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Sigue el baile

¿Existe la relación de los bailes que en Cuba provocaron mayores resonancias? Existe. Por lo menos en lo que toca a la primera mitad del siglo XIX dejó una lista atendible José María de la Torre en su libro Lo que fuimos y lo que somos, La Habana antigua y moderna, que se publicó en 1857. Aunque ya imaginará el lector que una lista de ese tipo es siempre un poco aleatoria.

Menciona el agudo memorialista el baile con que el almirante francés Filiberto Willoumet correspondió a los muchos que se le dedicaron cuando, luego de un temporal que dispersó su escuadra y desmanteló la nave capitana, pudo llegar al puerto habanero. También los que se ofrecieron en honor del marqués de Someruelos y Miguel Tacón, en 1810 y 1836 respectivamente: el de este último en la Alameda de Paula, y el baile con que se festejó, en el Palacio de la Audiencia,  la jura de Isabel II. Menciona también De la Torre entre los bailes espléndidos de La Habana, el que se dedicó, en 1807, a Manuel Godoy, curioso personaje que llegó a la Corte española como guardia de corps del rey Carlos IV y subió como la espuma gracias a los favores que tributaba a la reina, la fea y desdeñada María Luisa de Parma. Consejero áulico, Gran Almirante, presidente del Consejo del Reino, Príncipe de la Paz... hasta que el motín de Aranjuez lo puso en manos de su enemigo, el Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, que lo obligó a irse al exilio para morir en París prácticamente en la indigencia.

No menciona De la Torre el baile de los Gentiles Hombres del 11 de octubre de 1846, llamado así porque lo auspiciaba un grupo de vecinos que ostentaban tal condición y que tuvo como escenario la Sociedad Filarmónica, el sitio de moda en La Habana de entonces.

Ese baile se celebró bajo un ciclón. El aspecto del tiempo era peor de hora en hora, pero, como oficialmente no se había dado nota de mal tiempo, el público no se alarmó y confiado e inconsciente, continuó divirtiéndose y el baile de los Gentiles Hombres no fue suspendido.

Escribía el escritor español Miguel Rodríguez Ferrer, que había llegado a La Habana poco antes y que asistió a la fiesta por la insistencia del conde de Fernandina: «Un incidente, al parecer insignificante, rompió la normalidad de la fiesta. En un ángulo del salón discurríamos con el capitán general O’Donnell algunos concurrentes. Recuerdo a los condes Villanueva y de Fernandina, el Segundo Cabo, y algunos de los Gentiles Hombres, padrinos del baile.

El tema de la conversación no era otro que buscar la manera de escapar de aquel sitio cada uno para su hogar, porque el huracán comenzaba a desatarse. Alguien abrió un postigo de los que daban a la calle y una ráfaga violenta penetró en el salón arrebatando, de modo inesperado, la castaña de bucles postizos que llevaba puesta una de las damas más encopetadas de la reunión.

Hubo un correcorre dramático, aunque lleno de comicidad. Como la mayor parte de las damas, siguiendo las exigencias de la moda, llevaban los mismos postizos, todas corrieron al salón de señoras o cuarto de toilette, para afirmarse sus peinados y no ser víctimas de otra ráfaga; mas como hubo gritos, confusión y alarma, y el huracán arreciaba, cada uno abandonó aquel salón como pudo, terminando el baile de los Gentiles Hombres como el rosario de la aurora».

Las consecuencias fueron catastróficas. El propio Rodríguez Ferrer escribe: «La estadística es aterradora: 114 muertos; 76 heridos; 1,872 casas derribadas; 5,051 deterioradas; 235 buques perdidos; 48 averiados. Al pensar en todas estas desgracias me doy cuenta de los momentos pavorosos que pasaron los habitantes de La Habana aquel día memorable del 11 de octubre de 1846».

Señorío criollo

De mucha cuenta fue el baile con que los condes de Fernandina agasajaron en 1893, a Eulalia de Borbón, infanta de España —hija de Isabel II y hermana de Alfonso XII— y a su esposo, Antonio de Orleans.

Una recepción solo comparable, aseguran viejos cronistas, con el soberbio baile de trajes auspiciado, 30 años antes, por el capitán general Francisco Serrano y su esposa, la trinitaria Conchita Borrell, en el palacio de la Plaza de Armas, y el baile que se celebró en honor del príncipe Alejo, hijo del zar de Rusia, a bordo del buque de guerra Gerona, en la rada habanera.

Ya para entonces habían perdido los Fernandina toda su fortuna y con ella su lujoso palacio del Cerro. Vivían en la misma barriada, en una casa alquilada, y no por ello menos lujosa, en la Calzada del Cerro esquina a Santa Teresa. En ese edificio, que fue después sede de la clínica Católicas Cubanas y que hoy es el hospital pediátrico municipal, tuvo lugar la fiesta y hay que decir, en honor a la verdad, que los condes, aunque ya arruinados, se gastaron su platica.

