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Alasiri Albate

Durante un mes, sin información confiable, un pequeño grupo de guerrilleros cubanos permaneció en Tanzania con la misión de cumplir la última orden dada por el Che en aquella misión Los días del Che en el Congo I, II, y III  

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Juventud Rebelde

El 21 de noviembre de 1965 la columna cubana emprendió el regreso a Tanzania, del que deja testimonio esta imagen. Horas después, el Che se despidió de sus hombres: «Quizá nos veamos en Cuba o en otra parte del mundo». Florencia, Ciego de Ávila.— El Che fue el último en embarcar. Virgilio Jiménez Rojas, cuyo seudónimo en swahili fue Alasiri Albate, lo observó caminar pensativo en plena noche por la playa. La tropa de cubanos ya estaba en los lanchones junto con varios guerrilleros congoleses que irían a Tanzania. Los motores permanecían encendidos, los hombres se encontraban ubicados dentro de las cubiertas, listos para enfrentar un ataque desde la tierra o el mar y, sin embargo, esperaban por la orden de su jefe, quien se paseaba entre las hogueras de la playa recluido en sus pensamientos.

Se habían realizado varios intentos por localizar a los Calzado. Varias semanas después, al escribir sus memorias sobre el Congo, en un recinto apartado de la embajada de Cuba en la ciudad de Dar es Salaam, la entonces capital de Tanzania, el Che recordaría aquella noche y sus paseos en solitario ante los barcos.

«Para mí la situación era decisiva —escribió—; dos hombres a los que habíamos enviado a una misión, por cumplirla correcta y exhaustivamente, quedarían abandonados si no llegaban dentro de pocas horas».

Por fin saltó y los lanchones partieron. Al amanecer, a lo lejos, apareció el puerto de Kigoma. Los barcos se unieron y el Che se puso en pie. Hizo el recuento de aquellos meses, aseguró que la verdadera lucha por la liberación del África se iniciaba ahora; pero al final mencionó la deuda que aún tenía la tropa.

«En el Congo todavía quedan unos compañeros que están perdidos —dijo. Hace falta voluntarios para volver allá y rescatarlos. Yo me ofrezco para ir, ¿quién me acompaña?».

En dos días, el Che y 13 combatientes cubanos viajaron más de 900 millas entre Dar es Salaam y Kigoma, en su viaje hacia el Congo. Varios guerrilleros y oficiales le demostraron que, por motivos de seguridad, precisamente era él quien no podía volver. El comandante Víctor Dreke (Moja) se ofreció, pero enseguida se le recordó su encomienda de coordinar el regreso de los hombres a Cuba.

Entonces Dreke apuntó a Martín Chivás (Ishirini), el jefe de los exploradores, y ordenó: «Como son hombres tuyos y sabes por dónde tenían que moverse, tú serás el jefe del grupo». Luego preguntó: «¿Quiénes van?». En ese momento la base de los guerrilleros y la costa del Congo estarían tomadas por los guardias. El regreso era un enfrentamiento al seguro, con la certeza de que no existiría un campamento adonde dirigirse. Alasiri Albate estaba en la proa de un lanchón. Al oír la pregunta levantó un brazo y pidió la palabra. «Yo voy, comandante —anunció. Yo sé donde pueden estar».

La última orden

De derecha a izquierda, el Che, José María Martínez Tamayo (Mbili  en el Congo y Papi en Bolivia), y Rogelio Oliva, funcionario de la embajada cubana en Tanzania. De pie, Roberto Sánchez Barthelemy (Lawton en Cuba y Changa en el Congo) El grupo de rescate quedó formado por siete hombres. Además de Chivás —como jefe— y de Alasiri, lo integraron Julián Morejón (Tiza), José Julián Aguiar García (Ahiri), Ezequiel Jiménez (Amía), Isidoro Peralta (Marembo) y Dioscórides Romero (Adabu). La lancha con motor fuera de borda que utilizó el Che para moverse desde Kigoma a otro punto de Tanzania fue devuelta para el rescate. Periódicamente el grupo tenía que informar por radio de la situación al doctor Oscar Fernández Mell, miembro del Estado Mayor de la guerrilla, quien permanecería en Dar es Salaam. Para completar los pertrechos, Dreke le pasó mil dólares a Chivás y un yipi Land Rover junto con la última orden del Che: «Encuentren a esos hombres y regrésenlos a Cuba».

