Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ojo con la polisemia

Luis Burgos Sierra, lingüista cubano graduado por la Universidad de La Habana en 1975, era un joven ambicioso y osado, nieto de un académico salmantino exiliado en Francia desde 1937, donde también se refugiara su padre, excombatiente del Ejército del Ebro.

Luis soñaba con realizar una obra que abriera nuevos rumbos y, tras abandonar la docencia, el reunionismo excesivo y el papeleo imperante durante su época de docente en la Facultad de Filología, aceptó una modesta plaza de investigador raso en el Instituto Cubano de Literatura y Lingüística, donde no lo fastidiaban con fruslerías burocráticas y así podía él satisfacer su crónica avaricia de tiempo. Ya desde su entrada al Instituto, llegó decidido a consagrarse a la dialectología de Hispanoamérica, que en su caso incluía las vertientes fonética, semántica y sintáctica. Y su sueño era recorrer Hispanoamérica, grabadora en ristre, desde el río Bravo hasta la Patagonia.

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Tras presentar su colosal proyecto a varias instituciones filantrópicas promotoras de estudios científicos, logró interesar a la Fundación Guggenheim, que le otorgó una beca con un estipendio de 500 dólares mensuales durante dos años, renovable por otros dos, si los resultados se consideraban satisfactorios. Y una vez tramitado sin ninguna dificultad un pasaporte español, avalado por la nacionalidad de su padre, madre, abuelos y abuelas, partió de La Habana en Aerolíneas Argentinas un 15 de enero, durante el tropical invierno antillano de 30 grados; y casi sin detenerse en Buenos Aires, prosiguió en un vuelo nacional de la misma empresa hacia el sur patagónico, a enfrentar su invernal verano de 18 grados en Río Gallegos, ciudad y puerto argentinos de gran calado, muy próximos al Estrecho de Magallanes.

En el término de seis meses de viajes por tierra, en tren, ómnibus y a lomo de mulas o caballos, acopió 320 horas de grabaciones en el extremo Cono Sur de Chile y Argentina; y de ese modo, al cabo de un año y medio, había grabado un gran acopio de muestras dialectales en Perú, Ecuador y la parte de Colombia situada entre el Pacífico y la Cordillera Occidental. Y al llegar al golfo de Urabá, frontera colombiana con el istmo de Panamá, la singularidad lexical de los negros en esa región colombiana llamada el Chocó, lo retuvo por allí casi un mes entero. Desde los primeros días, un negro viejo le alquiló una mula. Al llamarlo doctor don Luis, él protestó y le exigió un trato más sencillo; pero el viejo se declaró un hombre educado y a una «persona de color» como el doctor don Luis, él debía llamarlo así.

El descubrir maravillado que entre la población negra del golfo de Urabá un hombre «de color» era un blanco, lo indujo a demorarse más de lo previsto en el Chocó. Fue una decisión certera que le aportó otros sensacionales hallazgos semánticos. Un científico como Luis Burgos no debía desperdiciar aquel manantial de reliquias dialectales. Era como haber hallado un arcón del tiempo de los piratas.

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Desde Urabá, Luis subió al vasto territorio de la Guajira colombiana; y durante otros ocho meses estudió el multifacético tesoro dialectal venezolano del Orinoco, la selva fronteriza con la Amazonia brasileña, los llanos y el Táchira, de donde regresó a la parte no estudiada del centro y oriente colombianos. Su arribo a Bogotá coincidió con el fin de los dos primeros años de su beca.

Le faltaban otros dos años para visitar las islas caribeñas hispanófonas, las Antillas Menores y Mayores, la América Central y México; y luego debería volar de regreso para finalizar su levantamiento de tipicidades dialectales en las regiones y países al oriente de los Andes, que eran parte de Colombia, parte de Ecuador, Bolivia, Paraguay, el norte argentino y Uruguay; y muchas dudas tenía de lograrlo en los dos años que podrían adjudicarle sus patrocinadores.

Al bogotano aeropuerto de Eldorado llegó a media mañana, donde lo esperaba para un encuentro de trabajo un vizcaíno, representante de la Guggenheim, a quien debía entregarle sus acopios lexicales de los últimos seis meses, que justificaban el cumplimiento del compromiso contraído con la Fundación.

El vizcaíno lo sorprendió con la grata noticia de que los hispanistas neoyorquinos, tras leer con gran voracidad la parte de su trabajo entregada dos meses antes, lo habían considerado excepcionalmente valioso; y la Fundación Guggenheim de Bilbao se proponía ofrecerle otra beca de dos o tres años, para un atlas lexicográfico del castellano hablado en toda la Península Ibérica, incluidas Galicia, Cataluña, el País Vasco y otras regiones ibéricas donde sus hablantes alternaban el castellano con sus lenguas ancestrales.

