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El asesino Eyraud

Una detención espectacular tuvo lugar en mayo de 1890 en una Habana todavía estremecida por la catástrofe de la ferretería de Isasi. El francés Michel Eyraud, buscado por la policía de varios países por un asesinato que cometió en París, era apresado en las inmediaciones de la Plaza del Cristo apenas una semana después de su segundo arribo a la capital cubana. Ya en el calabozo, declaraba a la prensa: «Todo no ha sido más que por haber amado demasiado a las mujeres... Nadie sabe a dónde nos puede arrastrar una mujer».

La noche de su captura, Eyraud fue reconocido en un prostíbulo de la calle Teniente Rey por un francés alto y de barbas blancas que dio cuenta del hecho a agentes del orden público apostados en Lamparilla y Villegas.

—Vengan, el asesino del notario, el del muerto dentro del baúl, está allí; corran... —les dijo de manera atropellada.

No lo encontraron ya en el burdel, pero los celadores municipales y varios serenos de la zona, por orden del jefe de la Policía, permanecieron alertas pese a que se sospechaba que habría podido salir de la ciudad con destino a Matanzas. Las autoridades temían que intentara asesinar al matrimonio Pucheu, propietarios de la tienda de Sedería y Modas, y a su empleada, que lo habían denunciado. Conversaban varios guardias en las inmediaciones de la iglesia del Cristo cuando un hombre que caminaba en dirección a la calle Compostela les dio las buenas noches. Su acento les llamó la atención y lo interceptaron. Apenas le dieron tiempo de hablar. Uno de los guardias se le echó encima y otros le sujetaron los brazos. Llevaba un revólver al cinto y lo desarmaron sin advertir el puñal que ocultaba en los faldones del chaquet. Con él se inferiría varias heridas camino a la Jefatura. Ya allí confesó al juez de instrucción que siempre había pensado en suicidarse en el momento en que lo detuvieran.

El crimen no paga

Eyraud se definía como un hombre perdido por las mujeres. No solo le gustaban demasiado, sino que habían terminado por desplumarle su cuantiosa fortuna. «Dinero, juventud, honor... todo lo he perdido por ellas y ahora voy a perder la vida, pero no lo siento...», repetía ya en la cárcel a cuantos quisieran escucharlo.

Nadie supo nunca si eran ciertos aquellos tres millones de francos que decía haber dilapidado entre sábanas propias y ajenas. La verdad es que un día comentó con su amante, una mujer bonita a la que tranquilamente doblaba la edad, que tenía preparado un golpe que lo haría entrar en dinero. Le presentaría a Gouffé, escribano y notario, a quien ella debía sonsacar. Ella obedeció y lo invitó a su casa, donde ya Eyraud había dispuesto su aparato de muerte: una cuerda con un lazo corredizo y una alcayata en el techo por donde pasó la soga. Hizo la muchacha entrar en su habitación a Gouffé y se tendió, descuidada, sobre el lecho, mientras que él tomaba asiento en una butaca cercana. Entonces Eyraud, que permanecía oculto, le pasó el lazo por el cuello y tiró de la cuerda. Como el notario no acaba de morir, lo remató con sus manos.

La víctima tenía 150 francos en el bolsillo y las llaves de su bufete. El asesino lo despojó de todas sus ropas y lo metió en una maleta. Al día siguiente, Eyraud y su amante, con la maleta a cuestas, abordaron el tren con destino a Lyon. Descendieron en Millery y dejaron la maleta abandonada al borde de la vía férrea. Regresaron a pie a la estación y tomaron un tren para Marsella. Viajarían a Inglaterra desde donde se trasladaron a América con el dinero que les envió un hermano de Eyraud. Porque aparte de aquellos 150 francos y la sortija del notario, nada más reportó el crimen. Antes de salir de París, el asesino había registrado el bufete de Gouffé. Nada de valor guardaban sus estantes y escritorio.

Quizá el nombre del asesino de Gouffé hubiera demorado en saberse. Tal vez no se habría sabido nunca si la muchacha no lo denuncia. Porque en Nueva York se rompieron las relaciones entre Eyraud y su amiga, a quien hacía pasar en los hoteles y posadas como su hija, y el nuevo amante de la muchacha, a quien ella terminó por contarle toda la historia, la convenció de que regresara a París y se presentara a la Policía. A partir de ahí comenzó para Michel Eyraud su cuenta regresiva.

El vestido turco

El francés llegó a La Habana el 14 de mayo y se alojó en el hotel Roma, al final de la calle Teniente Rey. Un establecimiento recién remozado entonces, dotado de luz eléctrica y con habitaciones frescas y suntuosamente amuebladas. De los mejores de la ciudad por las facilidades que garantizaba a sus huéspedes y lo céntrico de su ubicación. Se registró con el apellido de Dosski y como oriundo de Polonia. En nada difería su comportamiento con el del resto de la clientela, salvo su parquedad. Lo ubicaron, a su requerimiento, en una habitación con vista a la calle, la número 17. Desde su ventana podía espiar el Consulado francés.

Comió en el hotel durante los primeros días, pero luego comentó con Juan Peppo, su propietario o encargado, que no seguiría abonándole las comidas porque de manera invariable estaba invitado a hacerlas en casa de amigos. En verdad, no andaba muy largo de fondos y fue con el propósito de conseguir algún dinero que visitó por primera vez, en febrero, al señor Pucheu, de Sedería y Modas. Quería venderle al tendero una alfombra persa y un traje turco de señora para procurar fondos con que regresar a México. El tendero rechazó el tapiz, pero pagó cuatro centenes por el traje. Algo, no se sabe qué, dijo a la esposa de Pucheu que aquel visitante que se presentó como comisionista de la casa Dulaunay, de París, era el buscado Michel Eyraud. Solo se trataba de una intuición y el matrimonio no le dio importancia. Pero días después, sin embargo, se enteraban por un periódico de Nueva York que el asesino, ya seguido por la Policía norteamericana, había salido de esa ciudad luego de sustraer un traje turco de señora a un conocido ocasional. Aun así, los Pucheu no dieron cuenta de su descubrimiento.

