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¡Jaque doble!

José Raúl Capablanca casi nunca hablaba de ajedrez. Su cultura general era tan vasta que le permitía abordar con agudeza y fluidez los temas más variados y seguir inteligentemente el tópico que esbozara su interlocutor, por difícil que fuera. Era, sin embargo, un mal conferenciante: reducía sus expresiones a términos esenciales porque suponía, equivocadamente, que los demás seguían el curso de su pensamiento. No fue nada disciplinado como deportista y su estilo de vida giraba en sentido inverso al del resto de los mortales: se iba a la cama cuando los demás se disponían a levantarse y desayunaba a la hora del almuerzo. Llegó a ganar unos 25 mil dólares al año, cifra no alcanzada por ningún otro maestro en su época. Como nunca necesitó molestarse ni esforzarse para llegar a ser lo que fue, se le considera el ajedrecista más grande de todos los tiempos. En efecto, como afirmó el maestro Mijail Botvinnik, no se puede comprender el mundo del ajedrez sin mirarlo con los ojos de Capablanca.

Parece que no tuvo nunca un juego de ajedrez propio que valiera la pena. Eso se desprende de una información que apareció en el British Chess Magazine, en mayo de 1941, a menos de un año de su muerte.

Preparaba el campeón la edición de su libro Chess Fundamentals y un jugador famoso le ayudaba a revisar las pruebas de imprenta del volumen. Con ese propósito lo visitaba todas las tardes y discutían sobre la posición y el movimiento de las fichas esbozados por Capablanca en cada una de las propuestas contenidas en la obra y cómo quedaban atrapadas en el papel. Lo hacían «en seco»; nunca ante un tablero. En una ocasión, sin embargo, al compañero de Capablanca se le hizo difícil comprender determinada propuesta de este y al maestro no le quedó otro remedio que buscar un juego de ajedrez para mostrar, en vivo, la jugada.

El famoso colaborador de Capablanca se emocionó. Después de tantas y tantas visitas, vería al fin el juego de ajedrez que el cubano utilizaba en su intimidad, aquel donde estudiaba y planeaba sus jugadas sensacionales. En su entusiasmo llegó a imaginarlo de marfil y brillantes...

Volvió Capablanca al salón. Por tablero traía el pedazo de una tela a cuadros, parte posiblemente de algún mantel, cortado con descuido y deshilachado. Las piezas eran más decepcionantes aún. De diferentes colores y estilos, todas parecían provenir de juegos diferentes, salvo las torres blancas, casi iguales, ya que el maestro las suplía por dos terrones de azúcar.

¡Se cree que soy bobo!

Una tarde de diciembre de 1894 llegó José Raúl Capablanca, de la mano de su padre, al Club de Ajedrez de La Habana. Vestía el niño un trajecito blanco con una cinta amarilla ancha en la cintura y lucía un lazo en la cabeza que le recogía los bucles.

Aquella tarde visitaba el círculo ajedrecístico el ilustre maestro polaco Juan Taubenhaus, a la sazón campeón de Francia, y todos los presentes se apresuraron en hablarle sobre la buena mano y la inteligencia prodigiosa que ante el tablero evidenciaba aquel chiquillo de seis años de edad. Taubenhaus no creyó palabra de cuanto le decían o lo creyó a medias y para cerciorarse invitó a jugar al cubanito, concediéndole la dama de ventaja.

La partida se enredó a las pocas jugadas. Taubenhaus, para aligerar la tensión o tal vez para invocar la buena suerte, daba vueltas sin cesar a la sortija que usaba en el dedo índice de su mano derecha y sus jugadas se hacían lentas y complicadas. Cada vez requería el maestro polaco de más tiempo para pensar, mientras que José Raúl hacía las suyas con una celeridad vertiginosa.

Tendía Taubenhaus ingeniosas celadas y hacía difíciles combinaciones de doble efecto. José Raúl las descubría y reía con estrépito.

