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Nos fuimos a Sancti Spíritus

Quiere el escribidor permitirse comenzar hoy su página con un recuerdo de familia. Sucede que en 1947 o 48, su padre, un humilde empleado de café, recibió la encomienda del propietario del establecimiento donde prestaba servicio, un cafecito radicado en el zaguán de un edificio del Paseo del Prado, frente al Capitolio, de trasladarse a Sancti Spíritus.

Todos los años, en ocasión de la feria ganadera que tenía lugar allí, era el dueño del café quien se trasladaba a esa ciudad de la región central a fin de montar y atender el bar que en unión de José María, el propietario de la tienda La Sirena, de aquella localidad, improvisaba en la exhibición agropecuaria. Lorenzo García, el dueño del café, y José María —nunca supo el escribidor su apellido—, ambos españoles, eran socios en negocios que incluían una colonia cañera. Los unía una larga amistad que se renovaba en ocasión de los viajes de José María a La Habana y de aquella visita anual de García a la villa del Yayabo. Por una razón o por otra, en aquella ya lejana fecha, García no pudo hacer el viaje acostumbrado y confió la tarea a mi padre. Y aquí viene el recuerdo de familia que quiero relatar.

El primer día de feria, recién abierto el bar, se acercó al mostrador un señor de cierta edad. Lo acompañaba una mujer joven y pidió una copa de coñac Felipe II para él y otra de sidra para la muchacha. Consumieron el pedido, cuyo precio no debe haber llegado a un peso de los de entonces, y el hombre extendió un billete a mi padre. Le dio mi padre el cambio y...

—Perdóneme, joven, aquí hay un error —dijo el hombre. Pagué con un billete de 20 pesos y usted me trae el cambio de cinco.

—No, usted me dio cinco pesos —respondió mi padre, que era un lince para los números.

—No, no, le di 20 pesos —insistió el hombre y sin dar a mi padre tiempo a responder, preguntó:

—¿Sabe usted quién soy yo?

—¿Cómo no saber quién es usted? Cuba entera lo conoce. Usted es el doctor Miguel Mariano Gómez, ex alcalde de La Habana y ex presidente de la República.

—¿Piensa que un hombre como yo lo timaría a usted en un vuelto?

La interrogante dejó a mi padre sin palabras. Claro que no concebía a un ex primer mandatario de la nación, acaudalado ganadero por demás, timando a un dependiente de café. Pero estaba seguro de que Miguel Mariano había pagado con un billete de cinco pesos. En eso José María, que seguía  la escena desde la puerta del almacén, llamó a mi padre para interesarse por lo que pasaba.

—Si dice que te dio 20 pesos, te dio 20 pesos, como si dice que te dio cien. Se le da el cambio y ya. Con Miguel Mariano no se discute en Sancti Spíritus, y menos en esta casa, advirtió el copropietario del bar.

Debía mi padre rectificar el error que no había cometido. Pasó por la caja y tomó el resto del dinero.

—Perdone, doctor. En efecto, usted me pagó con un billete de 20. Aquí está su vuelto completo. No dijo más. Miguel Mariano agradeció el gesto, sonrió, tomó el dinero y salió del bar por donde mismo entró.

Grande sería la sorpresa de mi padre al verlo aparecer al día siguiente con la misma sonrisa, la misma muchacha y sus cejas peludas. Hizo igual pedido que el día anterior, solo que a la hora de pagar cogió un billete del rollo voluminoso que llevaba en el bolsillo y, extendiéndoselo a mi padre, dijo:

—Fíjese bien que son 20 pesos.

Asintió mi padre. Eran sin duda 20 pesos. Cuando regresó con el cambio, Miguel Mariano le dijo que no, que de ninguna manera, que el cambio era suyo. Volvió al día siguiente y al otro y al otro hasta que concluyó la feria ganadera y se desmontó el bar, y lo hizo siempre con la misma acompañante —su hija, presumiblemente— y su pedido invariable de «Felipe II para mí y sidra para la muchacha», para dejar al final aquella propina desmedida de alrededor de 19 pesos contantes y sonantes. Ya mi padre había comprado para su boda un jueguito de sala y una neverita de uso, y cuando regresó a La Habana adquirió, nuevo de paquete, el juego de cuarto que le faltaba para casarse. Como imaginará el lector, ahí nací yo y aquellos muebles todavía andan por ahí por aquello que tenemos los cubanos de pretender que algo nos dure toda la vida y legarlo a los que vienen detrás.

Rico perfil de edades

No sé si es que la edad nos hace repetitivos, pero cada vez que vuelvo a Sancti Spíritus encuentro siempre ocasión para repetir esa historia. Como entre muchas mujeres, tuve el acierto de escoger para casarme a una espirituana —en realidad, es oriunda de Cabaiguán, pero es lo mismo— he vuelto muchas veces y encuentro siempre a alguien que quiere oír el cuento.

Ahora regresamos invitados por el gobierno espirituano a los festejos por los 500 años de la villa. Fueron tres días con una agenda bien apretada en una ciudad rejuvenecida, pese a su edad, y que crece en interés para el visitante. Para festejar el aniversario se acometieron numerosas obras de conservación y rescate de edificaciones públicas y privadas, parques y plazas, centros gastronómicos y comerciales, y se ejecutaron asimismo importantes inversiones  de carácter económico y social.