Volverían a encontrarse. El sábado 17 de mayo, el mismo día de la explosión en la ferretería de Isasi, el tendero se lo topó en la puerta de su establecimiento. Lo invitó a entrar. Conversaron durante un buen rato y aquel hombre, aparentemente parco, habló hasta por los codos y las contradicciones en que incurrió acrecentaron la certeza de Pucheu y su señora. Lo invitaron a que los visitara otra vez y entonces una modista de la casa se prestó a interrogarlo de manera desganada y como al descuido, sin mirarle la cara, mientras que el tendero reparaba en sus reacciones. Ante cada pregunta, Eyraud palidecía, no lograba contener el temblor de sus manos y se tornaba más evasivo y ensimismado. Quiso él cambiar la conversación y habló acerca del calor horrible que se sentía en La Habana.

—Hay tanto calor aquí que los asesinos, para pagar su crimen, tendrían pena suficiente con sufrirlo —aseveró. Respondió la señora Pucheu:

—Sí, es preciso haber cometido un asesinato para venir a esconderse a La Habana.

¿Habrá en el Consulado francés fotos del asesino?, inquirió la modista. Y volvió a la carga: ¿Nos las enseñarán si vamos a verlas? No hizo falta que las vieran en el Consulado. El mismo Eyraud se las enseñó horas después, cuando coincidieron en el Parque Central. Habían aparecido en un periódico francés.

—Vean a la señorita Gabriela Bompart, la amante de Eyraud... es feísima; no tiene nada de particular. Y he aquí al criminal. Miren ustedes qué ojos de canalla tiene...

La esposa del tendero no pudo contenerse. Clavó la mirada en los ojos de su interlocutor y expresó:

—Efectivamente, tiene ojos de canalla.

Eyraud se despidió de prisa con el pretexto de que regresaría al café El Louvre a devolver el diario. Los Pucheu y su empleada decidieron no esperar más y acudir al Consulado francés a denunciarlo.

El cónsul no los tomó muy en serio, pero pasó el dato a la Policía. Eyraud, desde la ventana de su habitación en el hotel Roma, vio a los dueños de Sedería y Modas y a su empleada entrar y salir del Consulado y supo lo que habían hecho. No demoró en abandonar el hotel con su equipaje. Pasaría, dijo en la carpeta, una temporada en La Chorrera. En realidad, aunque no estaba en sus planes salir de La Habana, sacó pasaje para Matanzas.

Necesito dinero

El asesino tenía otra espina molesta en Cuba, además de los tenderos. Un compatriota de apellido Gautier, destilador de oficio que lo conocía íntimamente y que podía dar fe de su identidad real si caía en manos de la Policía. Lo de los Pucheu no era en definitiva más que una suposición, sin valor legal alguno, pero Gautier sí podría ofrecer un testimonio atendible. Tendría que eliminarlo. Después decidiría si eliminaba asimismo a los tenderos y a su modista. Luego la Policía, en virtud del pasaje que había sacado, lo buscaría por Matanzas y tal vez un poco más allá, mientras que él permanecía oculto en La Habana en espera de la oportunidad que le permitiera poner mar por medio.

Vio a su antiguo amigo en el Parque Central. Esperó y lo siguió San Rafael arriba, hacia Galiano. No había andado mucho cuando Gautier sintió que le rozaban suavemente el hombro.

—¿No me conoces, Gautier?

—No.

—Sí, tú me conoces. Soy Eyraud. Vamos a un sitio apartado donde podamos conversar.

—No, nos quedaremos aquí. En esas calles oscuras matan a cualquiera —dijo el licorero con toda intención. Por suerte para él una multitud de paseantes invadía el tramo comprendido entre El Louvre y Galiano. Eyraud habló en voz baja, pero con firmeza.

—Necesito que te calles la boca. Necesito dinero. Hoy me han denunciado, pero no me voy a dejar agarrar de mansa paloma. Dime el horario de los trenes, porque voy a salir de La Habana.

Gautier respondió con evasivas. Le informó de los horarios que conocía, pero no, dinero no podía prestarle; no lo tenía. Un grupo numeroso de paseantes que buscaba el Parque Central se aproximó a los dos hombres. Eyraud quiso retener a su compatriota, pero Gautier se mezcló con los caminadores. De prisa, volvió sobre sus pasos, llegó al Paseo del Prado y atravesó en zigzag el Parque. Vería al cónsul francés.

Ya en la Cárcel de La Habana, Michel Eyraud se lamentaba por la mancha que había arrojado sobre su esposa y su hija y por la suerte de su cuñado al que, siendo inocente, la Policía consideró su cómplice. Acaso recordara la provocativa belleza de Gabriela Bompart, la amante y cómplice que terminó denunciándolo. Pero ya nada le importaba, decía. «¡Ah, las mujeres! ¡He gozado tanto con ellas. Solo el que no haya sido nunca víctima de pasiones violentas no podrá jamás comprenderme», repetía. Un día, como un fardo, le introdujeron en un barco con destino a Francia. Allí pagó su crimen.

(Fuentes: A través de la vida, de Julián del Casal, y reportes del diario habanero La Discusión)

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