—¡Se cree que soy bobo! —expresaba y añadía frases picantes que exasperaban a su rival, cada vez en situación más desventajosa.

La partida se hizo insostenible. Taubenhaus, ya irremediablemente perdido y sin alternativa alguna, hizo un movimiento falso con una torre para ver qué se le ocurría al niño.

José Raúl no pudo ya contenerse. Como tocado por un resorte eléctrico se puso de pie sobre su silla, apoyó una rodilla en la mesa y con un caballo en la mano gritó: ¡Jaque doble! Y sin esperar más, sabiendo derrotado a su contrario, salió disparado y se puso a correr por el salón.

Taubenhaus sonrió y, puesto de pie, abrió el coro de aplausos con que los presentes en el círculo celebraron al cubanito que acababa de derrotar al campeón de Francia, y el acaudalado Enrique Conill ordenó champán para todos.

Tiempo después volvieron a encontrarse. Capablanca, ya con 23 años, pasaba por París, luego de salir vencedor en el célebre torneo de San Sebastián. Con orgullo, Taubenhaus declaró entonces que él había sido el único maestro que, aunque sin éxito, se había enfrentado al portentoso ajedrecista cubano dándole la dama de ventaja.

Otro destino

De haber seguido los consejos y orientaciones de su padrino, Capablanca hubiese sido administrador de un central azucarero. Al mismo tiempo en que se dispuso a costear sus estudios de Ingeniería Química en la universidad norteamericana de Columbia, Ramón San Pelayo exigió a su ahijado que abandonara para siempre el mundo del ajedrez. Lo quería al frente de uno de sus ingenios, decisión esta que mal que bien fue acatada por el padre del ajedrecista, que no quiso que su vástago desperdiciara aquella oportunidad.

Capablanca, ya en EE.UU., no cumplió su promesa y, aunque obtenía altas notas en sus estudios universitarios y su nombre figuró incluso en el cuadro de honor de los mejores alumnos durante 1906 y 1907, Pelayo le retiró su ayuda económica y ordenó que se le entregara lo justamente necesario para el pasaje de regreso.

Sin apoyo de ningún tipo y en un país extraño, insistió Capablanca en continuar sus estudios. Para sufragarlos vendió parte de su ropa, escribió para periódicos y revistas artículos que casi siempre le rechazaron y llegó incluso a aceptar el contrato que le propuso un club profesional de béisbol. No jugaba nada mal a la pelota... Contaba además con los pequeños premios que se ofrecían a los vencedores en los torneos-relámpago. Sin embargo, dicen sus biógrafos, le faltaba experiencia en la dura escuela de la vida para pelearla desde abajo. Se dice también que de haberle comunicado a su padrino su intención de rectificar, todo habría vuelto a ser como antes, pero «Capablanca era demasiado orgulloso para pedir clemencia y no estaba dispuesto a prometer algo que no iba a cumplir después».

Como a un héroe

Ya en 1909 gozaba Capablanca de una popularidad enorme en EE.UU. y la reafirmó con su victoria sobre Frank J. Marshall, el campeón nacional de ese país y uno de los jugadores más brillantes y completos que se recuerde; un match asombroso de ocho victorias y una derrota que demostró ampliamente su calibre. El maestro norteamericano pensó que enfrentar a Capablanca sería un paseo, la posibilidad, bien pagada además, de «hacer una fácil y breve demostración objetiva de la diferencia que existe entre un gran maestro y un buen aficionado». Se equivocó. Sobre ese encuentro, diría después el cubano: «Jugué con Marshall sin conocer la teoría de las aperturas ni consultar ningún libro. Todo mi caudal teórico era lo aprendido en la práctica y de oídas. La victoria me situó de repente en el grupo de los maestros de nota».

