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Precios, licencias y multas en La Habana colonial

LOS precios se controlaban de manera estricta en La Habana colonial. En fecha tan temprana como 27 de febrero de 1551, el Cabildo habanero establece precios de cabal cumplimiento para productos alimenticios. De esa manera, entre otros rubros, fija en cuatro reales el precio de una libra de pan y se pagarán dos reales por seis huevos, en tanto la carga de casabe se expenderá a dos pesos oro. Y es que a causa de las muchas flotas y armadas que durante el año precedente pasaron por el puerto hay mucha falta de casabe, lo que ha provocado que no pocos vecinos vendan la carga de pan a tres, tres y medio y cuatro pesos, lo que es mucho prejuicio, dice el Cabildo, por lo que el 19 de junio del propio año manda a que se pregone que «ninguno en esta villa pueda vender ni venda la carga de casabe a más de dos pesos de oro pagados en buena moneda en plata o en oro, y si el precio fuere en reales que no pueda subir de 25 reales la carga, y de allí abajo  cada uno puede vender como quisiere, esto por todo el tiempo que durare la falta o necesidad». Se incluye en el cuerpo de ese pregón del Cabildo el precio del tasajo, que será de un peso la arroba, y se advierte la pena en que incurrirá quien viole los precios. El infractor pagará una multa de 12 pesos en oro, de los cuales la mitad se destinará a obras públicas, y la otra mitad corresponderá a quien denunciara la violación.        

En el propio año —18 de abril— se regula el comercio del tabernero. Ante el desorden con que llevan a cabo su negocio y que perjudica a la vecinería, se manda a que desde esa fecha en adelante «ninguna persona que tuviese por oficio y trato, y fuese tabernero vendiendo por menudo, no pueda tener ni tenga en su casa y fuera de ella más que una pipa de vino, la cual pueda vender y venda…, y que acabada y echada fuera de casa la madera, pueda comprar otra, y el que tuviere más, ya sea en pipas, botijas, etc., sea penado con seis pesos oro».

No son pocos los que violan o pretenden violar esa disposición. El 18 de abril de 1566, el regidor del Cabildo que se ocupa de la esfera, y a quien se da el título de «catador del vino para el abasto», pone al descubierto la existencia de 83 pipas y 400 botijas, y también que Juan Alonso tiene 50 pipas y 400 botijas, Melchor Rodríguez 25 pipas, Antón Recio siete pipas y Castillo una pipa; «y así se prohibió la extracción y embarque de vinos a Hernán López que quería vender fuera el que trajo en una carabela». Se toman medidas contra revendedores que deben concurrir al Cabildo a fin de declarar, con pena de multa de veinte ducados si no lo hacen, cuántas pipas de vino compraron en conjunto  y cuánto pagaron por ellas. El Cabildo al final fijará el precio de la mercancía, y a uno de esos sujetos, a quien se le detecta una gran cantidad de harina, se le advierte que de hacer pan con ella deberá venderlo al mismo precio de las panaderías.

Cincuenta azotes

El 24 de abril de 1556 libra el Cabildo un conjunto de ordenanzas de preciso cumplimiento en casas de comidas y de alojamiento. Se multará a quienes las burlen por primera vez, la multa se duplicará para los reincidentes y habrá una severa sanción en metálico para los que vuelvan a caer en falta y se les retirará además el permiso para operar.

En esas fondas se pagarán dos reales por tres libras de pan de casabe, y medio real por una libra de carne de cerdo, asada o cocida, que en este caso se servirá con una guarnición de col o calabaza. También se abonará medio real por una libra de carne de vaca, acompañada de un plátano u otra fruta del trópico. La piña se expenderá a medio real y 12 plátanos importarán un real.

Las ordenanzas estipulan que el vino será medido y servido a la vista del comprador. El establecimiento debía brindar agua al comensal, «la que le bastare», y mesa y manteles limpios «de valde, sin llevar para ello interés alguno». Consignaban las ordenanzas que la casa dispondría de peso y medida para pesar y medir lo que en ella se ofertara de  comer y beber, y establecían de manera clara y terminante que la lista de precios debía estar expuesta en lo público del establecimiento y de forma en que todos la pudiesen leer y entender, «todo bajo pena de tres ducados por la primera vez, repartidos entre el cabildo, el juez y el denunciante, y por la segunda doblados, y por la tercera en diez ducados y la privación del trato o autorización.

Si alguien quería pernoctar en alguna de esas casas, pagaría un real por noche si contaba con una  hamaca, y medio real si no la había.

