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El asesinato de Pelayo Cuervo

Pelayo Cuervo Navarro apareció muerto el 14 de marzo de 1957, al día siguiente de los trágicos sucesos del Palacio Presidencial. El líder de la Ortodoxia histórica era, en esos momentos, la figura más distinguida de la oposición política tradicional cubana. Recuerda el escribidor que en uno de los números de la Edición de la Libertad de la revista Bohemia —15 de febrero de 1959— se publicó el reportaje titulado Descubiertos los asesinos de Pelayo Cuervo, pero no puede precisar el desenlace de los sucesos. Las cosas, hasta donde sabe, ocurrieron de esta manera.

Pasada la hora del almuerzo del día 13 de marzo, Pelayo abandonó su bufete en la calle Amargura No. 8 y se dirigió a su casa en la calle 7ma. del reparto Miramar. Cuando supo del asalto a Palacio, decidió buscar refugio junto a una familia amiga.

Allí lo detuvieron agentes del Buró de Investigaciones, pero no lo condujeron a instalación policial alguna, sino que los dos automóviles que participaron en la operación enfilaron hacia zonas apartadas y oscuras, que eran las de los repartos más exclusivos de La Habana. Pronto, a bordo del vehículo, comenzó la sesión de vejámenes y maltratos físicos, de golpes e insultos contra un hombre de 56 años de edad que se había convertido en un fiscal implacable de todos los desafueros y tropelías de la dictadura batistiana y sus bandas uniformadas.

Era un político querido, respetado y de una popularidad enorme desde fines de los años 30 cuando, con el máximo de votos, el pueblo lo llevó como delegado a la asamblea que elaboró la Constitución de 1940. En esa misma fecha, el éxito coronó sus aspiraciones al Senado de la República y a partir de ahí se mantuvo en su escaño hasta la disolución del Parlamento, tras el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952. Desde entonces, de manera incansable, denunció la corrupción y las transgresiones gubernativas, las supuestas connivencias de jefes militares cubanos con la satrapía de Trujillo en la República Dominicana y el desempeño criminal de la Policía y los cuerpos represivos.

En las semanas previas a su muerte, Pelayo Cuervo había librado una enérgica campaña contra las concesiones otorgadas por el dictador Batista a la Cuban Telephone Co., las cuales dejaban las manos libres para el aumento de las tarifas vigentes desde 1909 y la eximia de la obligación de aportar el cuatro por ciento de sus ingresos brutos al tesoro de la nación; la autorizaba a cargar al cliente cualquier incremento que el Estado hiciera en los impuestos y le relevaba del requisito de abonar tributos provinciales y municipales. Se alzaba así en defensa de la economía nacional y del bolsillo del ciudadano de a pie. A golpes, los esbirros querían hacerle confesar su implicación en una conspiración militar contra el Gobierno, lo que el presidente del Partido Ortodoxo negó una y otra vez.

—¿Dónde están las armas? ¡Hable o lo matamos! —preguntó el sargento que encabezaba el grupo.

El Cadillac negro que conducía a Pelayo y el automóvil que le daba escolta, avanzaban ya por las calles del Country Club para detenerse en las inmediaciones del lago que se localiza en la zona. Alrededor del Cadillac se agruparon los tripulantes del otro automóvil. Pelayo estaba encorvado en su asiento, con la cabeza hundida en el pecho. Se le habían caído los espejuelos.

—Habla, ¿sí o no! —insistió el sargento.

—Nada puedo decirle —respondió Pelayo y selló su suerte.

Sonó un disparo. El sargento le había dado un tiro a quemarropa. Enseguida, con la ayuda de los hombres que estaban fuera lo sacó del automóvil y lo arrojó sobre la yerba húmeda. Otros seis balazos se cebaron en el cuerpo del destacado político baracoeso.

