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Historia de amor

Esta historia tiene dos caras. Una, romántica, gusta a casi todo el mundo. La otra, que gusta menos o no gusta nada, es dura y fría; realista para decirlo en una sola palabra. En la cara amable, como en toda buena historia, hay amor, ilusión, odio, frustración, muerte… Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII y Príncipe de Asturias, perdidamente enamorado, contrae matrimonio con la cubana Edelmira Sampedro Robato, una muchacha de Sagua La Grande. Esa determinación hizo que su padre lo hiciera renunciar a la sucesión del trono español. El amor había sido más fuerte que el interés y en virtud de aquel matrimonio Alfonso no se ceñiría jamás la corona de Carlos V.

Eso es lo que él dijo en sus memorias publicadas en La Habana. Pero aquella boda sirvió de pretexto a Alfonso XIII, ya en el exilio, para sacar a su hijo de la línea sucesoria. Aunque la monarquía había dejado de existir el 14 de abril de 1931, no podía ser rey, si acaso se restauraba, un hombre que a consecuencia de su hemofilia pasaba en cama la mayor parte del tiempo. Por eso lo obligó a renunciar al trono, como obligaría a hacerlo también a su segundo hijo, el infante Jaime, sordomudo; interesado en traspasar los derechos sucesorios a otro de sus hijos, don Juan, Conde de Barcelona, padre del actual rey Juan Carlos.

Fueron decisiones crueles, pero acertadas. Alfonso, que proclamó muchas veces en La Habana que continuaba considerándose el Príncipe de Asturias y, por tanto, heredero del trono de San Fernando, había asumido en verdad su destino adverso desde mucho tiempo antes. Se consideraba un cenizo, esto es, un aguafiestas. Expresó una vez: «Ese es mi sino. Yo soy el ser más involuntariamente inoportuno que existe. Toda mi vida ha estado regida por esa estrella implacable de la inoportunidad».

Su madre Victoria Eugenia, escogida como esposa por Alfonso XIII, pese a las advertencias que en cuanto a su salud le hizo la reina de Inglaterra, había llevado desde Londres la sangre envenenada al trono de los Borbones, y esa herencia desangró a Alfonso durante toda su vida, hasta el final. El hombre que creció en uno de los mejores palacios reales de Europa, murió como un perro en una sala desangelada del hospital general de Miami después de haber arrastrado por Cuba y Estados Unidos una existencia de príncipe mendigo.

A primera vista

Fue un amor a primera vista el del Príncipe y Edelmira Sampedro. Se vieron una noche en un cinematógrafo de la ciudad suiza de Lausana y se enamoraron. Otro encuentro fortuito los reuniría de nuevo 15 días más tarde. Él no había dejado de buscar a Edelmira por toda la ciudad, y ella, por su parte, había comentado con el Duque de Almodóvar la impresión que le causara el joven alto, rubio y de ojos azules que viera durante un momento en el vestíbulo de aquella sala cinematográfica.

Pero así como comenzó el amor, así terminó. ¿Terminó? Ya divorciados y a punto de casarse con otra cubana, Alfonso evoca a Edelmira sin nombrarla, en una entrevista que en Nueva York concede a la revista Bohemia. Cuando él muere, a los 31 años de edad, en 1938, como consecuencia de un accidente de carretera, solo hubo en su tumba una corona de flores, la de Edelmira. Ella jamás volvió a contraer matrimonio, y ya bien entrada la década de los 70 todavía aparecía en las guías sociales de la Florida, donde se instalara en 1959, con el título de Condesa de Covadonga.

Ningún miembro de la Casa Real asistió al enlace de Alfonso y Edelmira en la mañana clara y luminosa del 21 de junio de 1933. Las numerosas invitaciones que el Príncipe cursó a sus amigos y conocidos fueron devueltas «con sentimiento». Salvo el Duque de Almodóvar, Grande de España, ningún español de su clase se atrevió a asistir al matrimonio del que tres días antes, privado de su condición de Príncipe de Asturias, era el Conde de Covadonga, un noble de sangre real, pero sin ningún derecho al trono.

