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Náufragos del Titanic en La Habana

Un matrimonio español que residió años en la capital cubana viajaba en el trasatlántico más poderoso del mundo, que se hundió en 1912. Sobrevivieron y contaron la tragedia a un periodista del patio, que ahora recuerda los pormenores para JR

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Entre las paredes de un hogar cubano rondaron durante muchos años los fantasmas del Titanic, el famoso «insumergible», que se llevó al fondo del mar muchas vidas, pasiones y sueños.

«Tenía que comprobar si, efectivamente, el agua estaba subiendo. No había duda posible. El agua negra y glacial avanzaba lentamente. Cuando comprobé que aquello se iba a pique, sin remedio, que el agua me subía por los pies, traté por todos los medios de salvarme».

Así lo recordó Julián Padró Manent, junto a su esposa, Florentina Durán, españoles de nacimiento, pero nacionalizados en Cuba, tras muchos años de estancia en La Habana.

Ambos tuvieron la suerte de estar entre los sobrevivientes del drama del trasatlántico Titanic, el 15 de abril de 1912, cuando se hundió al chocar con un témpano de hielo.

Cuarenta y tres años después de aquella terrible experiencia, el mismo Padró lo contó al entonces estudiante de Periodismo Rodolfo Santovenia, entrevista que tuvo gran impacto en las páginas de la revista Bohemia, en 1955.

A LA CAZA DE UN TESTIMONIO

Padró y Santovenia ante el «buque de los misterios y los sueños» El diálogo con Rodolfo Santovenia, el periodista que obtuvo aquel estremecedor testimonio, tuvo lugar esta semana en el portal de su casa, ubicada en los límites de los municipios del Cerro y Plaza de la Revolución.

Este profesional relata con orgullo las circunstancias en que realizó aquel apasionante descubrimiento y posterior trabajo periodístico.

Rememoró que en 1955, en el aniversario 43 del insólito suceso, leyó un periódico que hablaba de los sobrevivientes y sus lugares de residencia, sin mencionar a Padró ni a su esposa. Pero él sí los conocía, y entonces decidió entrevistarlos.

Rodolfo trabajaba en las oficinas de la Terminal de la Ruta de Ómnibus 17, donde Padró era accionista y propietario del ómnibus número 1 575. Como conocía por él que había escapado con vida de aquella tragedia marítima, fue a su casa en el reparto Palatino, en la calle segunda 212, entre Fomento y Albear, y conversó con el matrimonio, fallecidos ambos en Cuba tras el triunfo de la Revolución.

La entrevista se realizó en un clima cordial y afable y, para más detalles, mientras en un tocadiscos se escuchaban las notas del vals Sobre las olas, de Juventino Rosas.

Padró tenía en sus manos una revista Carteles donde había salido un reportaje precisamente en torno al Titanic, en el que se decía que mientras se empezaba a inundar el barco, la orquesta a bordo comenzó a tocar su última melodía, porque todos sus integrantes fallecieron en aquella desgracia. Pero Padró lo desmintió.

Florentina Durán, la esposa del entrevistado, parca en el hablar y al parecer no muy amiga de las entrevistas —como ahora el mismo Santovenia, al que hemos tenido que casi arrancarle algunos testimonios— solo estuvo unos minutos presente, y se fue a uno de los cuartos, para no volver a salir.

Estaba presente también Adolfo Jiménez, quien era fotógrafo, pero no como su labor principal, pues era uno de los choferes de la ruta 17, en Palatino.

Santovenia recuerda que cuando entregó el trabajo al jefe de Redacción de la revista, Lino Novás Calvo, poeta y novelista, a este pareció no haberle interesado. A los quince días regresó a preguntarle y le dijo: «Pasa por la Caja para que cobres y también el fotógrafo, pues mañana viernes saldrá tu entrevista».

CARÁCTER DE UN NÁUFRAGO

Aún Luisa Pérez conserva el cuadro con la pintura sobre el Titanic. Luisa Pérez Fernández es otro testigo excepcional de la vida de Julián Padró, aquel sobreviviente de la tragedia del Titanic. Ella habita desde hace muchos años la vivienda que aquel y su esposa tenían en La Habana.

«Yo vine a esta casa en 1960. Ya Florentina había fallecido. Creo recordar que ella nació en Cataluña, en 1889, y murió ya anciana, pero él vivía aún.

«Padró era un año más joven. Los dos eran catalanes y vinieron ya casados para Cuba. Cuando el desastre eran veinteañeros.

