Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El hombre de Guaracabuya

La frase llega desde la esclavitud: el que corta el bacalao. Aún en Cuba, en ciertos sectores populares, el concepto de autoridad se relaciona con ella.

Dice Manuel Moreno Fraginals en ese clásico que es su libro El ingenio, que durante la última década del siglo XVIII las fábricas de azúcar conocieron de una situación dantesca. Circunstancias adversas repercutieron en la economía de la Colonia y, por ende, en la vida del esclavo, que andaba hambriento y casi desnudo por las plantaciones. Muchos ingenios carecían de tasajo o de bacalao, renglones básicos en la alimentación de los negros, y les proporcionaban solo una comida al día. Las plantaciones que carecían de una gran cocina central para preparar la comida de la dotación acostumbraban a dar a sus esclavos, uno a uno, la ración correspondiente de uno de esos alimentos para que la guisaran ellos mismos.

El encargado de cortar la carne o el bacalao tenía en sus manos un poder excepcional en esos años de hambre, y de ahí la frase y el sentido de poder que adopta.

Sí, pero con la misma cara

Tiene aire de Quijote. Sobre un magnífico caballo, que avanza a trote corto, entra triunfante en La Habana el Generalísimo Máximo Gómez. Lo preceden sus cornetas, ocho generales cabalgan a su lado y cierra la comitiva la escolta que ha acompañado al viejo caudillo durante los últimos años. Marcha la columna entre un mar de pueblo desbordante de calor humano, henchido de patriotismo y entusiasmo.

Cada vez que la columna hace un alto en su camino hacia la Quinta de los Molinos, la antigua casa de veraneo de los Capitanes Generales, que las autoridades pusieron a disposición del General en Jefe del Ejército Libertador, no son pocos los que logran romper el cerco que lo  protege  y lo saludan personalmente.

Un hombre joven, no dirá su nombre el escribidor,  se le acerca. El guerrero lo mira con atención. Le clava sus ojos de águila. Está seguro de conocerlo, pero no puede precisar de dónde. Al fin recuerda al sujeto.

Le dice: —Usted desertó de nuestras filas y se presentó al enemigo.

El individuo, sorprendido por la memoria de su interlocutor, se turba, pero reacciona. —Sí, General, me presenté. Lo hice bajo otro nombre

La respuesta de Gómez viene rápida:

—Lo habrá hecho con otro nombre, pero usó la misma cara.

El culpable totí

«La culpa de todo la tiene el totí…» La frase viene de la esclavitud y apenas oculta su tufo racista. La esgrime quien sabe a otro culpable de una falta y prefiere o le conviene exculparlo, y se dice también al sujeto que insiste en eludir su responsabilidad.

El totí es un ave muy común en Cuba, de color negro intenso con reflejos violados y pico curvo en su extremo. Anda en bandadas y come de semillas y gusanos que quedan al descubierto al roturarse la tierra. Aparte de limpiar de insectos al ganado, su plato preferido son los granos almacenados y sobre todo el azúcar, al punto de que en los ingenios se hacía habitual destinar a un negro viejo o sumamente joven para que espantara a los totíes de los almacenes.

Como aún así las existencias bajaban, los custodios culpaban del faltante a ese pájaro de la familia de los córvidos.

 

¡Liberales de Perico! ¡a correr!

Las versiones difieren, pero en ambas el escenario es el mismo, es la misma época y el protagonista es la misma persona. La frase quedó inscrita en el imaginario colectivo y pese al transcurrir del tiempo suele aún utilizarse  o se invoca cuando la situación aconseja una retirada oportuna.

Sucede que en 1916, el presidente conservador Mario García Menocal, empeñado en mantenerse en el poder, fue a la relección y perdió frente al candidato liberal Alfredo Zayas. Quiso Menocal  reconocer gallardamente su derrota, pero la camarilla áulica lo aconsejó en sentido contrario y se proclamó vencedor. Se alzaron en armas entonces los liberales en las provincias de Camagüey y Oriente, se apoderaron de las capitales de esos territorios e  iniciaron el avance hacia la capital del país. Es lo que se ha llamado la rebelión de La Chambelona.

Mientras el Ejército se enfrentaba a los insurrectos, los conservadores sembraban el pánico en pueblos y ciudades y disolvían a tiros las reuniones de sus contrarios, por pacíficas que fueran. Pese a la violencia, en el bucólico poblado de Perico, en la provincia de Matanzas, las huestes liberales llamaron a un mitin; usaría de la palabra el joven político negro Aquilino Lombart. Seguro de sí mismo, Lombart  encabezaba su perorata con un rotundo «¡Liberales de Perico!» cuando un grupo de conservadores arremetía a tiros contra la multitud. Ahí mismo terminaron el discurso y el acto  pues el orador solo atinó a agregar un atinado «¡A correr!» que poca falta hacía a esa hora cuando la mayor parte de los reunidos habían puesto ya pies en polvorosa.