Bien pronto comenzaron las quejas de Edelmira. Quería una vida social más activa y se horrorizaba cada vez que Alfonso hablaba de su intención de buscar empleo. Sus celos, irracionales, erosionaban la relación. Y algo peor: pese a haber sido advertida de antemano, temía a la enfermedad de su marido. Las peleas se hacían cada vez más frecuentes, pero cuando la tormenta pasaba, el amor volvía, apasionado.

—Si tú siguieras siendo el Príncipe heredero, nuestra posición sería otra, aunque no estuviésemos casados. ¿Qué somos ahora? Nadie…

Y Alfonso, aunque molesto, a veces coincidía con ella. Pero había tomado su vida con filosofía y aun con sentido del humor. ¿De qué valía ser Príncipe heredero de un trono que ya no existía? Por otra parte, a lo largo de su vida había tenido que soportar tal cantidad de transfusiones sanguíneas, que muy poco de sangre real debía quedar ya en sus venas.

En Cuba

Aún así, trató de reconciliarse con el Rey. Fue inútil. La reina Victoria Eugenia, que sirvió de intermediaria, le comunicó que Alfonso XIII no podía reconciliarse con él ni aceptar a Edelmira, una plebeya. Cuando Edelmira supo la respuesta, estalló en cólera. Sobrevino la reconciliación, pareció volver la serenidad, pero las peleas de Edelmira empezaron a hacerse habituales y un día volvió a La Habana. Desde aquí, sin embargo, escribió al Príncipe, arrepentida. Decidieron encontrarse en Nueva York y desde allí viajaron a la Isla. Pero ya el matrimonio estaba virtualmente muerto.

La estancia de la pareja en la Isla fue todo un suceso. El presidente Carlos Mendieta los recibió en el Palacio Presidencial. Los rotarios los agasajaron en uno de sus almuerzos habituales en el hotel Plaza, y hubo un sonado coctel en su honor en la barra Bacardí, en el edificio del mismo nombre. Acudió el Príncipe a la casa de salud Covadonga y al Centro Asturiano. No rechazó ciertas invitaciones, como la de la Marquesa de Hierro, pero dejó con un palmo de narices a la aristocracia habanera que quiso acapararlo. Pidió a todos que no le dieran trato de príncipe ni de conde, que le llamaran simplemente Alfonso, y rodeado de gente tan joven como él se le vio en el hipódromo y en el balneario de La Concha, en clubes, cines y restaurantes.

Lo asedió la prensa, pero los reporteros no pudieron sacarle ni una sola declaración política. En privado habló hasta por los codos. «Yo nací Príncipe de Asturias y Príncipe de Asturias sigo siendo… Mi padre sostiene que al contraer matrimonio renuncié automáticamente a todos mis derechos. Yo no lo creo así, pero estoy seguro de que jamás seré rey.

En La Habana aprendió Alfonso a degustar el daiquirí, y se aficionó a los cigarrillos cubanos. Fue amigo del compositor Eliseo Grenet. Se conserva una nota del Príncipe fechada en Nueva York, el 20 de agosto de 1936. Alfonso sufre la crisis de hemofilia más grave que ha conocido en su vida. Parecía que iba a morir cuando recibió una tarjeta de Grenet invitándolo a un concierto que ofrecería en un teatro de la ciudad. A Alfonso le resultaba imposible asistir, pero como la radio transmitiría el espectáculo, pidió un receptor para escucharlo.

Dice la nota, con letra vacilante: «Eliseo queridísimo: En mi cama de enfermo tu música cubanísima hizo vibrar mi espíritu y me sentí vivo de nuevo. Vivan Cuba y su música. Alfonso de Borbón».

En la ya aludida entrevista de Bohemia diría al reportero: «Yo no sabría explicarle a usted lo que en verdad sentí en aquel momento (del concierto), pero con mis nervios hasta entonces en derrota, vibró mi espíritu saturado de cubanismo, en un anhelo vehementísimo de movimiento, de vitalidad tropical, ¡de cumbancha!».

Precisa Alfonso en la entrevista: «Postrado como estaba, sumido en un sueño que cierra los ojos en lo hondo del espíritu… yo me sabía… perdido en las noches incomparablemente estrelladas de Cuba, carretera adelante, camino de Matanzas. Era como un sueño en el que las imágenes no toman forma porque estaba lleno de recuerdos».