«Sus padres, o sus abuelos, según él me contaba, tenían tierras en España y una posición económica holgada. Él era muy conversador, ella no tanto. Julián se sentaba en el portal a contarme su dolorosa experiencia en el Titanic. Nunca tuvieron hijos.

«Él era pequeño, más bien gordito, muy culto y gustaba conversar con los amigos. Cuando no venían a la casa, los iba a buscar. Por eso quizá en vez de tomar café aquí, —aunque lo teníamos— prefería ir a un quiosquito del bar Casa Linda, que hace tiempo es una vivienda particular».

Cuenta Luisa que Padró padecía de diabetes y de reuma. Para tratar de aliviar sus dolores acudía, con Florentina o solo, a los baños sulfurosos de San Diego, en Pinar del Río.

«Era jocoso. Siempre citaba un refrán popular español que rezaba: “Barcelona es buena, si la bolsa suena”. Una sobrina, hija de un hermano, llamada Teresita Padró, vino a la casa a vivir con ellos. Era muy bonita y muy elegante. Sus padres eran gente de dinero, propietaria de algunos negocios, no sé si de tierra o de casas.

«Cuando los dos habían fallecido de cáncer, Teresita regresó a tierra española y se llevó todos los recuerdos de papel de Padró; quiero decir cartas, fotos, pinturas, postales, libretas y creo que hasta un diario personal».

Evoca Luisa que Julián Padró tenía otro sobrino, cuyo nombre no recuerda, dueño de minas de sal en Venezuela, también hijo de un hermano suyo.

«Padró era muy tranquilo. Él y su esposa vinieron a Cuba a principios del siglo XX. Antes del accidente terrible, le gustaba el mar y sentía pasión por los viajes, pero después de lo ocurrido, salvados de puro milagro, nunca más fue a España ni a otro país, porque entonces tenía miedo a otro desastre. Los barcos y el mar se convirtieron para los dos en verdaderos enemigos. Así me decía».

Relata ella, aún residente en la casa donde vivieron los dos náufragos del trasatlántico, que Padró era dueño de varias viviendas en el reparto Palatino.

En esta casa del reparto Palatino, en el Cerro, vivieron los náufragos. «Me decía que ellos primero las vivían y después las alquilaban. Estaban sobre todo en las calles segunda y tercera de este reparto de Palatino, aunque tuvieron otra cerca de la Terminal.

«Ya cuando vino a Cuba era gente de dinero. No un millonario, pero sí alguien de buena posición económica. Con el tiempo se convirtió en uno de los accionistas del transporte urbano en el actual municipio habanero del Cerro. Yo todavía conservo algunos muebles originales de aquella familia: por ejemplo, su buró de madera dura, muy buena; una mesa de centro y el juego de comedor. Tenían una bella vitrina, que la sobrina regaló antes de irse para España».

Recuerda, además, que Julián le contaba cómo sacó boletos de primera clase para el Titanic, a un costo casi equivalente al total de las rentas que tiempo después cobraría anualmente por las casas alquiladas.

«Aún conservo la pintura del Titanic que él adoraba y tenía en el comedor. Está en el marco y el cristal originales».

Roberto Ramos Dalana, más conocido por Chegolla, quien fuera trabajador de la Terminal 17 de Palatino, igualmente recuerda a Padró como accionista de allí.

«Siempre contaba que él y su esposa eran náufragos del Titanic. Yo trabajé en esa terminal muchos años, donde empecé limpiando carros.

«Nunca se me olvida que Padró hablaba del accidente del Titanic con tristeza y dolor, pero no podía ocultar que estaba orgulloso de haber sido, junto a su esposa Florentina, uno de sus náufragos».

AL BORDE DE LA MUERTE

El náufrago relató al entonces estudiante de Periodismo Rodolfo Santovenia las tensiones vividas en aquel viaje que parecía ser una promesa de la navegación mundial y terminó convirtiéndose en una de sus más famosas tragedias.

«Mi esposa y yo —contó Padró a Santovenia entonces— embarcamos en el Titanic a las cinco de la tarde del día 11 de abril, en Cherburgo, Francia. El trasatlántico, el mayor barco que surcaba los mares, se dirigía a Nueva York. Estaba considerado como el buque más seguro de cuantos existían.

«Los 16 compartimientos en que estaba dividido su casco, lo hacían, en opinión de los expertos, insumergible. Se había planeado y construido con todas las características de un fenomenal bote salvavidas.

«En cuanto a los pasajeros, les diré que los camarotes de lujo estaban ocupados por personas de las más conocidas: Isidor Straus, propietario de los grandes almacenes neoyorquinos de Macy and Company, y su esposa J. Astor, los dos en luna de miel; Bruce Ismay, director general de la compañía inglesa White Star Line, a la cual pertenecía el Titanic, y otros cuyos nombres escaparon a mi memoria».