Todavía en el edificio de Eldorado, un bogotano nativo, secretario y chofer del vasco, les ofreció tomar un tinto.

«¿A las nueve de la mañana? ¡Qué borracho!», pensó Luis.

En todo el mundo hispano, un tinto era un vaso de vino. Pero en Colombia era un café negro.

El mismo día, en un puesto de lustrabotas, captó su atención un colorido diálogo entre el que lo atendía y otro a su lado:

—Oiga, su mercé, présteme el betún carmelita.

Y como recibiera una negativa, el muchacho se molestó:

—No sea tan hijueputa, su mercé, y présteme el betún, camine pues...

«¿Su merced? Vaya arcaísmo», se dijo Luis Burgos, y tomó nota en el acto; pero lo más sorprendente fue que el diálogo transcurría entre «emboladores», como llaman en Colombia a los lustrabotas, muy desarrapados los pobres.

Un tiempo después, supo que en el altiplano de Cundinamarca y sobre todo en el vecino departamento de Boyacá, la gente jamás emplea nuestras segundas personas de familiaridad en singular. Los bogotanos no conocen el uso del tú. En el resto del país, en cambio, hay regiones donde se emplea el tú, y en otras solo el vos.

Luis quiso saber entonces de qué modo tratan en Bogotá los padres a sus hijos, si no pueden tutearlos; o los niños a sus hermanos y compañeritos. ¿Y los novios entre sí? ¿Y los amigos íntimos?

Se le dijo que allí siempre se empleaba el usted, válido por igual para expresar respeto o familiaridad, según el contexto. Para Luis era un extraordinario descubrimiento dialectal.

En cuanto a las relaciones amorosas, fraternales, muy familiares o de intenso afecto, allí se apela al arcaísmo «su merced»; pero por contradictorio que parezca, no trasunta el respeto a un interlocutor de más jerarquía social, como en el castellano de siglos anteriores.

Entre el pueblo más humilde, como los lustrabotas, «su merced» expresaba apegos muy habituales. Y cuando dos amigos andaban siempre juntos, se decía que eran «carne y uña» o «uña y mugre». Y en el trato de los mayores con los niños, solía apelarse al diminutivo, aún más cariñoso, de «su mercecita».

Pero al tercer día de su llegada a Bogotá, Luis vivió un incidente que jamás se le borraría de la memoria. Entusiasmado por las buenas noticias recibidas en el aeropuerto y al calor de unos tragos tomados con el vasco de Guggenheim en el hotel Tequendama, Luis se vio atraído en la calle por una joven. Su andar cadencioso le alborotó la sangre y, como pretexto para abordarla, le preguntó con discreta cortesía dónde quedaba el hotel Tequendama. Ella lo observó con muestras de simpatía y entablaron un diálogo en marcha. La muchacha se declaró fascinada con su acento costeño; pero él le explicó que era cubano. Cuando él con su técnica de rápida seducción para no perder tiempo, le propuso ir a celebrar aquel encuentro justamente al lujoso Tequendama; ella, con profesional desenfado lo miró a los ojos y le sugirió ir a un local cercano, a pocos pasos de allí, donde a él le saldrían mucho más baratos los tragos y la habitación.

A todas luces, el joven lexicólogo no había realizado una conquista callejera: muy al contrario, una prostituta había levantado un cliente.

Para no sonrojarse, Luis simuló con desenfado que la había calado desde el primer momento; pero como era estupenda y él estaba muy atrasado en su cuota de «yatusabes», acordaron una tarifa y se fueron adonde ella propuso.

Mediado el amoroso lance, en la postura más universal, ella estiró de pronto los brazos, cerró los ojos boca arriba y entre gemidos suplicó:

—¡Duuuro, su mercé!

Luis, bajo el efecto de su excitación y los tragos, olvidó en ese momento lo que sabía sobre el empleo bogotano del vocativo «su mercé» y supuso alarmadísimo que el reclamo de dureza iba dirigido a un cómplice armado de un garrote para molerlo a golpes y robarlo. Supuso una práctica habitual para desplumar incautos; y presa de aquel pavor insensato, brincó de la cama al piso con los brazos en alto, para protegerse de los mandobles.

El resultado fue que la muchacha huyó desnuda del cuarto, muy asustada de aquel chiflado, al tiempo que el dueño de la casa, ese sí con un machete desenvainado, lo conminó a marcharse con su locura a otra parte.

Así terminó el inconcluso romance bogotano del dialectólogo Luis Burgos Sierra.

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