El periodista colige que detrás de esos recuerdos del Príncipe hay una mujer que Alfonso no menciona: Edelmira Sampedro.

—¿De veras ama usted tanto a Cuba? —inquiere el entrevistador.

—Tanto, que me casé con una cubana y me voy a casar con otra —responde el Príncipe.

Ultimátum del Rey

El autor de esta página piensa que Edelmira Sampedro se casó con Alfonso por amor. No fue una mujer interesada; sí preocupada en exceso por su futuro.

Las fotos de Edelmira que se conservan la muestran como una mujer bonita, de reducida estatura y voluptuosamente formada, de ojos y pelo negros. Sus rasgos, decía Alfonso, estaban nítidamente cortados como los de una moneda recién estampada. Entre esas fotos hay una, de grupo, captada en el aeropuerto de La Habana. La familia Sampedro acude a despedir al Príncipe, que regresa a Nueva York. Todos sonríen menos Alfonso, que porta dos bastones y mira ausente y melancólico a un punto indeterminado, y Edelmira, triste y cabizbaja. Es el fin. En Nueva York, Alfonso pedirá la anulación del matrimonio, y ella, en La Habana, el divorcio.

Edelmira acusó al Príncipe de tener otra mujer. Él lo negó. Lo cierto es que ya para esa fecha se veía con Martha Rocafort Altuzarra, con la que no tardaría en casarse en la capital cubana. Federico Laredo Bru, presidente de la República, fue el padrino de la boda. Es el mes de julio de 1937. Martha Rocafort solicitará el divorcio en septiembre.

Antes, la familia real trató de impedir la separación de Alfonso y Edelmira. La reina Victoria Eugenia se trasladó a Nueva York, donde, en el Hospital Presbiteriano, el Príncipe convalecía de su enfermedad, y le pidió que no se divorciara. El rey estaba muy molesto por su relación con Martha. Debía volver a Europa con los suyos, aunque sin Edelmira. «Si no obedeces —advirtió la reina—, se te suprimirá lo que queda de tu mesada».

Martha quiso ser actriz y trabajó en Nueva York como modelo. Tenía casi seis pies de estatura, y el cabello y los ojos oscuros y más que bella, dicen los que la conocieron, era sumamente atractiva. Su padre era un dentista bien establecido en La Habana.

¿Movió a Martha Rocafort el amor o el interés en su matrimonio con Alfonso? Su prima Nélida Altuzarra comentó a este escribidor que se inclina más por lo segundo. Y de una opinión más o menos similar fue Zenobia Camprubí, la esposa del poeta español Juan Ramón Jiménez, quien desde su habitación del Hotel Victoria, en el Vedado, siguió las peripecias de esa relación. «Ojalá sean felices —escribió ella en su diario—, pero parece un matrimonio de conveniencia». Amor, interés o conveniencia, el matrimonio, como ya se dijo, duró muy poco. Martha se negó a soportar las crisis alcohólicas del Príncipe, que desencadenaban lo peor de su carácter y lo llevaban a crudas agresiones verbales y a la violencia física.

Final

En una noche del mes de septiembre de 1938, Alfonso de Borbón y Battenberg, acompañado por la «alegre» Mildred, cigarrera de un cabaret, circula en automóvil por una carretera de Miami. Conduce ella, que da un corte brusco con el fin de evitar el choque con un camión que se les viene encima. El coche en que viajan se impacta contra un poste del telégrafo.

Ella resulta ilesa, pero el Príncipe tiene una pierna hecha añicos. Corre la sangre de Alfonso gota a gota. Trasladado al hospital, morirá tranquilo, llamando con insistencia a su madre y a su padre.

En sus memorias, publicadas en la revista Carteles, Alfonso hace, sobre todo, el recuento de su relación con Edelmira. Expone los hechos y cuenta la ruptura matrimonial desde su punto de vista. No le reprocha nada; no la condena. Dice simplemente que él pagó en «desilusión fría y dura aquellos amores».

Veinte años después de la muerte de Alfonso, en 1958, Edelmira Sampedro Robato, Condesa de Covadonga, asistió de rodillas, en el aeropuerto de Miami, a la repatriación a España de los restos de su ex marido.

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