Padró contó que al cuarto día de navegación, el tiempo amaneció claro y despejado. Arriba, en la cubierta, hacía un frío tremendo. El mar estaba sereno, todos lucían alegres y divertidos. Nadie podía suponer lo cercana que estaba la tragedia.

«Esa noche, después de la cena, varios amigos nos reunimos en el salón de fumar para jugar unas partidas de ajedrez, mientras unos hablaban y otros se entendían con los naipes».

Contó que después se había retirado a descansar. Estando acostado, medio somnoliento, sintió un golpe, se incorporó, pero volvió a dormirse. Tan leve fue el choque, que no le dio importancia. Y siguió adormecido. Como él muchos. La colisión había sido tan ligera, que algunos ni se despertaron. Además, «el Titanic era insumergible», según les habían hecho creer.

«Con una noche tan hermosa, ¿a quién se le iba a ocurrir que la dentada garra del témpano había causado un desgarrón de 100 ó 150 metros de largo?».

Recordó que unos fuertes golpes en la puerta de su camarote hicieron que se levantara rápidamente. Al abrirla reconoció a uno de sus compañeros de ajedrez. «¡Amigo, estamos en peligro!», fue todo lo que le dijo. ¡Para qué fue aquello! Como un tiro, salvavidas en mano, salieron disparados para la cubierta. Allí los pasajeros no cesaban de hacer preguntas e investigar.

Un oficial se les acercó para decirles que habían chocado con un témpano de hielo, pero sin mayor peligro. Mientras, el agua entraba y entraba. Inútil lucha contra el porfiado mar. El agua subía sin cesar y no se daban cuenta.

Por fin se arriaron las embarcaciones salvavidas y se dio la orden: ¡Mujeres y niños a los botes! ¡A ponerse los salvavidas! Algunos, nerviosos y descreídos, se rieron. Otros se pusieron a llorar. Los demás no creyeron posible que semejante trasatlántico se hundiera. Muchas mujeres se resistieron a entrar en los botes. Su esposa, por suerte, no era de estas y abordó uno. El salvamento, no obstante, se hizo con demasiada lentitud.

Pasó el tiempo. Los botes siguieron descendiendo, reinó un poco de confusión y recibieron más y más gente.

«Las dos grandes hélices fuera del agua le erizaban los pelos a cualquiera», le dijo Padró a Santovenia. En aquel instante la confusión se hizo mayor. Y explicó al periodista: «Confieso sinceramente que a la Banda de Música, que tanto se ha dicho que tocaba en aquellos momentos, no la oí por ninguna parte. ¡Y que me perdonen los que afirman lo contrario!».

«Los segundos me parecían siglos. ¿Qué hacer? El agua, que no se detiene ante nada ni ante nadie, lame ya la torre de mando. No hay bote. Los hombres que quedan a bordo corren por cubierta como locos. Unos saltan al vacío, otros no se deciden. ¡Qué momento! La popa se alza más y más. No lo pienso. Un bote que se encuentra a una altura de dos pisos por debajo de mí, está siendo arriado. Me lanzo al espacio y caigo en él. Sus ocupantes eran casi todos tripulantes».

Le refirió que se alejaron presurosos de la nave. Que el Titanic parecía una descomunal ballena próxima a sumergirse. El epílogo se acercaba. Los botes se arriaron separándolos del barco todo lo posible, para evitar la succión. El trasatlántico «insumergible» iba a sumergirse para siempre en la negrura del océano.

«Empieza a hundirse, despacio, más aprisa, cada vez más aprisa —describió Padró—. De pronto estallan las calderas, se apagan las luces. La masa enorme que contenía a más de 1 000 almas, los gritos de desesperación y de agonía, abren un remolino en el mar por el que expira todo. Estamos a unos 300 metros del lugar del hundimiento. El mayor barco del orbe se fue a pique en menos de una hora».

Padró guardó silencio, y con cierta inflexión emocionada, concluyó así su evocación del desastre:

«Pasamos la noche en el bote y de pronto, ¡cuánta alegría! Divisamos las luces de un barco. Era el Carpathia. Cuando empezó a esclarecerse el día vimos impasible en su blanca pasividad el témpano maldito».

El jueves al anochecer llegó el Carpathia a Nueva York. En el muelle se alineaban las ambulancias, los médicos y las enfermeras. Miles de personas se apiñaban en las calles. Allí estaban las familias de los sobrevivientes y las de los desaparecidos. Padró confesó no poderlos olvidar.

