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Se hizo la luz

A las 12:30 de la noche del 22 de febrero de 1889, los habaneros fueron testigos de un hecho inusitado y extraordinario. Por primera vez se encenderían las lámparas de arco voltaico o eléctrico instaladas poco antes en el Parque Central. Sería solo una prueba, pues el nuevo sistema de iluminación comenzaría a funcionar pocos días después y beneficiaría también el parque de Isabel la Católica, situado frente a la estación de ferrocarril de Villanueva, en el área que ocupó después el Capitolio.

Las viejas farolas de gas, que hasta entonces iluminaron dichos lugares, no serían retiradas, sino que coexistirían con las lámparas de arco eléctrico. El gas seguiría iluminando la mitad del parque de Isabel la Católica y podrían constatarse de esa manera, se decía, las ventajas de la novedosa técnica y compararlas con la vieja. De todas maneras las luces eléctricas no permanecerían encendidas durante toda la noche, sino solo desde el oscurecer hasta las doce.

La decepción sobrevendría en poco tiempo. El apagón llegó tres días después al dañarse el generador eléctrico de corriente alterna marca Westinghouse que alimentaba las lámparas de arco. Habría que sustituirlo, en definitiva, por otro de corriente directa que resultaba más apropiado para el nuevo sistema.

Como resultado de los cambios se estableció un sistema híbrido para el alumbrado habanero, cuya central termoeléctrica, la primera en Cuba, se instaló en la antigua fábrica de gas de Tallapiedra, a orillas de la bahía. Junto a los nuevos dinamos para las lámparas de arco, se montaron allí los alternadores Westinghouse originales, ahora dedicados por completo a los circuitos de bombillas incandescentes que se utilizaban fundamentalmente en la iluminación de interiores, escribe el Doctor en Ciencias José Altshuler, autor principal del libro Una luz que llegó para quedarse, publicado en 1997 con el auspicio de la Oficina del Historiador de la Ciudad.

Esos fueron, añade el reconocido investigador, los modestos comienzos de la electricidad en la capital desde que en 1877 el catalán José Dalmau, pionero de la luz eléctrica en España, llegó a La Habana con la intención de introducir un sistema de alumbrado desarrollado en Francia y cuya representación comercial ostentaba.

Primer establecimiento

Hizo Dalmau aquí varias demostraciones de aquella maravilla de la técnica, como le llamaron no pocos cubanos de entonces y que la vieron como la posibilidad real de sacudirse de la férula de la iluminación por gas, que no solo era cara, sino que dañaba además los ojos y las vías respiratorias de los que la utilizaban. Poco convincentes resultaron, sin embargo, para la mayoría las exhibiciones de luz eléctrica industrial que realizó el catalán, pues no pudo disponer de una máquina de vapor con capacidad suficiente para impulsar el generador dinamoeléctrico Gramme que debía alimentar la lámpara de arco que utilizaba.

Eso no fue obstáculo, sin embargo, para que un comerciante también apellidado Dalmau (o Dalmao) abriera en La Habana el primer establecimiento que se dedicó en la Isla a la venta e instalación de equipos de iluminación eléctrica y que, dice Altshuler, tal vez se relacionara con las luces de arco voltaico que por aquella época se colocaron en algunos centrales azucareros.

Algo sí se sabe con certeza, precisa Altshuler. Entre 1882 y 1885, Dalmau o Dalmao dotó a una fábrica de chocolates de La Habana Vieja de un sistema de alumbrado que se basaba en las bombillas incandescentes de J. W. Swan.

Ya para entonces, investigadores y fabricantes trabajaban en distintos países con la finalidad de alargar la vida útil de esa fuente de luz eléctrica y ganar el favor del mercado. En septiembre de 1882 se ponía en funcionamiento, en Nueva York, la primera central del sistema de Thomas Alba Edison, creador de la lámpara incandescente con filamento de bambú carbonizado. Sistema que era conocido por los cubanos desde el mes de mayo cuando su variante en pequeña escala comenzó a exhibirse en el café del Louvre, en la céntrica esquina de Prado y San Rafael.