Entre los perdidos —además de los Calzado— estaba un cubano de apellido Semanat y cuyo seudónimo era Suleimán. No aparecería hasta dos años más tarde, luego de que atravesara las selvas del Congo en dirección norte y cayera prisionero en Burundi. Los diplomáticos cubanos, después de múltiples gestiones, lograron rescatarlo el mismo día en que sería ejecutado.

No obstante, el primer obstáculo para el rescate era acercarse a la costa. La información que recogían a diario de pescadores e informantes de la guerrilla es que existía un fuerte movimiento de soldados, tanto en la playa como en el lago. No quedaba más remedio que esperar el momento oportuno y eso era lo más terrible, sobre todo para Alasiri, quien le repetía a Chivás: «Si llego, los encuentro».

Virgilio Jiménez Rojas, Alasiri Albate. Foto: Luis Raúl Pertenecía al mismo Batallón de los Calzado. Según sus compañeros, pese al tiempo transcurrido y tener la cabeza y el bigote lleno de canas, aún guarda la estampa de aquellos años: la de un negro amulatado, con nariz aguileña, bien alto y corpulento y una expresión de burla reservada únicamente para la intimidad con los amigos. Los avatares de su vida —la de un niño pobre y negro antes de la Revolución— y luego las luchas en el Escambray y el Congo lo dotaron con la desconfianza acérrima del guerrillero y de una filosofía muy propia para los momentos duros. «Las personas —repite él— se dividen en dos bandos: los hombres y los rajaos». Debido a ese pensamiento, todas las cautelas desaparecían cuando llegaba la hora de combatir, de hacer una maldad o enamorar a una mujer.

Por lo tanto, a Ñiñea —que lo conoce bien— no le asombró el aire maldito que traía Alasiri cuando llegó a la casa donde se agruparon en la ciudad de Dar es Salaam al comienzo de la misión. Lo vio de traje y corbata, los bolsillos llenos de tabaco y revisando los rincones del barrio con aires de burla. Divisó a Ñiñea y antes del saludo, le hizo la pregunta clave para los dos: «¿Cómo andan las jevas por aquí?».

El día de los aviones

La motonave Uvero trasladó hacia las costas africanas a la columna internacionalista. Alasiri obtuvo fama como explorador, pero el reconocimiento entre los campesinos fue por enfrentarse a la aviación. Él manejaba una ametralladora pesada, calibre 12,7 milímetros. De vez en cuando, y de manera sorpresiva, los aviones de los mercenarios aparecían sobre las aldeas o en el lugar donde habían detectado un campamento guerrillero para bombardearlos incluso con tanques de gasolina incendiados.

En una ocasión, al inicio de la guerrilla y luego de sucesivas incursiones, aparecieron por primera vez tres bombarderos B-26. Soltaron sus cohetes y luego hicieron los pases con metralla. Ñiñea y Alasiri corrieron hasta la ametralladora. Un B-26 pasó pegado a ellos y Ñiñea le disparó con el FAL en ráfaga por la panza. Luego se alejaron e hicieron una formación de combate para atacar en tres direcciones diferentes. Alasiri empezó a ponerlos en la mira cuando oyó que le preguntaban: «¿Cómo vas a hacer?». Era el Che, que observaba el combate con las manos cruzadas en la espalda. «Usted verá», gruñó Alasiri y lanzó una ráfaga en abanico. Los aviones rompieron la formación, menos uno —el de la izquierda—, que se mantuvo imperturbable. El Che avisó: «Ese va a tirar». «¡Ese lo que se jodió!», gritó Alasiri y midiéndolo por la mira le disparó una pulgada delante de la nariz. El B-26 se estremeció. Un humo negro le salió del cuerpo y de un giro se perdió entre las nubes. «Parece que le diste», comentó el Che. «A lo mejor —asintió el guerrillero—, pero ese no vuelve hoy por aquí». «Hace falta», dijo el jefe sacando la pipa del abrigo y llenándola de tabaco.