EL BARCO DE LOS MISTERIOS

El Titanic llevaba 75 000 libras de carne fresca, 11 000 libras de pescado y cerca de 2 000 litros de helado. Muy parecido al Olympic, también británico, el Titanic tenía cuatro grandes chimeneas amarillas con cabezas negras, pero era mucho más lujoso y con 1 004 toneladas más de peso. Su casco era negro y blanco en su parte superior y roja su línea de flotación.

Cuando fue echado por primera vez al agua se necesitaron tres toneladas de sebo, aceite de tren y jabón para que resbalara bien hacia el mar. En un minuto bajó 1 800 pies, a una velocidad de 12 nudos, antes de ser detenido por seis anclas y dos cadenas que pesaron 80 toneladas.

Al partir en su primer y único viaje, el Titanic llevaba unos 2 230 pasajeros y tripulantes. El 14 de abril de aquel año había recorrido 546 millas y numerosos barcos le comunicaron que se reportaban «grandes cantidades de hielo, a unas 250 millas al frente», entre estos los navíos Caronia, Amerika, California, Noordam y el Baltic.

En la noche del 14, los vigías Fleet y Lee vieron un pequeño obstáculo delante, y a las 11:30 p.m. lo informaron. A las 11:40 comprobaron que se trataba de un iceberg y lo comunicaron también al puente de mando.

Moddy, el sexto oficial, avisó a Murdoch, el primer oficial, quien ordenó «todo a estribor». A 22 nudos, la máxima velocidad posible, el majestuoso navío comenzó a virar, pero una parte sumergida del iceberg lo golpeó y rasgó a lo largo del flanco de estribor, abriendo totalmente cinco compartimientos delanteros y el número nueve del carbón.

Henry Wilde, oficial en jefe, y Thomas Andrews, el constructor, hicieron una rápida inspección de la avería y se aterrorizaron al comprender que el considerado insumergible se hundiría irremediablemente.

E. J. Smith, comandante del Titanic, precisó su posición y en los primeros minutos de la madrugada del día 15 ordenó el llamado de auxilio: ¡CQD... MGY... CQD... MGY...!

Se dio la orden de llenar los botes con mujeres y niños y esto fue cumplido al pie de la letra por el segundo oficial, Charles Lightoller.

A las 2 a.m. el agua estaba a solo diez pies de la cubierta de paseo del navío. El barco salvavidas D descendió hasta el mar a las 2:05 a.m. con 44 personas. Fue entonces que el Comandante ordenó que los hombres se salvaran por sí mismos. Ya la proa se hundía y la popa se levantaba imponentemente.

En verdad muchos de los hombres se congelarían en vez de ahogarse. Al final, 705 pasajeros se salvaron de la tragedia y 1 522 personas se perdieron en el océano.

El primero de septiembre de 1985, a la 1:05 a.m., el Titanic, un trasatlántico de 271,60 metros de eslora (largo) y 28,50 metros de manga (ancho), fue localizado en su tumba en el fondo del mar, a 3 800 metros de profundidad en el Atlántico Norte, a 900 kilómetros al sur de Saint Jhon’s, Terranova, Canadá.

Después, en 1987, 1993 y 1994 otras expediciones submarinas se encargaron de continuar la búsqueda de los restos valiosos de este también llamado «barco de los sueños», que entre otros objetos transportaba un cargamento de diamantes de la firma De Beers.

El director James Cameron realizó otro viaje al sitio del hundimiento para grabar partes de la película Titanic.

FILMES SOBRE LA TRAGEDIA

La película Titanic ha sido la más taquillera de todos los tiempos. En 1912 empezaron a rodar opiniones de que no se hundió por un iceberg, sino por un atentado terrorista, criterio todavía en discusión. Rodolfo Santovenia nos comenta que apenas dos meses después del accidente, el cine alemán llevó a la pantalla el primer filme sobre esta tragedia: En la noche y el hielo, del director Mime Misu, cinta de solo 36 minutos que se creía perdida, pero fue encontrada en Berlín y rodada con una escenografía movida a mano para imitar los vaivenes del barco. Fue también tema de otra película rodada por el mismo Misu un año más tarde, 1913: Excentric Club. Más adelante, a lo largo de ocho décadas, se han hecho cinco largometrajes sobre ese desastre marítimo: Atlantic, 1930, del director E.A. Dupont; Y el mar los devoró, 1953, de E.A. Jean Negulesco; La última noche del Titanic, 1958, de Roy Baker; S.O.S. Titanic, 1979, de William Hale, y Titanic, 1997, de James Cameron. Además, se han realizado algunos documentales.

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