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Un lugar idóneo para el entrenamiento necesario

Mario Hidalgo Gato González, propietario de la finca donde participantes en las acciones revolucionarias del 26 de julio de 1953 realizaran sus últimas prácticas de tiro, siente aún no haber sido protagonista en aquella acción

Autor:

Juventud Rebelde

Saborear una taza de aromático café fue lo único que pudo interrumpir las casi tres horas de conversación con Mario Hidalgo Gato González. En el comedor de su nanogenaria casa, en el poblado habanero de Los Palos, recordó aquellos días de junio y julio de 1953 en que ofreció a los futuros combatientes del Moncada la finca Santa Elena, de su propiedad, para que realizaran los últimos entrenamientos militares previos al asalto.

Pero a Mario la historia le corre por las venas. Su padre, Emiliano Hidalgo Gato, fue un teniente del Ejército Libertador, quien le inculcó desde que era un infante las ideas independentistas de Martí y Maceo. Próximo a cumplir los 84 años de edad, con pausada voz y prodigiosa memoria, recordó sus andanzas en la Universidad de La Habana, donde en 1947 se graduó de Ingeniero Agrónomo.

En sus años juveniles se vinculó al sector más revolucionario del Partido Auténtico y después militó en el Ortodoxo. Así conoció a Roberto Agramonte, Millo Ochoa, Pelayo Cuervo Navarro —quien era gran amigo de su padre—, a Ernesto Tizol, Abel Santamaría y Fidel Castro. Una mañana de junio de 1953 llegó como de costumbre a las oficinas de Abel en la calle Consulado, en Centro Habana.

«Allí estaban Ernesto Tizol, Abel y Fidel y me proponen algo inesperado: hemos realizado entrenamientos en la Universidad, Catalina de Güines y ya en Artemisa no se puede continuar porque las condiciones no son las mejores para un entrenamiento masivo. Tenemos que buscar otro lugar. Entonces Fidel me dice: “Hemos pensado que tú nos puedes ayudar a buscar un lugar para hacer las prácticas masivas, porque eres de la provincia de La Habana y conoces bien la zona”. Y le digo: “Es difícil”».

Lo más delicado fue que le dieron de plazo siete días para cumplir la encomienda. A los seis, no lo había logrado. ¿A quién iba a comprometer para algo semejante? A Mario le preocupaba la seguridad de sus compañeros. Salió de Los Palos y fue a meditar a Santa Elena, y cuando cruzaba la cañada de Los Quesos pensó: «He analizado las probabilidades que pueden tener otros lugares para los entrenamientos. No he encontrado nada efectivo. Si esta finca no fuera mía, este sería el lugar ideal...».

Pero otra idea se le arremolinó en la cabeza. «Ya estoy en el pico del aura con el ejército, y por ser la finca mía, se puede poner en riesgo lo que se está haciendo». Pero tenía que arriesgarse con un margen de seguridad. El plazo se vencía y se decidió: «Si en Santa Elena, durante la Guerra de Independencia, hubo un encuentro entre las fuerzas mambisas y las españolas en el que cayó mortalmente herido el teniente coronel Herminio Rivera, compañero de armas de mi padre, y se supo situar en la posición que la historia le había señalado, ahora volverá a serlo».

Al día siguiente, fecha en que expiraba el plazo, viajó a La Habana. En la oficina de la calle Consulado, ante Abel, Ernesto Tizol y Fidel, dijo: «Les voy a proponer un lugar insólito: mi propia finca». Cuenta el entrevistado que Fidel le dijo: «Te habíamos hablado para que nos ayudaras en la localización del lugar, pero no que fuera tu propia finca». Los compañeros se asombraron.

Él explicó los inconvenientes y las ventajas. Entonces Fidel preguntó: ¿Cuándo podemos ir a ver el lugar? Mario le contestó que cuando lo deseara. Fidel, tal vez deseoso de encontrar un sitio seguro, le dijo que iría esa misma tarde. Hidalgo Gato no podía acompañarlo, pero había un hombre de su confianza que conocía palmo a palmo la finca y podía llevarlo a Santa Elena.

«Fidel encontró idóneo el lugar. Era un sitio que ofrecía seguridad. Estaba al fondo de una cañada y los disparos se sentían levemente. Después me enteré de que muchos pensaban que estaban cobijando una casa, porque el sonido del calibre 22 lo confundían con el de un martillo.

«Al día siguiente Fidel me dejó la indicación de organizarlo todo para iniciar los entrenamientos el próximo domingo 22 de junio. Las prácticas se prolongaron hasta el 19 de julio, siete días antes de la acción del Moncada».

—¿Su familia conocía de los entrenamientos militares?

—No les revelé nada. Mi padre sospechaba, pero yo le decía que eran compañeros de la Universidad y militantes del Partido Ortodoxo que venían de visita a la finca. Mis hermanos también se imaginaban algo.

—¿Solo entrenaban los domingos?