Suenan los teléfonos

De inmediato los dos vehículos se pusieron en marcha. Quince minutos después arribaban al Buró de Investigaciones para reportar el servicio. Los teléfonos sonaron en el Estado Mayor del Ejército y en la jefatura de la Policía Nacional, en el Buró de Represión de Actividades Comunistas y en el Servicio de Inteligencia Militar. En el Palacio Presidencial. Cualquier jefe policiaco o militar pudo haber deseado o haber visto con buenos ojos la muerte de Pelayo Cuervo Navarro. Cualquiera de ellos pudo haberlo ejecutado por órdenes superiores.

En la larga entrevista que el jefe del Buró de Investigaciones de la Policía batistiana concedió en Miami al periodista Daniel Efraín Raimundo y que apareció en 1994 con el título de Habla el coronel Orlando Piedra, dice este: «Todo el mundo —alude evidentemente a los mandos militares y jefes de Policía— tenía una lista de los que iban a matar si mataban al Presidente. En ese caso estaba el señor Cuervo».

De hecho, de la muerte de Pelayo se acusó lo mismo al teniente coronel Irenaldo García Báez, del Servicio de Inteligencia Militar, que al coronel Mariano Faget, del Buró de Represión de Actividades Comunistas, y al mayor general Francisco Tabernilla, jefe del Estado Mayor del Ejército. Sobre Orlando Piedra recae una responsabilidad directa. Hombres bajo su mando cometieron el crimen del lago del Country Club. Siempre se ha dicho —se decía incluso en 1957— que la orden salió del Palacio Presidencial.

En la entrevista aludida, que oculta más de lo que dice, Raimundo pregunta directamente a Piedra los nombres de los que ultimaron a Pelayo Cuervo. Responde el excoronel: «Se suponía que fueron elementos del Ejército, pero no se puede hacer una acusación sin saber quiénes fueron los elementos que lo hicieron». Pero resulta que lo sabía, pues a renglón seguido manifiesta que prefiere que la respuesta quede en blanco. Precisa: «Su contenido se deja en manos de una persona amiga que por razones de edad se supone que me sobreviva y que ha sido encargada por mí de hacerlo público algunos años después de mi muerte».

En la propia entrevista Piedra da una clave para conocer cómo en tiempos de Batista se ejecutaba a una figura de la oposición y de cómo a veces se frustraban esos asesinatos. Habla de Tony Varona, primer ministro en el Gobierno de Carlos Prío y a la sazón miembro de la Organización Auténtica del expresidente.

Expresa Piedra: «El doctor Varona fue varias veces —detenido— al Buró, porque era díscolo. En una madrugada cuando estaba allí, el presidente Batista me llamó y me preguntó: “Piedra, ¿tú tienes al doctor Varona detenido?”. Y le respondí: “Efectivamente, señor Presidente, aquí está el doctor Varona”. Esos eran los tiempos en que comenzábamos a capturar a los complotados en los sucesos del levantamiento de Cienfuegos… A las cinco de la mañana Batista me dijo: “Piedra, quiero descansar y sé que tú no eres ningún loco”. Le respondí: “No, señor, no soy ningún loco”».

Pelayo Cuervo no tuvo esa suerte. Si con su asesinato cumplió órdenes «de arriba», el Coronel tenía por su parte motivos particulares para ajustarle cuentas al exparlamentario. Poco antes, el nueve de enero de 1957, en un escrito que remitió al Tribunal Supremo de Justicia, Pelayo denunció irregularidades en procedimientos que cometían Orlando Piedra y sus agentes vestidos de paisano. Pero el Tribunal Superior de la Jurisdicción de Guerra, adonde se trasladó el asunto, dispuso el sobreseimiento de la causa porque «no se pudo comprobar la realidad de los hechos denunciados ni quienes pueden haberlos realizado, en caso de ser ciertos».

Entre decenas de revolucionarios, tampoco tuvieron la suerte de Varona, jóvenes como Sergio González «El Curita» y Oscar Lucero, quien en las mazmorras del Buró de Investigaciones fue torturado durante más de 20 días. El hombre que tenía en las manos todos los hilos del clandestinaje habanero no dijo una sola palabra, pese a lo bárbaro de los tormentos. Por eso le llaman el Mártir del silencio. Se afirma que tuvo fuerzas para escribir en la pared de su celda: «Aún vivo, mayo 18». Lo habían detenido el día primero. Nunca se encontró su cadáver.

