— conlleva una agresión directa ante la cual se hace fuerte la dignidad agredida.

«En cambio la trompetilla, por más oblicua y lejana, parece desarmar y hasta disolver por el momento la dignidad a que se dirige. Es una mínima saeta que se clava siempre en el blanco —en el centro de gravedad— flameando una banderita de ridículo...»

RUBRO EXPORTABLE

Si se busca en cualquier diccionario el significado del término, se encontrará que se llama «trompetilla» al ‘embudillo de metal que suelen usar los sordos para oír.’ También a ‘cierto cigarro filipino de forma cónica’. Y se dice mosquito de trompetilla a aquel que deja escuchar su zumbido cuando vuela.

Ninguna de esas acepciones concuerda con la que le damos aquí: ‘el sonido que, imitando al de una trompeta, se emite con el puño cerrado puesto en la boca.’ Por tanto tiene razón Eladio Secades. «Trompetilla», en esa acepción, es voz cubana, y aunque Fernando Ortiz no la incluye en su Nuevo catauro de cubanismos, sí lo hace Esteban Pichardo en su Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas, libro que alcanzara su cuarta edición en 1875, lo que da una idea de la antigüedad del término.

Es pues tan criolla como el son y fue durante décadas, según Secades, uno de nuestros principales rubros exportables. Salvo José Raúl Capablanca y Kid Chocolate, nada de Cuba llegó en su tiempo tan lejos como la trompetilla.

Porque de La Habana, en tiempos del presidente Alfredo Zayas (1921-25) la trompetilla pasó a Panamá y, gracias al tráfico interoceánico, saltó de esa nación centroamericana a todos los continentes antes de que el cine made in USA la santificara. Decía Secades: «He aquí un triunfo cubano del que nadie ha querido hablar».

ARDE TROYA

A Panamá arribó a cuestas de una nutrida delegación deportiva cubana en una época en que, en bares y cafés de la capital istmeña, cierto prohombre alcoholizado retenía por la fuerza a amigos y parroquianos a fin de que le escucharan sus largas y afectadas declamaciones. A veces, en un arrebato de lirismo, se aferraba, con las manos crispadas, a las solapas de uno de sus oyentes y le colaba sin vacilar una tirada lírica de Juan de Dios Peza... «Los pobres panameños, recordaba Secades, de quien tomo la anécdota, padecían a aquel hombre sin encontrarle solución».

Cierta noche recitaba el tipo en un bar el famoso Nocturno de José Asunción Silva, cuando entró al establecimiento uno de aquellos cubanos de la delegación deportiva que, de paso para el hotel, carenó allí para beber el penúltimo trago. Rodeaba al declamador una corte de víctimas que, para halagarle, ensayaba dramáticos gestos, ora de aprobación, ora de asombro. Se golpeó el pecho con los dos puños el recitador, abrió los brazos y dejó oír muy despacio:

Contra mí ceñida toda, muda ypálida...«Como si un presentimientode amarguras infinitasHasta el más secreto fondode las fibras se agitara...»

Y ahí mismo ardió Troya porque desde uno de los ángulos del salón brotó un ruido áspero, prolongado, escalofriante. Como el que se produce al arrastrar una silla en el silencio de la noche o al abrirse la puerta de un escaparate nuevo.

«El hombre de mi historia se congeló de los tobillos a las narices y sintió como si de pronto todo el alcohol se le hubiera escapado del cuerpo —concluía el autor de Estampas. Sacó la pistola y empezó a buscar a quien tenía que matar. Pero la carcajada era unánime y el destino le había colocado en la tremenda disyuntiva de la resignación o la masacre.

«Esa fue la primera trompetilla que se tiró en Panamá. Los cubanos arrojamos tan peligrosa semilla...».

¡Fo!

Cuando yo era niño existía una broma, de pésimo gusto y peor olor, que a diferencia de la trompetilla, que afectaba solo a la persona a la que se dirigía, perjudicaba a todos. Era la flor de pedo, que por elegancia idiomática llamaremos aquí «bombita de peste».

Tres o cuatro de esas bombitas, bien aplastadas en el piso de concreto de un cine de barrio, ponían a correr al pinto de la paloma. No había forma de permanecer en la sala. El olor se adueñaba del ambiente, asfixiaba, ponía a todos al borde del vómito y se quedaba allí, flotando, durante largos minutos. Lo peor era que, aun transcurrido ese tiempo, se tenía la sensación de que uno se había impregnado de aquel olor repugnante e iría por ahí expandiéndolo. Aquello no era una broma. Era un estropicio. Ante el alboroto, encendían las luces del cine, se interrumpía la proyección de la película, y usted esperaba para volver a entrar o regresaba a su casa y perdía su dinero.

A diferencia de Enrico Caruso, a quien en 1920 pusieron aquí una bomba de verdad, aunque causó más ruido que daño, el tenor mexicano José Mojica fue víctima en La Habana de 1931 de aquellas florecitas.

Si bien la prensa se dio a hacerle imposible la vida a Mojica durante su estancia cubana, su presencia fue acogida con júbilo por el público, que lo conocía muy bien gracias a sus películas, entre ellas la titulada El precio de un beso. La noche del estreno (14 de diciembre) el Gran Teatro de La Habana estaba a reventar y el artista, al salir al escenario, fue recibido con una verdadera tempestad de aplausos. Interpretaría la Invocación del Orfeo, de Peri, la Salve Dimora del Fausto, de Gounod, la Donzella fuggie, de Cavalli... Todo iba viento en popa hasta que, desde la escena, advirtió que el público se levantaba y salía apresuradamente. Los espectadores se cubrían la nariz con pañuelos, tosían y gesticulaban. Puntualiza el tenor en su autobiografía: «Todo el recinto era bullicio y desorden. Hasta mí llegaba el picante olor de las bombas lacrimógenas». Que eran de otra cosa. Agrega: «Quince minutos se suspendió el concierto, y, con la atmósfera viciada por los gases, se reanudó el programa».

El artista ofreció seis conciertos en La Habana y otro más que fue de homenaje y despedida. Cobró mil dólares por cada uno de ellos. Cuando comparamos dicha cantidad con lo que devengan hoy los grandes tenores, aquellos mil dólares podrán parecernos ridículos. Pero era una suma exorbitante en su época. Mojica, de concierto en concierto y de película a película, se hizo millonario, hasta que, en marzo de 1943, aquel hombre hecho al calor de las ovaciones, se retiró del mundo. Se ordenó sacerdote con el nombre de fray José Francisco Guadalupe e hizo voto de pobreza. Murió en un monasterio de Perú, el 20 de septiembre de 1974, a los 79 años de edad.

Ya sabe. La trompetilla es cubana. Y hecha sonar a tiempo, decía Secades, es peor que un tiro. Expresión de un choteo que le sale al paso, desarma y le baja los humos a cualquiera. Incluso a Súper B.

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