José Martí, en una visita al Teatro de la Ópera de París, tuvo la oportunidad de apreciar y comparar varios de esos sistemas y dejó su criterio en una crónica que dio a conocer en el periódico La Opinión Nacional, de Caracas, el 15 de noviembre de 1881.

Decía Martí:

«En la augusta sala del teatro, espaciosa y solemne, vestida de oro, reflejaban su luz viva las lámparas de Swan. Las de Edison y Maxim iluminaban el foyer majestuoso, los pulidos pavimentos, las altas paredes, los ricos tapices. En el vestíbulo y balcones lucían las lámparas Jablochkov, tenidas poco ha por cosa maravillosa, y hoy apagadas y vencidas por los radiantes y cegadores sistemas nuevos. Dañoso a los ojos por el choque de las diversas luces, pareció a los concurrentes el colosal teatro».

Los habaneros no parecieron sacar una buena impresión del alumbrado incandescente de Edison, comenta Altshuler. Eso obedeció quizá a que se habían acostumbrado a identificar la iluminación eléctrica con la luz cegadora del arco voltaico. Una conjetura muy razonable, precisa el investigador, si se tiene en cuenta que un mes antes de aquella exhibición en el café del Louvre se había expuesto, con carácter experimental en un establecimiento comercial de la calle Obrapía, una instalación de cuatro luces del sistema Brush, uno de los mejores, si no el mejor, en lo relativo a la iluminación por arco voltaico.

Mientras tanto, el gas continuaba dominando la escena. Desde 1844 lo producía la Compañía Española de Alumbrado de Gas. Bien pronto extendió esta entidad sus servicios. Un año después la llama del gas alumbraba ya la calle Salud, y en 1855, refiere el memorialista Sergio San Pedro del Valle, llegaba a la esquina de Tejas, sitio considerado lejano en La Habana de la época.

Y antes del gas, ¿qué?

Los primitivos habitantes de Cuba se alumbraron con teas y antorchas; obtenían fuego mediante la frotación de maderas resinosas. El cocuyo fue para ellos otro surtidor de luz. Relata el cronista López de Gomara, en su Historia general de las Indias (1552) que, alumbrados por cocuyos, los aborígenes hilan, tejen, cosen, pintan, bailan y cazan de noche. Los llevan atados al dedo pulgar de los pies y en las manos...

Los primeros colonizadores debieron seguir valiéndose de esos recursos para alumbrarse. Pero esa manera fue haciéndose cada vez más obsoleta y marginal a medida que se introducían en la Isla otras modalidades de alumbrado. Un testimonio de 1595 refiere que las familias se alumbraban con velas de sebo, abundantes en el país, mientras que los ricos preferían velones traídos de Sevilla y que alimentaban con aceite de oliva. Añade el testimoniante que después de que caía la noche, nadie salía a la calle y que el que tenía que hacerlo con urgencia se hacía acompañar de hombres con armas y linternas a fin de protegerse de los perros jíbaros que vagaban por la ciudad y de los negros cimarrones que buscaban comida en la zona poblada.

El velón era una lámpara metálica portátil que disponía de un depósito para el combustible. Ese depósito se mantenía fijado a una varilla vertical que lo atravesaba y que terminaba, por debajo, en un pie, y, por arriba, en un asa. El depósito estaba provisto de una, dos o tres boquillas para igual número de mechas y constaba de un espejo que evitaba el deslumbramiento de quien lo usaba y permitía dirigir la luz en el sentido que se quisiera.

Asegura Altshuler que la vela se desarrolló después de la lámpara de aceite y que, aunque ambas daban menos luz que la tea y la antorcha, terminaron imponiéndose a aquellas antiquísimas fuentes porque no requerían de lugares especiales dentro de los locales, mantenían una llama más estable y podían trasladarse con mayor facilidad. Pronto se encontró la manera de que la lluvia y el viento no apagaran sus llamas y se pusieron dentro de cajas con ventanas transparentes o translúcidas. Surgían así los faroles y las linternas que conformaron poco a poco el alumbrado público en calles y plazas.