ORLANDO PIEDRA, ¿QUIÉN ERES TÚ?

Aseguran los que lo conocieron que Orlando Eleno Piedra Negueruela, con sus trajes bien cortados y a la moda y sus vistosas corbatas, parecía un empresario más que un policía. Era un hombre elegante y de buena pinta con sus ojos pardos y cabellos castaños, sus 177 centímetros de estatura y sus 90 kilogramos de peso, según consta en su Hoja de Servicio.

Nació en San Antonio de los Baños, en 1917. Laboró en los tranvías, pero en 1941, siguiendo los pasos de su padre, ingresó en la Policía Nacional. Eran los días del primer Gobierno de Batista. Lo ascienden a cabo y lo promueven a sargento el 10 de octubre de 1944, el mismo día en que Batista abandonaba el poder. El 21 de noviembre del propio año pasa a retiro por «conveniencia del servicio». Marcha al exilio. En Estados Unidos friega platos y trabaja en la construcción. Un día se encuentra con Batista que, electo Senador en ausencia, preparaba su regreso a Cuba. Le dice: «General, si me necesita, ya yo tengo las maletas hechas». Días después, Batista le ordenaba que lo esperara en La Habana. Aquí organiza a los hombres que le servirán de escolta. El 10 de marzo de 1952 entra con Batista en la Ciudad Militar de Columbia. Enseguida, el nuevo mandatario lo reinstala en la Policía con grados de capitán. El 1 de julio es ya Coronel y en abril de 1954 se calza en propiedad la jefatura del Buró de investigaciones. Las condecoraciones le llueven, entre ellas la Orden Nacional de Mérito Carlos Manuel de Céspedes, la más alta distinción que confería entonces el Estado cubano y que recibe en grado de Comendador. Tenía también la sortija con la piedra de amatista, prenda con la que el tirano distinguía a sus íntimos.

Piedra es el hombre de oro de Batista, el que el General prefiere entre todos los jerarcas policiales, el hombre a quien confía su seguridad. Es él quien organiza la fuga del tirano y sus secuaces el 1 de enero de 1959 y sale al exilio en el avión que se lleva a Batista. Por razones de su cargo tuvo estrechas relaciones con la CIA y el FBI. Monitoreó en México los movimientos de Fidel Castro e infiltró y pagó espías en organizaciones opositoras. Por su conducto viene a Cuba, a fines de 1958, un norteamericano que sube a la Sierra Maestra con la misión de atentar contra la vida del jefe rebelde. Capturado tras el triunfo de la Revolución, la madre del sujeto viene a implorar su libertad. Fidel accede al pedido y la señora regresa a Estados Unidos con su hijo. En los días del magnicidio de Dallas, el FBI interroga a Orlando Piedra: entre los papeles de Lee Harvey Oswald apareció un apunte con el nombre y la dirección del excoronel cubano. Antes, por conducto de la CIA, se había sumado a la Operación 40, policía política de la Brigada de Asalto 2506 que, de haber triunfado en Playa Girón, se hubiera encargado de apresar y ajusticiar a la dirección de la Revolución.

El 22 de enero de 1959, la Dirección de la Policía Nacional Revolucionaria da de baja al coronel Orlando Eleno Piedra Negueruela a partir del 31 de diciembre anterior, por abandono de cargo y destino. Meses después, en junio, se le forma causa por el delito de deserción y más tarde por los de robo y maltrato a detenidos.

En ese mismo año, asentando la solicitud en el asesinato de Pelayo Cuervo Navarro, el Gobierno cubano pide a Washington su extradición. Sin éxito.

*Respuesta a la petición de Severino Hidalgo, de Sagua La Grande, Villa Clara.

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