  En agosto de 1964 los simbas habían tomado Stanleyville, tercera ciudad en importancia en el país. Tres meses después, tropas mercenarias (en la foto arriba) y paracaidistas belgas (abajo), con efectivos del ejército del Congo, recuperaban la ciudad. Este revés anunció la derrota de los rebeldes, consumada en 1965. En lo adelante, la ayuda de Occidente a los gobernantes congoleses fue decisiva para que el ejército de Mobutu Sese Seko, célebre por su crueldad, dominase el país. Dos congolesas empezaron a sonreírle a Alasiri. Él vio al Che que se alejaba y detalló a las jovencitas. Debían de tener sangre ruandesa, pues eran altas y esbeltas y al caminar se les notaba el contoneo de las caderas por debajo de una falda de colores que les llegaba a los tobillos. Cuchicheaban entre ellas, miraban a Alasiri y de nuevo se echaban a reír con las manos en la boca. El Che se veía lejos y el cubano recordó la advertencia del jefe al llegar al Congo. «No pueden tocar a una congolesa, óiganlo bien —les dijo. Las tienen que respetar. El que le haga una barriga a una, los caso aquí y los mando de regreso para Cuba». Alasiri les notó la juventud a las muchachas. Les vio la curva de los muslos que se les marcaban por las faldas y empezó a rascarse la cabeza. Enseguida sintió la fuerza de los instintos, en medio del recuerdo de su jefe, y no tuvo más remedio que lamentarse. «Ay, mi madre —pensó—; me quieren embarcar».

El último informante

«Estamos embarcados», rumiaba Alasiri en Kigoma. Habían esperado varias semanas para cruzar el lago y cuando llegaron informes de que las patrullas se habían retirado, tomaron la lancha y se acercaron a la costa. Fue en vano. Desde un kimbo o cacerío de aldeanos les dispararon con ametralladoras y tuvieron que regresar.

Esperaron. En ese tiempo llegaban hombres que decían conocer el paradero de los cubanos, pero solo los llevaban al grupo si antes pagaban. Chivás siempre respondía: «Traigan a los cubanos y les damos todo el dinero que pidan». Los hombres se movían incómodos, insistían y al final se retiraban ante la expresión amenazante de los guerrilleros.

En una ocasión apareció un paisano que brindó detalles de la zona por la que debieron moverse Chepuá y Ñiñea. Los cubanos decidieron salir, y antes de hacerlo Alasiri le siguió los pasos y oyó cómo otro hombre le indicaba el lado norte del Tanganika al informante diciéndole: «Telemuka uka askari mingui». «Este socio nos quiere llevar con los guardias», advirtió Alasiri. Decidieron tentar la suerte y en medio del lago señaló el norte: «Pica uku (Por aquí)». Alasiri negó sonriendo con el dedo. «Pica uku apana —le dijo. Uko (Por ahí no. Por acá)». El hombre se enfureció: «Telemuka uko (Hay que coger por aquí)». A una señal, Alasiri lo contradijo con malicia: «Telemuka apana (Por ahí no se va)», y lo inmovilizó de un puñetazo. Desembarcaron ante un kimbo, preguntaron por los Calzado pero ningún aldeano pudo darles señal de los guerrilleros. Días más tarde hicieron otro intento sin resultado alguno.

La voluntad de los internacionalistas cubanos no resultó suficiente para entrenar a los simbas, cuyos divididos líderes no supieron aprovechar la ayuda militar y organizativa de la isla caribeña. Las jornadas pasaban en el letargo de Kigoma y los despachos por radio con Oscar Fernández Mell. Para colmo la lancha con el fuera de borda había empezado a hacer agua por una encalladura y ya a esas alturas ni siquiera aparecían hombres pidiendo dinero porque sabían del paradero de los Calzado. «Estamos muy jodidos», gruñía Alasiri.