Sancti Spíritus es su arquitectura, el fulgor de sus leyendas, el encanto de sus tradiciones, la riqueza de su historia, la alegría de sus pasacalles y su fuerte movimiento coral y trovadoresco. Su casco histórico, conservado sobre todo gracias al empeño y la dedicación de los que lo habitan, es de los conjuntos urbanos más notables de la Isla. En opinión de la Doctora Alicia García Santana es la más medieval de nuestras villas fundacionales pues se hizo habitual allí construir sobre lo viejo, lo que dio por resultado un rico perfil de edades superpuestas.

Esta vez volvimos a alojarnos en el Hostal del Rijo, con majestuosa fachada y techos altísimos; un establecimiento de 16 habitaciones donde elegancia y confort se dan la mano y se conjugan tradición y modernidad. Fue la residencia de la familia de Antonio Rudersindo del Rijo, un médico benefactor asesinado una noche, en las afueras de la ciudad, cuando regresaba a su casa luego de haber asistido a un enfermo.

El hotel resultó ideal como centro para las caminatas por la ciudad. Frente, prácticamente a un tiro de piedra, cruzando el parquecito donde se alza la estatua del Doctor del Rijo, se halla la iglesia Parroquial Mayor, restaurada con esmero para el aniversario. Es la más antigua de la ciudad. Tiene características de evidente ascendencia mudéjar y en opinión de la Doctora García Santana es el mejor conservado de todos los templos construidos en el siglo XVII. No son pocas las leyendas que se asocian a esta edificación que con sus campanas fundidas en oro, plata y bronce, hábilmente manejadas por el campanólogo Cuco Pasamontes, despiertan cada día al vecindario.

Otra leyenda vinculada a este sitio habla de cierta señora rica, malhumorada y altanera quien, ya en su lecho de muerte, pidió ser inhumada bajo la entrada principal del templo a fin de que todo el que entrase y saliese pasara por encima de sus restos. Pretendía con esa determinación alcanzar alguna vez la indulgencia divina. La complacieron, dice la leyenda, y los espirituanos conocen esa puerta como la del perdón.

Se dice que a ese templo llegó un día un peregrino y pidió permiso para reposar en su interior. Los vecinos le pasaron el alimento por una ventana hasta que desapareció sin dejar rastro.

Comenzaron entonces la lluvia y el viento. El río Yayabo creció; un furioso huracán azotó la localidad. Cuando sobrevino la calma apareció en una de las capillas de la iglesia la imagen del Santo Cristo de la Humildad y la Paciencia. Allí, en la capilla de ese nombre, está todavía la imagen en una iglesia consagrada al Espíritu Santo, patrono de la villa, junto a una pila bautismal y el único arco toral de madera que ha llegado a nuestros días, ambos del siglo XVII.

Tríptico de oro

El maestro Blas Cabrera merecería ser más recordado en Sancti Spíritus. Fue, entre otras muchas obras, el constructor del teatro Principal y, en colaboración con el maestro Domingo Valverde, del puente sobre el río Yayabo, uno de los símbolos de la villa y, para muchos, la reliquia colonial más emblemática de todo el centro de la Isla. Aseguran especialistas que ese puente de ladrillos, montado sobre cinco grandes arcos de medio punto —extraordinariamente bien conservado pese al paso y el peso del tiempo—, y el teatro Principal, similar al Tacón, de La Habana, conforman, junto con el edificio de la Real Cárcel, en las afueras de la urbe, el tríptico de oro de la arquitectura colonial espirituana.

Merecen la visita la Casa de la Guayabera, en la quinta Santa Elena, y el Museo de Arte Colonial, ambos en las inmediaciones del puente. La primera preserva una colección de 203 piezas. El museo se instaló en la casa de la familia de Fernando Alfonso del Valle, un habanero que se casó en Sancti Spíritus con Ana Antonia del Castillo, vecina principal perteneciente al clan de los fundadores de la ciudad. Fernando y Ana dieron pie a una familia cuyo escudo ponía de manifiesto toda su arrogancia y opulencia. Decía: «El que más vale no vale tanto como vale Valle». Y algo de cierto había en el asunto porque mientras otros tan acaudalados y poderosos como ellos se arruinaban o veían descender sus fortunas, la de los Valle se incrementaba o permanecía inalterable. El último Valle habitó la casa hasta su muerte, en1967.

El parque Serafín Sánchez marca el centro de la ciudad. Lo rodean, entre otros, los edificios que albergan el hotel Plaza y el Museo Provincial de Historia. También la edificación de la antigua sociedad El Progreso (hoy biblioteca pública) desde cuyos balcones, en los días iniciales de 1959, Fidel se dirigió al pueblo espirituano en su primera visita a la ciudad tras el triunfo de la Revolución. Otro de los costados del parque lo ocupa el antiguo hotel Perla, y al final del bulevar se halla el edificio que fuera de la Colonia Española, que, como dijo la colega Rosa Miriam Elizalde, es para los espirituanos lo que el Capitolio para los habaneros; todos exponentes relevantes de la arquitectura ecléctica republicana. Artistas plásticos como Julio Neira y José Perdomo, con sus murales, y Félix Madrigal, con sus esculturas de personajes populares, completan una imagen de la ciudad.

Abrazo final

Hubo esta vez, como siempre en Sancti Spíritus, música de tríos y la oportunidad de volver a escuchar la fantástica orquesta de guitarras de Roberto. Se inauguraron no pocas exposiciones de pintura, como la de Antonio Díaz, el Pintor de la Ciudad, que sigue recreando en sus lienzos una urbe real e imaginada. Hubo chin chin de copas y la posibilidad de abrazar y compartir con amigos de siempre como María Antonieta Jiménez Margolles, una de las fuentes de información más sólidas y seguras cuando de la historia espirituana se trata.

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