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De todo un poco

El monumento más antiguo que se conserva en La Habana es una lápida funeraria. Se erigió a la memoria de María de Cepero y Nieto, dama principal de la ciudad, en el mismo lugar donde, según la tradición, cayó mortalmente herida en 1557, de un disparo casual de arcabuz, mientras rezaba en la Iglesia Parroquial Mayor.

Al derribarse dicho templo, en 1777, se trasladó el monumento a la esquina de Obispo y Oficios, casa solariega de los Cepero, y en 1914 pasó a formar parte de los fondos del entonces incipiente Museo Nacional. Allí estuvo hasta 1937 cuando, por iniciativa del historiador Emilio Roig, se restituyó a su lugar original, que es el que ocupa desde finales del siglo XVIII el Palacio de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad.

Se trata de una lápida pequeña, de piedra, orlada con una cruz y la cabeza de un ángel. Tiene una inscripción en latín que, traducida, dice:

«Casualmente herida por un arma aquí murió Dª María Cepero en el año de 1557. Pr. Nr. A. M. (Padre Nuestro. Ave María)».

Puente Almendares

El puente que como continuación de la Avenida 23, en el Vedado, cruza sobre el río Almendares, se proyectó en 1905, en momentos en que Emilio Núñez, general del Ejército Libertador, era el gobernador de La Habana.

La segunda intervención militar norteamericana, en 1906, impidió el comienzo de la obra. Su construcción se inició el 1ro. de diciembre 1908, siendo gobernador el general Ernesto Asbert, nombre que, en definitiva, se dio al puente.

La obra contó con un presupuesto inicial de 179 482 pesos, pero por alteraciones del proyecto, el Estado debió aportar 80 000 pesos más para concluirla.

En agosto de 1910 se autorizó a la Havana Electric a colocar en el puente una doble vía que permitiría el paso de los tranvías. La misma se mantuvo hasta enero de 1952, cuando esos vehículos dejaron de funcionar, y se procedió a pavimentar el paso.

En 1921 se había inaugurado, también sobre el Almendares, el puente de Pote, que enlazó al Vedado con la Quinta Avenida de Miramar.

Crecía la ciudad

La Habana crecía hacia el oeste y para facilitar su expansión se imponía vencer los obstáculos naturales que la frenaban.

El centro histórico habanero se poblaba cada vez más. Proliferaban las casas comerciales, las oficinas y los almacenes. Sus calles se hacían demasiado ruidosas y transitadas. Ante el deterioro de la zona más céntrica de la capital, las familias de mayores recursos buscaron otros sitios donde asentarse. El Cerro gozó de preferencia en determinado momento, pero ya desde fines del siglo XIX la aristocracia y la burguesía cubana emigraron hacia el Vedado.

Nuestros más connotados arquitectos no cesan de elogiar las virtudes de esa barriada, uno de los grandes logros del urbanismo moderno. Se le pondera como ejemplo de urbanización coherente y se resalta su ordenamiento vial jerarquizado y sus normas estrictas en cuanto a la subdivisión de las manzanas. Allí se radicaron muchos de los nuevos políticos y generales y altos oficiales del Ejército Libertador cuando recibieron la cuantiosa paga que les reportó el licenciamiento. El período conocido como de las Vacas Gordas o Danza de los Millones permitió la construcción de grandes y fastuosas mansiones en la barriada. Pero, como advirtió el historiador Carlos del Toro, los intentos de lograr una estricta segregación social y arquitectónica no se consiguen plenamente en el Vedado, donde lujosos palacios y elegantes mansiones coexisten con precarias viviendas de madera y casas de vecindad.

Se hacen necesarias entonces para los más ricos nuevas zonas de expansión. Muchos se trasladan a otras urbanizaciones: Miramar, Country Club, La Coronela, Barandilla, Kholy... No bastaban los nuevos repartos. Había que garantizarles un acceso rápido. Eso explica el por qué de los puentes sobre el Almendares. Pote, sobrenombre del millonario José López Rodríguez, fue uno de los urbanizadores de Miramar.

Las tres C

La conexión Vedado-Miramar benefició asimismo a las más elitistas instalaciones recreativas de la burguesía: el Habana Yacht Club, fundado en 1886, y el Country Club de La Habana, fundado en 1911.

Facilitó además, dice Carlos del Toro, el enorme negocio del triunvirato de Las Tres C (José Manuel Cortina-Carlos Miguel de Céspedes-Carlos Manuel de la Cruz) que proyectaron la urbanización de la playa de Marianao, y la construcción del parque de diversiones del Connie Island y, en el área costera, del balneario de La Concha. Para usar de esta instalación recreativa no era necesario, como en las otras, gozar de la condición de socio. Simplemente se abonaba la entrada. Se trata de un edificio muy bello y funcional construido a la vera de la mejor de las playas de la zona; un balneario que se mantuvo durante décadas en la preferencia de los bañistas. Allí surgió ese célebre coctel que es el mojito criollo.

