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Un tigre en el Senado

En Manuel Sanguily, de quien se cumple el aniversario 160 de su natalicio este 26 de marzo, convergieron la bravura mambisa, el talento diplomático, el nervio poético y una aguda visión política

Autor:

Julio Martínez Molina

Manuel Sanguily En abril de 1912, el secretario de Estado norteamericano, Philander C. Knox, llegó a La Habana. Ese momento es aprovechado por Manuel Sanguily, su homólogo cubano a la sazón, para espetarle, en medio del asombro y pavor de los concurrentes al banquete ofrecido al huésped por la Presidencia de la República, estas palabras antológicas:

«Si el feroz propósito que persiguen y vienen acariciando inicuos agoreros debiera realizarse alguna vez (...) sobrevendría seguramente algún inaudito prodigio (...) acaso la majestuosa mujer que se yergue en medio del gran estuario sobre la isla Bedlos doblaría su cintura de metal para apagar en las aguas alteradas la gigantesca antorcha que ilumina el vasto océano y la conciencia humana, a tiempo de resonar un alarido pavoroso, arrancado al desencanto y al terror, que el eco repetiría de ola en ola y de cumbre en cumbre, anunciando en la noche del mundo que la libertad había muerto».

Subyugan a todo amante de las letras estas frases, quizá vistas hoy como anticuadas, pero perfectas en su tiempo, que resumen su figura: patriota y antiimperialista confeso, valiente de los que pronuncian su pensar a rajatabla y excelso prosista.

El «Tigre del Senado», como lo llamaban algunos allí, tenía siempre prestas sus nobles zarpas con el fin de atacar todo lo que venía a lacerar la dignidad cubana.

Así, se opuso a la venta de tierras a extranjeros, a la Enmienda Platt, al Tratado de Reciprocidad Comercial y otros engendros pro yankis.

Su inconformidad constante en un ámbito donde muchos nos pensaban a su modo, lo hacía parecer hosco e indignado.

No en balde, un invitado foráneo le preguntó a Manuel Márquez Sterling —el periodista que en 1902 cubría los debates parlamentarios— que quién era aquel legislador siempre tan exaltado.

El visitante no sabía que estaba frente a un valioso teniente coronel del Ejército Libertador, hermano de un mayor general, impugnador ahora de los neocolonizadores como en su día lo fuera de la metrópoli española.

Mucho menos que se trataba de un eminente intelectual, personalísimo y reputado crítico literario, dueño de un verbo, a juicio de Martí, «como su cabellera de oro», a quien lo único que le dolió del período en la manigua fue la imposibilidad de estudiar.

Un hombre que, siendo prácticamente un chiquillo, abandonó la casa de su protector, el coronel del Ejército español Manuel Pizarro, quien lo cuidó al quedar huérfano, pero pretendía atraerlo a su causa.

Una persona que sin rebasar los veinte se dispuso a combatir, y que hecho un anciano seguiría haciéndolo con las armas de su oratoria, escritura y actitud.

Profeta que previó las formas de la intromisión norteamericana en Cuba. Polemista que se enfrentó a Fray Candil; señor que se atrevió a hacer crítica de la crítica tan tempranamente y sondearía con su aguda visión los avances del conocimiento a escala general.

Manuel Sanguily, luego de suscribir un inmenso rosario de artículos, discursos y folletos, falleció en La Habana en los días finales de enero de 1925, a los setenta y seis; sus años postreros fueron semejantes a los primeros: los pasó en pie.

Había nacido el 26 de marzo de 1848, por lo cual hoy se cumple el aniversario 160 de su natalicio.

Una década antes de morir abandonaba la Secretaría de Estado del Gobierno de José Miguel Gómez, y renunciaba en 1917 a nuevos cargos oficiales posteriormente conferidos, por discrepancias políticas con el presidente Menocal.

Dos años más tarde, lideró el Partido Nacionalista, oponiéndose plenamente a la política injerencista de Enoch Crowder, enviado especial del gobierno de los Estados Unidos. Genio y figura...

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