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Un rey francés en La Habana

Un miembro de la más rancia aristocracia francesa, descendiente de Luis XIII y primo de Luis XVI, integrante de una rama colateral de la Casa de Borbón y último monarca que ostentaría el título de Rey de los franceses, vivió en La Habana, durante cuatro meses, a partir del 27 de marzo de 1798. Ese día Luis Felipe de Orleans, duque de Valois, duque de Chartres y finalmente duque de Orleans, arribó a la capital de la colonia en compañía de sus hermanos menores, el duque de Montpensier y el conde de Beaujolais. Pese a no contar con un hospedaje digno de huéspedes tan distinguidos, el capitán general, Juan Procopio de Bassecourt, conde de Santa Clara y gobernador de la Isla, les brindó el asilo político que solicitaban sin sospechar que tal gesto terminaría costándole el cargo cuando el Gobierno francés solicitó su relevo a la Corona española, en virtud del Tratado de San Idelfonso, suscrito entre ambos gobiernos en Segovia, en 1796, y que los obligaba a socorrerse mutuamente en caso de que una de las partes lo solicitara.

Luis Felipe nació en 1773. Su padre, de igual nombre y primer duque de Orleans, fue de los pocos aristócratas que se convirtió en un firme partidario de la Revolución Francesa y mereció por ello el sobrenombre de Felipe Igualdad. Esa actitud de su padre influyó de manera decisiva en Luis Felipe, que en el ejército de la Revolución alcanzó el grado de teniente general y el honor de que su nombre se inscribiera en el Arco de Triunfo. Selló, sin embargo, su destino al secundar un golpe de Estado contra la Revolución tras el guillotinamiento de Luis XVI. Su huida a Austria llevó aparejada la desgracia de toda la familia, pese a que Felipe Igualdad condenó de mentiritas en la Convención Nacional la actitud de su hijo. La fortuna familiar, incautada, y arrestados, Felipe Igualdad y sus hijos, mientras que Luis Felipe se sumergía en las sombras para iniciar un larguísimo exilio que se prolongaría a lo largo de los 23 años siguientes. En Basilea vendió todas sus propiedades, menos uno de sus caballos, durmió en graneros y, siempre con nombres supuestos, trabajó como profesor; en Suiza fue mudándose de ciudad en ciudad. Hubo etapas en que no permaneció más de 48 horas en el mismo sitio. Fue entonces que supo que su padre, que votó a favor de la pena de muerte para su pariente Luis XVI, también había sido llevado a la guillotina como parte de la política radical del Comité de Salud Pública encabezado por Maximiliano Francisco Isidoro Robespierre. De Suiza pasó a Baviera y Hungría. Estuvo además en Escandinavia y en Estados Unidos antes de su llegada a Cuba. Los 15 años siguientes a su salida de La Habana los vivió en Inglaterra, hasta que regresó a su país tras la abdicación de Napoleón I y la restauración borbónica con el acceso al trono de Luis XVIII, hermano del monarca decapitado.

Anfitriones

La llegada de los príncipes franceses a La Habana y su estancia en la ciudad fue todo un acontecimiento social. Vivía la colonia una etapa de cierto florecimiento. La sacarocracia criolla, que hasta años antes no cesaba en su queja por los bajos precios del dulce cubano en comparación con los de otros países, pasando por alto que eso obedecía en parte a la abundante y menos costosa producción foránea, terminó por aceptar y poner en práctica las sugerencias de don Francisco Arango y Parreño, el llamado estadista sin Estado, en cuanto a la necesidad de mejorar los ingenios y los cultivos. Fue así que se introdujo una variedad de caña más productiva, se mejoraron las fábricas de azúcar y se adoptaron adelantos en la técnica de elaboración, lo que posibilitó que algunos hacendados produjeran hasta 20 000 arrobas de azúcar en una zafra, cifra considerada extraordinariamente alta para la época. No pocos criollos amasaban ya grandes fortunas y comenzaban a conocerse las grandes casas ricas, dice Ramiro Guerra en su Manual de Historia de Cuba (1971).

Don Martin Aróstegui y Herrera, más conocido como Martín Aróstegui III, fue uno de los anfitriones principales de los franceses. La doctora María Teresa Cornide, en su libro De La Havana, de siglos y de familias (2008) dice de este militar y hacendado que colaboró en el fomento del poblado de Madruga, «ganó su mayor celebridad por haber sido el anfitrión de los príncipes franceses Luis Felipe de Orleans y sus hermanos, durante su estancia en La Habana, a los que suministró una suma importante en calidad de préstamo, y se negó a aceptar su devolución». Su casa, en 1840 —la llamada casa de Aróstegui o de Armona—, ocupaba el espacio de la actual Lonja del Comercio.