Aparece el sereno

Escribe el historiador Jacobo de la Pezuela, autor del Diccionario Geográfico, Estadístico e Histórico de la Isla de Cuba, que la capital cubana no conoció de ningún alumbrado regular hasta mediados del siglo XVIII. En 1787 el gobernador José de Ezpeleta estableció las bases de un mezquino alumbrado público. Fue el primer intento, si bien desde mucho antes reiteradas órdenes de las autoridades coloniales obligaban a los vecinos pudientes, dueños de casas de mampostería, a mantener encendidos un farol o una linterna en la fachada de sus moradas, obligación de la que quedaban relevados en noches de luna.

El alumbrado dispuesto por Ezpeleta, dice Altshuler, se reducía a una farola de vidrio en cada cuadra o manzana. Esto, aunque debió mejorar la circulación nocturna, siguió obligando a los caminantes a portar sus propios medios de iluminación. Era costumbre entonces que los esclavos alumbraran el paso de sus amos. En 1809, el marqués de Someruelos, a la sazón gobernador de la Isla, imponía medidas extremas. Prohibió que los carruajes circularan cubiertos después del toque de las oraciones y dispuso que, dadas las once, solo se pudiera andar en la calle si se portaba un farol y se hacía por una razón urgente o de peso. Las personas de distinción, con el vestuario correspondiente a su estado y clase, quedaban eximidas del farol, pero si se movían en carruajes, luego del toque de las ánimas, el vehículo debía ir iluminado.

El teniente general Miguel Tacón, que gobernó la Isla entre 1834 y 1838, mejoró el alumbrado público e introdujo una figura que se haría legendaria en la noche habanera. El sereno, un vigilante que recorría el vecindario y de cuando en cuando y de viva voz, anunciaba la hora y el estado del tiempo. Iba el sereno provisto de una pica y llevaba además un silbato, que le permitía comunicarse con sus colegas y pedir auxilio en caso de que avistara a algún delincuente, y de una cuerda con la que lo ataba si le daba alcance.

Después del descubrimiento de los campos petroleros de Pennsylvania, comenzaron a difundirse en el mundo, y también en Cuba, las lámparas de hidrocarburos líquidos. Producían una llama estable y una clara iluminación. Como resultado salieron al mercado muchas variedades de petróleo que sirvieron de combustible a las nuevas lámparas. Entre estos uno de marca Luz Brillante, término que todavía se usa en Cuba para designar al queroseno u otras sustancias semejantes.

El farolero

En 1826 un norteamericano de paso por Cuba hizo en el edificio de la Junta de Fomento una demostración del alumbrado con gas, sistema que no se impuso sino a partir de 1844. Los habaneros le llamamos gas de tubería o de la calle, a diferencia del otro, que es el de balón. Se fabrica o manufactura a partir de carbón mineral y petróleo que se calientan en unas calderas llamadas retortas, sin oxígeno, hasta lograr que las dos quintas partes del peso de la mezcla tome la forma gaseosa. Ya la mencionada Compañía Española tenía su monopolio y lo elaboraba en sitios como Tallapiedra o el Rincón de Melones, donde desde 1886 se fabricó todo el gas para el alumbrado. Con la instalación de este sistema los faroles públicos se multiplicaron e hizo que se incrementara en La Habana la vida nocturna, tanto recreativa como cultural.

Con todo, era, como ya apuntamos, un alumbrado ineficiente y dañino para la salud. Mejoró notablemente cuando sus faroles pudieron modernizarse con la camiseta incandescente Auer, concebida entre 1885 y 1893 por el químico vienés de ese nombre. Esas camisetas llegaron al alumbrado habanero en 1904 y redundaron en una luz de mayor calidad. Pero la electricidad terminaría por imponerse, sobre todo a partir de la aparición de las lámparas incandescentes con filamento de tungsteno, de potencia y eficacia elevadas.

Las antiguas farolas de gas se adaptaron para que asimilaran el nuevo sistema. Esas farolas transformadas no se encendían automáticamente. Surgió con ellas el farolero, un sujeto que valiéndose de un madero fino y largo conectaba las farolas cuando empezaba la noche y las apagaba al amanecer. Dicen que hubo faroleros hasta la década de los 50 del siglo pasado, y no solo en La Habana Vieja.

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