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De aquí y de allá

José Trujillo Monagas, abuelo paterno del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, el sátrapa dominicano, fue un inspector de policía destacado en La Habana durante los años postreros de la dominación española en Cuba.

Así lo dice Joaquín Balaguer en su libro Memorias de un cortesano en la era de Trujillo, que el lector Raydel Fernández me envió desde Santo Domingo. Escribe Balaguer que Nieves Lucía, «la oveja negra entre las hermanas de Trujillo y físicamente la más atractiva de todas», residió en la capital cubana antes del ascenso de su hermano al poder y que regresó a su país antes de que su régimen se consolidase.

Apunta Balaguer: «Su apellido no era extraño para los cubanos. Su abuelo paterno, don José Trujillo Monagas, había ocupado un cargo importante en la Policía de La Habana. En esa posición se destacó por su eficiencia en la persecución de los ñáñigos. Esa circunstancia le abrió a su nieta muchas puertas en aquella sociedad, pero no supo al parecer mantenerse siempre a la altura del prestigio social a que parecía destinarla su abolengo».

Alguna información sobre Trujillo Monagas —poca— acopió el escribidor. Persiguió al tristemente célebre asaltante Eligio Rincón que, en cuanto caía la noche, sembraba el terror y la muerte en las inmediaciones de la iglesia del Santo Ángel, paraje oscuro y aislado que, luego de la demolición del teatro Villanueva, era merodeado por vagos y maleantes de la peor especie hasta que se inició en la zona la construcción de los edificios de la Tabacalera y del Gobierno de la provincia, destinado luego a Palacio Presidencial y actual Museo de la Revolución. Pese a que lo acosó sin tregua, Trujillo Monagas no llegó a capturar a Rincón. Se le anticiparon Sabatés y Miró, pareja inseparable de policías que figuraban siempre, a fines del Gobierno colonial, en los sucesos policíacos de mayor relieve.

En esos tiempos, una casita situada en la esquina de Peña Pobre y Monserrate era centro de reunión de un grupo de conspiradores por la independencia de Cuba. Corría el año de 1885 y allí se daban cita, entre otros, José Lacret, Enrique Collazo, que era entonces cajero en el escritorio de Lorenzo Ferrán, Pablo Violá y Carlos Figueredo, pariente cercano del autor de nuestro Himno Nacional. Una casa con historia, le llama Federico Villoch en sus Viejas postales descoloridas.

La casa en cuestión era de tejas y tenía el techo tan bajo que podía tocarse con las manos. Con el tiempo, la sala de aquel modesto inmueble fue ocupada sucesivamente por una bodega, un puesto de frutas y una carbonería y, luego, por un tren de bicicletas de alquiler con el nombre de El Rápido… Llegada la noche se entreabría con sigilo la puerta de la accesoria situada al fondo y que tenía además una ventana con pequeños agujeros que servían de punto de mira y dejaban pasar el débil rayo de luz que salía de una lámpara de aceite de carbón. Entonces, uno a uno, entraban los conspiradores. No solo conspiraban contra España, sino que, de cuando en cuando, se hartaban los reunidos con el suculento ajiaco a la criolla que desde su casa de Monte y Águila enviaba en un coche la abuela de uno de los confabulados. Los conducía una muchachita negra que lucía lacitos rojos en los moños. Se llamaba Eulogia y moriría en los días de la reconcentración ordenada por Valeriano Weyler.

¿A qué viene todo esto? Sencillo. La policía española rondaba a menudo la casita de la esquina de Peña Pobre y Monserrate, pero no se atrevió nunca a asaltarla ni a importunar siquiera a sus visitantes. Por una razón que desconocemos, cuando sus superiores inquirían sobre el porqué de las reuniones, Trujillo Monagas les decía que aquellos señores se encontraban en la casita en cuestión para jugar a las cartas, en específico a «las siete y media».

Si por alguna casualidad se encontraba cara a cara con algunos de los conspiradores, lo más que hacía era advertirle que «tuviese el cuidado de no pasarse». De sobra sabían aquellos conspiradores que si se pasaban, «el isleño de las patillas», como llamaban a Trujillo Monagas, les cobraría en el acto la jugada. Su principal inquina fue contra los vagos, los rateros y los ñáñigos. En su libro Los criminales de Cuba dejó asentada a más de una persona que con el tiempo devino personaje y que le guardó siempre rencor y hostilidad a aquel hombre a quien el periodista Ricardo Arnautó llamaba «Monohagas».

Dice Villoch: «Algunos servicios de importancia debió prestarle Trujillo a la causa cubana cuando se quedó tranquilamente entre nosotros después de la instauración de la República, y se le veía paseando por las calles como si tal cosa, con sus eternas patillas negras como el betún y tocado con su característica chistera. De su vida privada se sabía que no entró nunca en exigencias ni chantajes. Con motivo de algunas burlas de que fue objeto, Trujillo se quejó al jefe de la Policía, que lo era entonces el general Menocal, y este ordenó que no se molestase al ex inspector en lo más mínimo y que se le guardase además todo género de consideraciones». Se sabía que Trujillo conservaba un archivo del que podían salir no pocos secretos e insospechadas revelaciones.

Comenta el escribidor. Quizá a esa estancia de su abuelo en La Habana se debiera la predilección del dictador Trujillo por todo lo cubano. Se vestía con sastres de la Casa Oscar, de la calle San Rafael, se atendía con médicos cubanos y hacía que compraran sus muebles en La Moda… Su última amante, Silda, fue una rumbera cubana.