Visitaron los franceses los alrededores de La Habana, invitados por doña Leonor Espinosa de Contreras y Jústiz, a quien Luis Felipe llama «Mamá Leonor». Es la erróneamente llamada Condesa de Jibacoa. Error que se repite y que aclara la poeta Gilda Guimeras en su libro Contado en pocas líneas (2015). Fue su hija y no ella la que llegó a convertirse en condesa de Jibacoa 23 años después de la estancia de los franceses en La Habana.

Condesa o no, doña Leonor Espinosa de Contreras fue la anfitriona perfecta, escribe Gilda. Estaba casada con Domingo de la Barrera, regidor perpetuo del Ayuntamiento de La Habana y propietario del corral Guanajay. Su ingenio San Francisco de Paula, apenas a una legua del pueblo, resultaba un lugar ideal para el descanso de los agotados huéspedes.

Traza Gilda Guimeras en pocas líneas esta vívida imagen del futuro rey de Francia en el ingenio azucarero cubano:

«Sentado en uno de los bancos de piedra que flanqueaban el camino lateral de la casa, Luis Felipe de Orleans podía abarcar con su mirada un extenso panorama pleno de verdes y azules. Tenía 25 años y muy poca experiencia en paisajes caribeños. Todo era nuevo para él: los macilentos esclavos que aprovechaban las horas de la mañana para tomar el sol a la puerta de la enfermería, casi frente por frente a la casa de vivienda; el crujir de las carretas, el sonido de la campana ubicada a unos pasos, marcando el duro ritmo de la plantación cañera, el olor dulce y denso que enrarecía el aire. La luz era tan cruda que le obligó a buscar refugio bajo los portales corridos de la casona que, 40 años después, el novelista Cirilo Villaverde en Excursión a Vueltabajo, describirá como rematados por persianas verdes».

Testigo de lo narrado, dice Gilda, queda la casona, la única de las viviendas del ingenio de Guanajay que ha llegado hasta nuestros días, con la fuerza de sus muros añosos, sus vetustos barrotes, sus tejas de maní, muchos de sus vitrales todavía intactos y «una insistente vocación de permanencia para poder contar estas y otras historias a todos los que quieran visitarla algún día».

Fue mamá Leonor quien desde el primer momento se hizo cargo de sostener a los príncipes franceses y a su séquito. Cedió al efecto su casa amueblada —en lo que hoy es el hospital Salvador Allende, en la barriada habanera de Cerro— y toda su servidumbre, corrió con todos los gastos de toda la estancia y, según refiere la tradición, en el momento de la partida, facilitó una bolsa con mil onzas de oro a cada uno de sus huéspedes.

Diez años después escribía Luis Felipe a su benefactora: «Después de una separación tan larga, es para mí una satisfacción muy sensible… repetirle cuán agradecido queda mi corazón por sus atenciones y finezas y todo lo que debo a tantos títulos».

Años más tarde, en 1838, el ya rey Luis Felipe remitía a «Mon Cher Martin», como llamaba a Martín Aróstegui, un retrato de su madre, la reina Luisa, hija del rey Fernando de Borbón-Dos Sicilias, pintado por David. Lo trajo su hijo, el Príncipe de Joinville.

Rey de Francia

Muerto Luis XVIII, el descontento por el Gobierno de Carlos X, su sucesor, provocó la revolución de julio de 1830, que destronó finalmente a los Borbones. Fue entonces que el elemento moderado del movimiento eligió a Luis Felipe como rey para dar paso a una monarquía constitucional en la que el poder quedó en manos de la gran burguesía y en la que el monarca se fue inclinando hacia el elemento más conservador. La negativa del Gobierno de ampliar el derecho al voto de los sectores más populares y el interés de Luis Felipe, a fin de consolidar la casa de Orleans, de casar a sus hijos con príncipes de las casas reinantes europeas, hizo crecer la oposición. Para salvar al régimen abdicó en 1848 a favor de su nieto, pero no quiso emplear la fuerza para reprimir al pueblo y le tocó ver cómo se proclamaba la segunda República. Temeroso de que lo guillotinaran, huyó disfrazado hacia Inglaterra, donde murió en 1850.

 

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