Decidió entonces Capablanca regresar a su tierra luego de seis años de ausencia. En el canal de entrada de la bahía habanera numerosas embarcaciones pequeñas se situaron a los costados del vapor que lo traía. Desde estas lo saludaban y lanzaban voladores numerosas personas, entre las que reconoció a sus padres. Los barcos surtos en puerto hicieron sonar sus sirenas y en el muelle la banda del municipio acometió las notas del Himno Nacional. No era todavía el campeón del mundo, pero ya Cuba lo saludaba como a un héroe.

Alekhine-Capablanca-Euwe

Alexander Alekhine arrebató a Capablanca la corona del mundo y durante años se las arregló para evadir la revancha y, en definitiva nunca se la dio. En 1935 ocurrió algo insospechado. El gran maestro holandés Max Euwe derrotaba a Alekhine y se adjudicaba el título supremo por un punto de ventaja. Fue ciertamente un reinado efímero —hasta 1937— y además muy discutido.

Alekhine jugó bajo una tremenda presión nerviosa y no parece que hubiera acudido sobrio a todas las partidas. Capablanca se beneficiaba con su derrota. Aun así comentó que en el encuentro Alekhine-Euwe sucedieron cosas que no se concebían que pudieran ocurrir en el ajedrez.

Euwe, por supuesto, no era cualquier cosa. Tenía fama de ser uno de los investigadores más acuciosos y científicos del ajedrez de su tiempo. En 1928, después de haber jugado una célebre quinta partida contra Bogoljubow, en el torneo de La Haya, descubrió una nueva modalidad para una variante antiquísima y la estudió y practicó durante largos meses, con todas las combinaciones razonables y posibles. Solo restaba que un contrincante, con su apertura, le diera la oportunidad de ejecutarla.

Fue precisamente Capablanca quien le dio ocasión para ello, en el Club de Ajedrez de Londres. A las 36 jugadas, por su posición y con dos peones de ventaja, Euwe parecía vencedor. Cuando se selló la partida, Capablanca estaba en una situación extremadamente crítica. Apuntó el cubano la jugada con la que reanudaría el juego al día siguiente y la dio a guardar al director del torneo. Menos de cinco minutos pensó nuestro compatriota antes de hacer su apunte. Los expertos que rodeaban a los dos jugadores no veían solución alguna y, sin vacilar, proclamaban ganador a Euwe. El holandés había hecho, aseveraban, una partida brillante y perfecta.

Al día siguiente se abrió el sobre que contenía el apunte de la jugada de Capablanca y se reanudó el partido. El cubano sacrificaba la reina y en un decir amén acababa con su adversario, al que obligó a rendirse, por mate en menos de cinco jugadas.

Euwe ni los consumados jugadores que seguían la partida imaginaron la magistral salida del cubano. Nadie volvió a acordarse de la modalidad tan largamente estudiada por Max Euwe.

Reconocimiento eterno

Entre 1916 y 1925 José Raúl Capablanca no perdió un solo juego. Incluso en la simultánea de Cleveland (1922) donde jugó contra 102 tableros, hizo una tabla, pero no perdió ninguna partida. En 1921, en La Habana, frente al doctor Emmanuel Lasker ganó la corona del mundo cuatro a cero, récord no igualado, hasta entonces al menos, en los campeonatos de ajedrez. A los 12 años de edad se había ceñido la corona de Cuba frente al maestro Juan Corzo, pero desde el año anterior se le consideraba un jugador de primera clase. Tenía cuatro años cuando derrotó por primera vez a su padre. Nadie lo enseñó a jugar ajedrez. Aprendió solo; le bastó ver cómo lo hacían sus mayores. El 9 de marzo de 1942, un día después de su muerte, en Nueva York, Marshall declaraba a la prensa: «Los siglos venideros no podrán olvidar su nombre, sus libros, sus anécdotas ni su juego y este será el eterno reconocimiento de su gloria».

(Fuentes: Textos de Víctor Muñoz, Juan M. Pérez-Boudet y Miguel A. Sánchez)

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