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Así era La Habana en 1820

Hacia 1820 se prohíbe de manera terminante construir nuevas viviendas dentro de las murallas. La disposición estipula que por ser La Habana una plaza fuerte «no se pueden construir dentro de sus murallas más casas de las que ya existen», medida que traía como consecuencia, por la escasez de viviendas que provocaba, el alto monto de los alquileres. Una familia acomodada que quiera asentarse en la ciudad intramural debe abonar una renta que oscila entre los 8 000 y los 14 000 pesos al año. Los alquileres no son de esa magnitud en los inmuebles ubicados fuera de las murallas, pero de todas formas se arriendan por sumas elevadas con la excusa de que en esas zonas se hace menor el riesgo de contraer la fiebre amarilla.

Son de piedra las fachadas de las edificaciones particulares y tienen al costado una entrada ancha para la volanta. Las ventanas son grandes y altas, con rejas, pero sin cristales y provistas de cortinas que evitan el ojo indiscreto y el polvo. El balcón corre casi siempre a todo lo ancho de la fachada. La azotea está enlosada y las paredes interiores se blanquean de la mitad hacia el techo, mientras que la parte inferior se pinta de colores alegres.

Es corriente, aun en las casas de la nobleza, que la planta baja se utilice como almacén y oficina de los negocios del propietario de la morada. O que el dueño la alquile para esos fines. A veces se instalan establecimientos comerciales en el área de la casa correspondiente a la esquina.

Esas tiendas, dicen los memorialistas, dan vida a la ciudad y una apariencia más alegre porque la mayoría lucen sobre sus puertas grandes tableros con letreros pintados que dan cuenta del nombre del establecimiento e indican lo que el caminante encontrará dentro.

No siempre ocurre así. Refiere la crónica el caso de una tienda que muestra en su fachada la figura de un hombre corpulento, con pavorosos mostachos y patillas y sombrero de tres picos que lleva en ristre la espada de Goliat. Para que no haya errores se da cuenta del nombre del establecimiento: El Héroe Español, ni más ni menos. Dentro, sin embargo, hay un sastre delgaducho y famélico, demacrado y calvo que maneja sus tijeras con dificultad.

Otro cartel anuncia la platería El Buen Amigo. El dibujo de la fachada muestra a un caballero bien vestido con una mano sobre el corazón y la otra mano extendida hacia otro caballero, igualmente elegante. Al ver el anuncio y estimulado por el nombre del negocio, cualquiera podía sentirse con ánimo de entrar lleno de cordialidad en aquella joyería  y hacer la compra sin temor a engaño, pero es muy probable que ya dentro descubra que en El Buen Amigo, como en cualquier otra parte, la apariencia externa era muy diferente de la disposición interna.

¡Agua va!

Las calles, estrechas y sin pavimentar, aparecen llenas de inmundicias. En los surcos que dejan las ruedas de los coches y las patas de los caballos se deposita el contenido de bacines y tibores que, al grito de «¡Agua va!» y sin miramiento alguno, arrojan los vecinos desde balcones y ventanas. En época de lluvias el tránsito se hace difícil para los carruajes, y los peatones deben estar alertas al paso de las volantas que navegan en el lodazal en que se convierten las calles. Rodeada de muros por todas partes, La Habana es, durante las lluvias, una inmensa charca que desagua en la bahía por un solo lugar: el boquete de la pescadería, propiedad de nuestro viejo conocido don Pancho Marty y Torrens, frente a la calle Empedrado. El arrastre es de tales proporciones, dice el erudito Juan Pérez de la Riva, que entre 1798 y 1844 el fondo de la bahía disminuye en no menos de seis pies, disminución que llega a los diez pies frente a los muelles.

El baile es ya, en 1820, el entretenimiento favorito de los habaneros. Muy recurridas son asimismo las tertulias, que transcurren con ceremonia y orden y en las que alternan mujeres agradables y hermosas y hombres razonablemente caballerosos. Ni padres ni maridos se oponen a que las mujeres de la casa se sienten junto a las ventanas de la calle para ver y para que las vean, saludar y ser saludadas. No son frecuentes las serenatas. Se pagan, en la puerta exterior del teatro, cuatro reales por la entrada, y se abona una suma adicional, ya dentro del coliseo, por el tipo de asiento que se escoge y su ubicación respecto al escenario.

El tiempo puede matarse en las casas de juego si no satisface el programa del teatro. Mientras las casas de vivienda, aun las de los más acomodados, disponen de muebles corrientes en su sala de estar —un sofá, mesas rinconeras, sillones y sillas dispuestos en hilera, con una lámpara colgada al centro— las casas de juego, situadas siempre cerca de las murallas, lucen una decoración esmerada en sus espaciosos y bien iluminados salones. Sin necesidad de que la inviten, cualquier persona blanca puede entrar; baila, si ese es su deseo, pues hay música, o se sienta a una de las mesas de juego. Son casas que pertenecen por lo general a gente de conducta respetable y acuden a ellas padres de familia en compañía de esposas e hijas. La opinión pública apenas es adversa a esos garitos. El juego es una adicción generalizada, al igual que el hábito de fumar. Fuman aun en la calle, y sin que nada les importe, hijas y esposas de médicos, abogados, alcaldes y oficiales reales, aunque paradójicamente los caballeros afirmen que ninguna dama fuma. La costumbre de mascar el tabaco, además de fumarlo, propicia el uso universal de la escupidera.