Aparte de la de Las Tres C, otra compañía urbanizadora beneficiada con los puentes fue la del Country Club Park. Apunta Del Toro en su libro La alta burguesía cubana; 1920–1958, que a fines de la décadas de los 50 los representantes del poder político y económico de la República concentraban sus residencias en el Country Club, Miramar, Kholy, Biltmore y Alturas de Almendares, mientras que otros no menos ricos y poderosos seguían viviendo en el Vedado, quizá por sentido de pertenencia o espíritu tradicionalista. Nunca se fue del Vedado, por ejemplo, Juan Gelats (17 y H), propietario del banco de ese nombre y banquero del Vaticano en Cuba. Ni los descendientes de Laureano Falla Gutiérrez (17 e I). Agustín Batista, presidente del Trust Company of Cuba, entidad que operaba con un capital de casi 300 millones de pesos, nunca salió del Vedado. Vivió en el Hotel Paseo, cuando todavía era un lujoso edificio de apartamentos, y luego en B y 13, donde murió.

Pero las agencias inmobiliarias acudían a los argumentos más disímiles para atraerse a la clientela. Por un lado, estimulaban en los compradores potenciales el orgullo clasista, y, por otro, negaban públicamente y sin recato todo valor a lo que ofrecían sus competidores.

Así se ve claramente en anuncios de la época, como en el que sigue.

Country Club 1918

«El representante de este bello reparto, que será para los habaneros lo que el famoso Lenox Park, Tuxedo Park y otros parques de residencia son para la high-life norteamericana, ha puesto a la venta la segunda mitad de estos pintorescos terrenos.

«Los lotes de la primera parte se han agotado por completo, figurando entre sus compradores lo más selecto de nuestras primeras familias, como son los Arellano, Arenal, Lobo, Moré, Blanco Herrera, Suero, Bernal, Castelló, Crusellas, Delgado, Longa, Orr, Pantin, Freyre de Andrade, Galván, Silva, González de Mendoza, de Sola, Tolón, Villalón y otros muchos.

«Cualquiera puede decir: Yo vivo en el Vedado. Pero no todos podrán decir: Yo vivo en el Country Club».

Cuadrados del Malecón

Dice Eduardo Robreño en su libro Cualquier tiempo pasado fue... que cuando ocurre un ras de mar es por la calle Galiano donde primero penetra el agua debido a un desnivel bastante profundo que existe en dicho lugar. Sin embargo, cuando el ciclón del 26, el agua llegó, por Prado, hasta la calle Colón. Y cuando el ciclón del 19, llegó, por Campanario, hasta la calle Ánimas, con la consiguiente alarma del vecindario.

De los cuadrados que tiene el Malecón, el comprendido entre las calles San Nicolás y Manrique es por donde más fuerte baten las olas a causa de lo bajo del muro y del pequeño espacio que ocupan los arrecifes.

El muro del Malecón que empieza en la calle Lealtad es más bajo que el resto.

Plaza de Armas

A fines del siglo XVI, anota José María de la Torre en su libro La Habana antigua y moderna, la Plaza de Armas de plaza solo tenía el nombre. Pero fue «el centro de donde irradió» la ciudad. La realzaron las edificaciones que en las postrimerías del XVIII se alzaron en torno a ella: el Palacio de los Capitanes Generales y la Casa del Intendente o del Segundo Cabo. Gobernadores como los marqueses de la Torre y de Someruelos, y Juan Ruiz de Apodaca y Francisco Dionisio Vives acometieron obras que la embellecieron.

La Plaza de Armas, sin embargo, cayó en total abandono en los años finales de la dominación española en Cuba. Dejaron de tener lugar allí, por la guerra, las concurridas retretas nocturnas, y los habaneros no la frecuentaban como lugar preferido para el esparcimiento.

La situación se agudizó en los años de la primera ocupación militar norteamericana. Leonard Wood, uno de los gobernadores intervencionistas, mandó a retirarle los bancos. Sucedía que los jornaleros del puerto y empleados de establecimientos cercanos esperaban allí la hora de empezar a trabajar. Sus conversaciones impedían el sueño del procónsul, que gustaba de dormir la mañana. Y la Plaza de Armas perdió con sus bancos su condición de bello rincón colonial.

Digamos de paso que entre 1898 y 1902, el tiempo que duró la primera intervención, solo se construyó en La Habana un edificio público, el destinado a la Escuela de Artes y Oficios, en la calle Belascoaín.

Hubo que esperar a 1926 para que se acometiera la restauración del Palacio del Segundo Cabo. Al año siguiente se restauró El Templete, y en 1930, el Palacio de los Capitanes Generales.

En esa fecha el Palacio del Segundo Cabo daba albergue al Senado de la República, y cuando el Senado se instaló en el Capitolio, funcionó en ese edificio el Tribunal Supremo de Justicia. El Palacio de los Capitanes Generales lo ocupaba entonces el Ayuntamiento de La Habana. Esa entidad, mientras se prolongaron los trabajos de restauración, se trasladó para los ya inactivos locales de la Cárcel, en el extremo más cercano al mar del Paseo del Prado.

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