Una mañana —al cabo de un mes— apareció un hombre alto con aspecto de pertenecer a alguna etnia ruandesa. Venía solo en una lancha y pidió hablar con los cubanos que buscaban a su gente. Dijo que conocía el paradero de dos de los perdidos y que estaban muy enfermos y cansados. Alasiri le vio un reloj de pulsera, idéntico al que ellos llevaban, y se llevó la mano a la pistola. «Este los jodió y viene a pedirnos dinero», protestó. Un cubano lo detuvo y otro preguntó: «¿Cuánto pides por llevarnos?». Y la respuesta los hizo pensar. «No quiero nada», dijo el hombre. Lo llevaron ante Chivás y este volvió a preguntar por la cantidad de dinero que pedía por la información. El congolés se mantuvo en las mismas. «No quiero dinero, solo que me lleven para Cuba cuando los recojan a ellos». «¿Y cuál es el nombre de ellos?». «Se llaman Chepuá y Ñiñea, pero se dicen otros nombres». Los cubanos se miraron. «¿Cuáles son esos nombres?», insistió Chivás. «A uno lo llaman Luis y al otro le dicen Beto». Una sensación de alivio apareció en el cuerpo de los cubanos. Chivás, menos tenso y huraño, le hizo la última pregunta: «¿Y usted cómo se llama?». El congolés hizo un gesto con timidez. Sonrió y dijo: «Mi nombre es Elías».

El último paisaje

Combatientes cubanos Vicente Yant, Roberto Sánchez y Santiago Terry. «Ñiñea, Chepuá... Beto», gritó Alasiri; y vieron a un hombre, delgado y macilento, que apareció detrás de una defensa de troncos con un FAL en las manos. Respiraba con trabajo, se le veía la cara hundida en los huesos; y aun con ese aspecto sonreía feliz. Alasiri se detuvo asombrado: «Beto, compadre... Pero qué feo te has puesto».

Lo llevaron cargado para dentro de una cabaña y lo acomodaron en el camastro. Se olvidaron por un instante de la guerra. En medio de la euforia, Alasiri gritó: «Caballeros, ¿y cuándo vendrá Luis? De pronto un hombre saltó al medio de la cabaña con un grito: «Luis está aquí».

Era Ñiñea. Se había pegado sin hacer ruido a la cabaña y así escuchó aquellas voces en un tono que le hizo pensar: «Esa gente son cubanos». Cuando oyó la exclamación de Alasiri no tuvo dudas de quiénes eran, ni mucho menos de quién había soltado la pregunta.

Le preguntaron por la cantidad de pescados en la mochila y Ñiñea invitó: «Vamos a preparar una sopa», pero lo detuvieron: «De eso nada, nos vamos ahora mismo». Decidieron que los alimentos y el dinero se lo dejarían a la familia de Elías. Un grupo salió a preparar una camilla para Chepuá y dentro de la cabaña empezaron a recoger las pertenencias y a contarse los detalles de las marchas por la selva. Les hicieron el recuento del búfalo, de las comidas ácidas bajo los disparos de los guardias y la incertidumbre en las lomas por encontrar un lugar que no les oliera a peligro. Finalmente, jadeando por la alegría, los Calzado preguntaron: «¿Y ustedes cómo están por aquí? ¿Quién mandó a buscarnos?». En la cabaña se hizo el silencio. Por un momento no se escuchó ningún ruido, ni siquiera el canto de las gallinas ni mucho menos las pisadas y los bostezos del perro. Solo se sintió una brisa fresca y húmeda que alivió por un segundo el calor del día y el cansancio de los hombres. Chivás dijo: «Quien mandó a buscarlos a ustedes fue el Che».

Ñiñea se apoyó en el FAL, fue a sonreír, pero tuvo que apretar con fuerza los labios. Dio un respiro como si tuviera los inicios de un catarro y bajó los ojos. Chepuá, en cambio, estaba sentado. Se echó hacia adelante, con los codos apoyados en la rodilla, y Alasari notó que por un momento la espalda se le estremecía. «Beto —llamó—, ¿y a ti qué te pasa?». Su amigo se incorporó. Con gestos toscos se limpió la cara y dijo con en un ronquido: «Nada». Alasiri insistió preocupado: «¿De verdad que estás bien?». Chepuá miró el paisaje del Congo. Divisó las montañas cercadas de nubes y que tanto se le parecían a las de Santiago de Cuba. Recordó que tenía 26 años, que valía la pena vivir la vida, pese a la cadena de sufrimientos que esta les pone a los mortales y que una paz infinita lo empezaba a llenar por dentro, cuando respondió con toda la sinceridad y el cansancio del mundo.

—No pasa nada, compadre.

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