Toros de muerte

El habanero promedio se levanta temprano y se desayuna con una taza de chocolate. Almuerza a las diez de la mañana: sopa, huevos con jamón, pescado, carne, vino y café, de los que da cuenta con apropiado rigor. La comida es a las tres de la tarde y raramente dura más de una hora. Hay café y tabacos en la sobremesa y la conversación va languideciendo hasta que los comensales se retiran para la siesta. Una hora después, la vida empieza a moverse de nuevo. Se pide la volanta para pasear por la Alameda, esto es, el actual Paseo del Prado, o para salir a cumplir con determinados deberes sociales. Las corridas de toros, que solo tienen lugar de vez en cuando, gustan sobremanera cuando los animales son de los llamados «toros de muerte», excitados previamente con las explosiones y las luces de los fuegos artificiales. En el portal del Palacio de los Capitanes Generales departen y ventilan sus asuntos los hombres de negocios y el espacio oficia como una especie de bolsa o lonja del comercio.

Temas de interés público se discuten con vehemencia en La Habana. Tan pronto sale a la palestra un asunto que incumbe a la colectividad, los ánimos se dividen y la efervescencia es violenta, pero momentánea; enseguida todo se aplaca y la multitud feroz, presta poco antes a destrozar a un semejante, se hunde en la apatía como para recuperar fuerzas para la explosión siguiente. Faltan en aquella Habana de 1820, advierten los viajeros, sentimiento de comunidad, el espíritu de empresa social.

Se aprecia el lujo de la gran ciudad. La producción azucarera llega a las 50 000 toneladas, cifra que se duplicará en los diez años siguientes. Se exportan 177 664 quintales de café y cinco años después se alcanza el medio millón de quintales. El valor de las importaciones, incluidos los esclavos que se traen, es de 14 millones de pesos y superaría los 28 millones en 1825. La riqueza se asienta en la esclavitud. Son esclavos el 40 por ciento de los pobladores de la Isla. Y negros libres, el 15 por ciento del total de la población de la Colonia. Los blancos se dividen en criollos, peninsulares y extranjeros. Los criollos son el 85 por ciento del total. Los franceses se distinguen entre los residentes extranjeros.

Muchos productos de la Isla se reexportan hacia México, que tiene restringido su comercio exterior. En barcos españoles se reembarcan mercancías por tres millones de pesos y una cifra similar alcanzan las exportaciones. Por la variedad y riqueza de su suelo, la Isla está llamada a ocupar un rango más elevado que el de una simple colonia azucarera, opinan los especialistas y precisan que si la tierra que permanece virgen y desocupada se dividiese en fincas o estancias pequeñas entre gente dispuesta a cultivarla, la riqueza y la población de la Colonia aumentarían en un grado más alto que si su superficie se cubriese de azúcar y café. Se impone además establecer manufacturas de diversas clases a fin de producir artículos de subsistencia y hacer producciones adecuadas al país y para la satisfacción del mercado sudamericano, al que comerciantes cubanos tienen un acceso favorable. En 1827 entran 1 053 buques al puerto de La Habana. De estos son estadounidenses 785, en tanto 71 eran ingleses, 57 españoles, 48 franceses, 24 holandeses, 21 daneses y 14 alemanes, entre otros. Los informes reportan asimismo el arribo de dos barcos rusos.

El baño de los caballos

Por esa fecha La Habana intramuros tiene 39 980 habitantes, cifra que, con la población flotante,  supera las 55 000 personas. Se contabilizan entonces 3 761 casas. De esas, 1 282 son accesorias y 56 ciudadelas. No existen todavía hoteles, pero se alquilan 1 157 «cuartos interiores». Hay en intramuros 1 560 volantas y 352 quitrines, y en extramuros 624 y 115, respectivamente, lo que resultaba un vehículo por cada 24 personas blancas.

Tienen los mercados sus casillas bien provistas. Cada una paga al municipio un impuesto de un real a la semana y otro real por cada caballo cargado que entra al mercado. Se sobreexplota a las bestias de carga, pero, menos mal, los memorialistas acotan que sus dueños bañan a los caballos todos los días. Son excelentes los pavos y las codornices que se consumen en La Habana, al igual que el pescado. El precio de la carne y el pan está regulado por las autoridades municipales. La libra de carne de res cuesta alrededor de 50 centavos de dólar actual y los habaneros la consumen con un entusiasmo casi patriótico. La carne, el pescado, las aves y las legumbres son provisiones que aporta la Isla. El bacalao y el tasajo, esenciales en la dieta del esclavo, se traen del extranjero, al igual que el jamón, la harina de trigo y el arroz.

Fuentes: Textos de Juan Pérez de la Riva, Francis Robert Jameson y Jacobo de la Pezuela.

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