La segunda versión es muy parecida. Solo que en ella no hay tiros. Se había situado la tribuna en el parque central del poblado  y cuando Lombart comenzaba a dirigirse a los congregados con aquel «¡Liberales de Perico!»,  una yagua se desprendió de una  palma cercana y, con su sonido característico, provocó la alarma consiguiente. Tan asustado como sus correligionarios, el disertante que no llegó a serlo exclamó: «¡A correr!».

No faltan los que en lugar de «¡Liberales de Perico! ¡A correr!» alteran el orden de las palabras, pero no el sentido de la frase y expresen: «¡A correr, liberales de Perico!». De cualquier manera es una frase que pervive en la memoria de la gente aun cuando se desconozcan los detalles del suceso que le dio origen hace ya casi cien años.

El ocurrente Ferrara

El italiano Orestes Ferrara y Marino fue, entre otras muchas cosas buenas y malas, un hombre ocurrente. Coronel de la Independencia, se desempeñó como abogado penalista hasta que se percató de lo poco gratificante de su esfuerzo: sus clientes, si no estaban presos, los estaban buscando. Se decidió entonces por el Derecho Económico, ejercicio promisorio en una República que se abría a la vida y en la que se hacía cada vez mayor la penetración del capital norteamericano. Tuvo la suerte de conocer en La Habana a los hermanos Behn —Sosthenes y Hernann Behn— creadores, a iniciativa de Ferrara, del monopolio telefónico de la ITT (ATT), por lo que Cuba fue en 1910 el primer país del mundo en disfrutar de esa maravilla que es el teléfono automático que posibilita la comunicación de persona a persona sin necesidad del intermedio de la operadora.

Fue Ferrara embajador de Cuba en Washington y secretario de Estado —ministro de Relaciones Exteriores— en el Gobierno dictatorial de Gerardo Machado. Figuró por el Partido Liberal entre los delegados a la Convención Constituyente de 1940. En enero de 1959 era todavía Embajador en la UNESCO y fue cesanteado por el Gobierno Revolucionario. Fue profesor de la Universidad de La Habana, puesto que ganó en sonadas oposiciones, y Representante a la Cámara, el cargo elegible más alto al que podía aspirar un extranjero con ciudadanía cubana. Presidiría ese cuerpo colegislador.

En la Escuela de Derecho se hizo famoso porque nunca suspendió a un alumno. «Ya lo suspenderá la vida», decía. En la Cámara,  en una ocasión, hizo víctima de su lengua mordaz a otro curul y le restregó en la cara su ignorancia.

—No me trate así, Doctor Ferrara, yo también pasé por la Universidad.

Respondió el italiano:

—Los tranvías también pasan por la Universidad.

El mundo de los humoristas

Juan David dejó en sus cartones el rostro de su tiempo. «Picasso de la caricatura personal», le llamó Raúl Roa. En 50 años de quehacer profesional legó unas 5 000 caricaturas personales y alrededor de 15 000 dibujos políticos y de sátira social, una de las obras plásticas más grandes del mundo en su género, decía René de la Nuez.

Dijo David al escribidor que más que humor político, le interesó un humor social que guardara relación con las grandes y pequeñas tragedias del hombre, aunque reconocía que era mejor caricaturista personal que dibujante humorístico. Quiso hacer en Bohemia una sección de humor cubano —no político— y llevó a Miguel Ángel Quevedo, director-propietario de dicha publicación tres dibujos para que formara juicio. Días después Quevedo le dijo:

—David, el mundo no es tan dramático como lo pintan los humoristas. La sección no va…

La página en blanco

Aquella mañana  Max Lesnik, director-propietario de la  famosa revista Réplica, de Miami, estaba en su despacho con la vista fija en la cuartilla en blanco que se enroscaba en el rodillo de su máquina de escribir. La edición estaba a punto de entrar en máquina y Max no lograba concretar las ideas para la nota que debía escribir. Varios temas le venían a la mente, pero todos le parecían intrascendentes e inapropiados.

En eso entró a la oficina Carlos Robreño, que había escrito mucho para el periódico El Mundo y el semanario humorístico Zigzag, de La Habana, aparte de haber sido uno de los integrantes del panel de entrevistadores del programa Ante la prensa, de CMQ-Televisión. Al ver a su colega en aquel trance preguntó si estaba pensando en el hombre de Guaracabuya. Max ignoraba a qué se refería y  Robreño explicó que en los inicios de su carrera solía recibir las cartas de un lector que firmaba siempre como el hombre de Guaracabuya, que a veces lo elogiaba y a veces lo censuraba. Prosiguió Robreño:

—Ya yo no podía escribir. Me agobiaba la idea de lo que el hombre de Guaracabuya pensaría sobre mi artículo. ¿Le gustaría, no le gustaría? Hasta que un día me dije: «Al diablo el hombre de Guaracabuya» y empecé a escribir como me daba la gana.

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