Refieren las crónicas que el día de la fiesta, desde las nueve de la noche, un cordón ininterrumpido de carruajes ocupaba toda la Calzada del Cerro, desde la esquina de Tejas. Al llegar a la curva de Palatino era imposible dar un paso.

La casona resplandecía de luces. A las 11, hicieron su entrada en la casa los infantes españoles seguidos por su comitiva: el duque de Tamames, diplomático; la marquesa de Arco Hermoso, dama de Corte de la Infanta, y el capitán Pedro Jover, Gentilhombre de Cámara. A ellos se sumaba el Capitán General.

Rompió entonces la orquesta con el rigodón de honor que, entre otras parejas, bailaron Eulalia y el Gobernador, la condesa de Fernandina y el infante de Orleans, y el Conde anfitrión y la marquesa de Arco Hermoso. También el Duque de Tamames y la condesa de Buenavista, el gobernador de La Habana y la condesa de Macurijes, el general Arderius y la condesa de Santa Coloma.

Acometió la orquesta otros aires y bailó toda la concurrencia hasta la hora del bufet. Veintiséis mesas para seis comensales, cada una estaban dispuestas en el salón. Lamentablemente, la crónica no recogió el listado de los platos servidos ni las bebidas que deleitaron a la concurrencia.

Después siguió la fiesta. Eulalia, que la conocía desde que era una niña, reafirmó el criterio de que su anfitriona cubana era capaz de reinar en cualquier salón, por exclusivo que fuera.

De las piedras preciosas

La crónica habanera recuerda los que han sido considerados los más sonados bailes de la etapa republicana, entre ellos, el de la inauguración del Palacio Presidencial, el 31 de diciembre de 1920, por el mayor general Mario García-Menocal y Mariana Seba, la Primera Dama

Completan la lista el Baile de Trajes en la casa de la señora Lily Hidalgo de Conill, el 12 de marzo de 1916. El Baile de Pastoras Watteau en la residencia del matrimonio de Regino Truffin y Mina Pérez Chaumont, el 19 de marzo de 1916. El Baile Segundo Imperio, que organizaron los esposos Agapito Cajiga y María Luisa Gómez Mena, futuros condes de Revilla Camargo, el 15 de febrero de 1924. El baile París 1900 en la residencia de Marcelino García Beltrán y Chea (María de las Mercedes) Pedroso González de Mendoza, el 28 de enero de 1950.

La fiesta París 1900 fue en su momento calificada por la prensa como la más grande celebrada en la capital de la Isla desde 1925, con resonancia no solo nacional, sino también en el exterior. Luis de Posada, cronista social del Diario de la Marina, decía en su página: «En la larga historia de la vida social habanera, donde tantos y tan bellos acontecimientos se han registrado, solo se recuerdan unos pocos que puedan competir en lujo, fastuosidad y elegancia con el evento en cuestión. Algo extraordinario».

Proseguía el cronista: «El lujo desplegado en las toilettes de las damas, la sobriedad en los trajes de los caballeros, todo ello al estilo de 1900, como también la belleza del decorado que logró Mario R. Arellano, inspirándose en el París de esa época, fueron las características del importante suceso, un maravilloso suceso que no tendrá repetición».

Pero la tuvo. Justo al año siguiente, el 28 de enero de 1951, el matrimonio volvía a abrir su mansión para celebrar un nuevo cumpleaños de su única hija. Luis de Posada volvía a la carga: «Fue una fiesta de luz, color y alegría de boato y esplendor, que se desarrolló en el mismo ambiente de grandeza que la fiesta anterior». Lo nombraron el Baile de las Piedras Preciosas, y «las señoritas que asistieron, lo hicieron con vestidos que se inspiraban en las piedras preciosas. Otra vez fue Mario R. Arellano el autor del decorado. Fantástico».

Papel y tinta

Las fiestas experimentan un cambio sustancial después de 1959. Salen de las sociedades regionales y de instrucción y recreo, que van disolviéndose... y un sector de la población, hasta entonces al margen tuvo acceso a espacios de recreación exclusivos hasta la víspera. Se cierra un ciclo de larga y acendrada tradición, escribe la musicóloga Adriana Orejuela, y se abren nuevas formas, tanto de socialización como de proyección del baile.

Muy sonados fueron en los comienzos de los 60 los que con el nombre de Papel y Tinta patrocinaba el periódico Revolución. Con relación a una de sus convocatorias, advirtió Benny Moré: «Que Obras Públicas prepare los hierros para “coger” los huecos que van a dejar en la calle los bailadores».

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