Seguimos por la zona

El rumor corrió con celeridad eléctrica por toda La Habana. En el teatro Villanueva, en la noche del 21 de enero de 1869, los bufos que allí actuaban se habían extralimitado con frases y canciones hirientes para los que simpatizaban con España. Había que vengar la afrenta. La noche del 22, en el mismo teatro, la función deparó a los más intransigentes la coyuntura deseada desde que muchas de las damas arribaron al coliseo con el cabello suelto y trajeadas de blanco y azul, en tanto lucían banderas estrelladas en el teatro.

Con todo, la primera parte de la función transcurrió sin alteraciones. La cosa se puso mala en la segunda parte cuando, al presentarse en la escena la pieza titulada El perro huevero, uno de los actores exclamó, con énfasis lleno de intención: «¡Viva la tierra que produce la caña!», frase que fue coreada, con entusiasmo, por los espectadores. ¡Intolerable! Los voluntarios y el elemento contrario a la independencia perdieron los estribos. En la cantina del teatro un peninsular prorrumpió en vítores a España. Estalló el escándalo y policías y voluntarios se echaron sobre los espectadores. A las 11 más de mil hombres armados rodeaban el Villanueva. La noche dejó un saldo de cuatro muertos y varios heridos. Los servidores del régimen colonial se envalentonaron y la peor de las anarquías se adueñó de La Habana.

El teatro Villanueva era un caserón redondo construido de madera y mampostería, más de madera que de lo otro. Estaba cubierto con un techo de planchas de zinc que parecía estar sostenido por un palo con una bola en la punta que se alzaba en el centro del coliseo. Dicen que, más que un teatro, parecía una valla de gallos grande o una plaza de toros.

Con el tiempo, dejó de presentar funciones y el edificio quedó convertido en un albergue. Indigentes, delincuentes de cualquier ralea, chinos vendedores de maní y cajitas de fósforos y varios miles de ratas y cucarachas se adueñaron del espacio, sin que nadie los autorizara, y allí vivieron hasta que se procedió a la demolición del edificio, cuyos escombros hubo que quemar con el fin de eliminar insectos y roedores.

En la calle de Monserrate se alzaban entonces casuchas de mal aspecto habitadas por soldados, carretoneros y gente de mala vida. Cerca quedaba la iglesia del Santo Ángel, como ya se dijo. También los almacenes de los fosos municipales y la caseta del necrocomio, que duraron en la zona hasta que Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Públicas en el Gobierno de Gerardo Machado, decidió trazar la Avenida de las Misiones, con motivo de la Conferencia Panamericana que tendría lugar en La Habana.

La pobreza de los ricos

Enfrente y paralela a Monserrate, se desarrolló y pobló con los años la calle Zulueta, llamada así desde 1874 en honor de Julián de Zulueta y Amondo, marqués de Álava y Vizconde de Casablanca, quien, decía el erudito Juan Pérez de la Riva, «fue uno de los grandes promotores del capitalismo en Cuba mediante la trata de negros y chinos, el cohecho y la corrupción oficial». «El más conspicuo representante del nuevo tipo del gran burgués esclavista-comerciante-refaccionista-hacendado-tratante y noble titulado, todo en una pieza», le llama Leví Marrero. Una localidad de Villa Clara lleva también su nombre.

Vasco, comerciante de víveres, tratante de negros y chinos, productor de azúcar, empresario; consejero de Hacienda del Gobierno colonial, cónsul del Real Tribunal de Comercio, presidente de la Comisión Central de Colonización y de las Juntas de la Deuda, Hacendados y Propietarios; alcalde de La Habana, coronel de voluntarios, senador vitalicio del Reino, diputado a Cortes; presidente del Casino Español de La Habana y Gran Cruz y Comendador de la orden de Isabel la Católica… Hombre importantísimo que tuvo sin embargo una muerte vulgar. Falleció, a consecuencia de la caída de un caballo, el 4 de mayo de 1878, a las 4:45 de la tarde, en su palacete de San Ignacio número 14. La caída ocurrió días antes, cuando Zulueta inspeccionaba sus propiedades en la ciudad matancera de Colón. A su entierro, en el cementerio de Espada, asistió el capitán general Joaquín Jovellar. Concurrieron asimismo los niños de la Casa de Beneficencia y numerosa fuerza militar.

Dice Eduardo Marrero Cruz, su biógrafo, que poco antes de su muerte Zulueta ideó un gran proyecto constructivo en la manzana enmarcada por las calles Monserrate, Zulueta, Neptuno y San Rafael, frente al Parque Central, un terreno de 5 502 metros cuadrados y valorado en más de 200 000 pesos. Inició allí la construcción de un gran centro comercial. La muerte no le dio tiempo para concluirla y la obra, abandonada durante mucho tiempo, empezó a ser llamada «las ruinas de Zulueta». La terminaría «Chichón» Gómez Mena y es, ni más ni menos, la Manzana de Gómez.

El historiador Emilio Roig atribuye la paralización de la obra a la quiebra de Zulueta. No hay tal. Veamos lo que legó a los suyos mediante el testamento que ratificó el día antes de su muerte.

La viuda recibió más de tres millones de pesos oro y cada uno de sus 11 hijos más de medio millón cada uno. Los cuatros hijos del primer matrimonio heredaron además el central España, en el municipio de Perico, tasado en casi millón y medio de pesos. La viuda y los hijos menores del tercer matrimonio de Zulueta se beneficiaron también con los ingenios Álava, Zaza, Habana y Vizcaya, las concesiones del Dique Flotante y del Fomento del Puerto de La Habana. También una fábrica de harina, el ferrocarril de Zaza, la línea de vapores, etc., etc., etc.

Tenían dinero suficiente los hijos de Julián de Zulueta para concluir el edificio frente al Parque Central. No quisieron hacerlo o sus intereses diferían de los de su padre, que tuvo la enorme intuición de escoger un sitio que sería un punto clave en la vida comercial y social habanera.

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