Detecta el Cabildo una irregularidad. Hay negras esclavas que con el consentimiento de sus amos, que se benefician también con el negocio, tienen trato, esto es, permiso o licencia, para manejar una casa de hospedaje, trato que no las amparaba en otros negocios que mantenían «por la izquierda», bajo la cobertura del hospedaje, como el expendio de bebidas y tabaco. Llega así el 14 de mayo de 1557 y un pregón anuncia públicamente que «de hoy en adelante ninguna negra esclava sea osada de vivir en casa por sí, ni tener taberna ni tabaco, so pena de cincuenta azotes a cada una de dichas negras que lo contrario hicieren y demás de esta que el amo que se lo consienta incurra en pena de dos pesos para la Cámara y el Fisco, y obras públicas…»

Ninguno pretenda ignorancia

En el mismo año de 1557 es de conocimiento del Cabildo que hay personas —mujeres negras, sobre todo— que se han convertido en vendedoras ambulantes de longanizas, buñuelos y maíz molido y también de pasteles y tortillas de maíz y de catibía. No solo carecen de licencia para el expendio, sino que comercian productos a los que el Cabildo no les ha puesto precio. Es así que el 18 de enero de 1557 se dispone que a partir de esa fecha «en el vender de lo susodicho haya orden, de manera que no agravie el que lo compre y quien lo vendiere». Se pregona entonces que vara y media de longaniza se venderá por un real, y que en cuanto a los otros productos mencionados no se sacarán a la venta hasta que el regidor o los regidores determinen el precio, so pena de la multa consiguiente. «Y porque venga a noticia de todos y ninguno pretenda ignorancia, mandaron a que se pregone públicamente en esta villa».

Un año más tarde se establece una pena de dos pesos oro para los zapateros que encarecen su mercancía pese a que no se incrementaron los precios de cueros, cordobanes y otras materias primas de las que se valen para elaborar zapatos. Se fija asimismo el precio que cobrarían por cada par de zapatos que elaboraran, según el tamaño y el material que sea empleado. Diez reales por zapatos de 12 y 13 puntos—los de mayor tamaño—,  y ocho reales por los de ocho y nueve. El zapato de badana o gamuza se cobraría a seis reales si es de 12 o 13 puntos, mientras que un par de botas importará cuatro reales.

Asevera Hernando de la Parra en su célebre y discutida crónica sobre la vida en La Habana a fines del siglo XVI que aquí «el trabajo de manos es carísimo». Añade: «por la hechura de una ropilla entera de raso, lleva el maestro Aguilera… veinte escudos de oro». Y a los músicos «es preciso pujarles la paga, y además de ella, que es exorbitante, llevarles cabalgadura, darles ración de vino y hacerles a cada uno, y también a sus familiares (además de lo que comen y beben en la función) un plato de cuanto se pone en la mesa, el cual se los llevan a sus casas; y a este obsequio llaman propina…».

¡Ah, la licencia!

Para todo o para casi todo se hacía imprescindible la licencia en La Habana colonial. Quien quiera construir o reparar debía antes procurarse y pagar la licencia correspondiente. Permiso que tenía vencimiento y que no autorizaba a bloquear una calle y poner así en peligro la integridad de los paseantes desprevenidos. Los ladrillos, tablones, piedras que queden en la calle, deberán alumbrarse de noche con un farol a fin de alertar de su presencia al transeúnte. De no hacerse, el responsable era castigado con una multa fuerte. El bloqueo debía limitarse a un tercio del ancho de la calle. Cuando el cabildo otorgaba el terreno para la construcción de una vivienda, el beneficiado debía tenerla lista en seis meses, si no, perdía el derecho sobre el espacio concedido.  

Los sábados, las calles habaneras se llenaban de pordioseros, a veces sucios, deformes, repulsivos. Otros, muy limpios, eran seguidos por un sirviente que portaba una bolsa para la limosna. Todos los mendicantes de la ciudad para pedir limosna requerían de una licencia que debían portar en lugar visible.

Otra cosa eran los impuestos. Los había sobre la tierra, la propiedad, la industria y el comercio. Todos los contratos debían hacerse en papel timbrado que suministraba el Gobierno. Se requería de permiso o licencia para abrir una escuela, una tienda, un mercado, un lugar de diversión, para mudar de casa, para vender por la calle. Se imponía poseer pasaporte para desplazarse por el territorio nacional… La falta del documento era castigada con una multa.

Menos de la mitad del ingreso que se obtenía por esa vía se destinaba a cubrir los gastos de la administración colonial. El resto se enviaba a España para cubrir gastos del gobierno de la metrópoli. De ahí que se dijera que Cuba era la vaca lechera de España.

Mas no se piense que todo era coser y cantar. No pocos gobernadores tuvieron que pagar una fianza a la Corona antes de asumir el mando de la Isla. La corrupción corroía todo el aparato colonial. Había guardias e inspectores de a pie que con el pretexto de que no les alcanzaba lo que ganaban, recurrían a la «mordida» para sacar provecho de comerciantes y hacendados y el dinero corría luego hacia arriba. La corrupción administrativa, la malversación y el desvío de los caudales públicos empezaron temprano en la Colonia. Los garitos pagaban un impuesto clandestino a las autoridades locales, obligadas a su vez a «tocar» a sus superiores. En 1539 Lope Hurtado, tesorero de la Isla de Cuba, escribía al monarca español que desde años antes, cuando asumió dicho cargo, «siempre he visto hurtar la hacienda de Vuestra Majestad». Males que, se dice, llegaron desde la vecina isla de Santo Domingo y que, en definitiva, eran originarios de la propia España.

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