—Todos los domingos y algunos días entre semana. Los días no eran fijos. Unas veces avisaban, pero la mayor parte de las visitas eran imprevistas. Las mañanas eran las más propicias porque en las tardes solía llover y se echaba a perder cualquier plan.

—¿Qué armas utilizaron en el entrenamiento?

—El único tipo de armas que empleamos fue el calibre 22; a no ser algún compañero que llevó un revólver.

—¿Cómo las trasladaron?

—Los rifles que se usaron el primer día fueron transportados por Ñico López, el Flaco y Antonio Darío López, el Gallego. Ellos llegaron en tren, porque la línea del ferrocarril del Circuito Sur atraviesa la finca. No hubo problemas de ningún tipo. Poco antes de llegar al chalet de la finca estaba el paradero de Los Quesos y allí se bajaron. Tan pronto llegaron —eran como las nueve de la mañana— abrieron los paquetes, armaron los rifles y alrededor de las diez llegó el grueso de los compañeros en varios autos.

—Pero dicen que asaron un lechón.

—Así mismo. Los del municipio que se entrenaban, se encargaron de buscar algunos alimentos y aquello parecía una fiesta campesina. Se asó un lechón, yuca blandita con mojo, arroz con frijoles y plátano a puñetazos. El grupo que terminaba las prácticas venía, almorzaba y se tiraba a descansar; y otro grupo salía para el entrenamiento.

—¿Ocurrió algo insospechado en esas semanas?

—Pasaron dos cosas que no imaginé. Uno de los trabajadores de la finca que yo había puesto para que vigilara, se convirtió en combatiente, me refiero a Manuel Isla. A pesar de las dificultades que le puse para que no entrara al entrenamiento, porque era casi un niño, hubo que darle participación. Manuel fue el combatiente más joven que participó en el asalto al Moncada y murió allí con solo 19 años.

«El otro suceso fue el de un niño que tenía la familia cercana al lugar del entrenamiento. Él estaba cazando tomeguines, sintió los disparos y cuando vine a ver estaba en el lugar de las prácticas. Cuando todos vimos aquello, nos asombramos.

«¿Cómo el niño pudo burlar la vigilancia? Aquello era difícil. Se suspendieron las prácticas. Fidel lo llamó aparte y le habló. Todo se aclaró. En concreto nadie pudo saber en detalle qué cosa fue lo que Fidel le dijo. El hecho fue que no reveló lo más mínimo de lo que vio. Parece que fue efectivo».

—¿Por qué no asistió a los entrenamientos?

—Fundamentalmente estaba recorriendo toda la finca. Llegaba a la cañada y observaba el entrenamiento. Yo estaba cansado de tirar. Mi padre desde que yo era pequeño, me había dado una escopeta para que cazara. El manejo de armas lo había practicado en la Universidad y me consideraba listo para la acción.

—¿Y Fidel asistió a todos?

—Además de la primera vez en que vino a reconocer el lugar, asistió el día que se iniciaron los entrenamientos y después vino en varias ocasiones.

—¿Por qué usted no fue seleccionado para participar en el asalto?

—Cuando se señala el día que había que salir, me vio el segundo del Movimiento, Tomás Rodríguez, con la orden siguiente: «Mantente aquí sin moverte y espera órdenes, que va a haber un movimiento, pero es necesario que tú permanezcas aquí. Se consideraba en aquel momento que un hombre que dejara de participar, no tenía tanta importancia como la seguridad completa del Movimiento. Yo no podía arriesgar la seguridad del resto de los compañeros. Era una persona muy señalada en la lucha contra Batista. Mi ausencia de Los Palos se notaría.

—¿Al escuchar la noticia de que habían atacado dos cuarteles de la tiranía en el oriente del país, pensó que los asaltantes eran los mismos que se habían entrenado en la finca Santa Elena?

—Enseguida me percaté de lo que había pasado.

—¿Se molestó por la no inclusión en el grupo?

—Me extrañó. Disciplinadamente lo acepté, pero no me gustó. Me causó un gran disgusto, pero me sobrepuse y comprendí que si no me habían seleccionado era por algún motivo.

—¿Cómo fue posible que el ejército de Batista no descubriera lo que se organizaba en su finca?

—Ellos se imaginaron algo. El jefe del puesto de la Guardia Rural de Los Palos vivía al lado de mi casa. El 26 de julio de 1953, alrededor de las ocho de la noche, viene a mi casa Hernández Leal, teniente del ejército batistiano, y me dice: «Yo tuve algunas sospechas de que algo pasaba en la finca, porque alguna gente me lo habían informado, pero yo soy incapaz de hacer nada en contra de ustedes. Siento mucha admiración por tu padre». Me dijo que tratara de desaparecer todo lo que me pudiera comprometer. Conmigo fue leal como su apellido.

—¿Pero usted cae preso después de la acción?

—A pesar de todo lo que el teniente Hernández Leal hizo por ayudarme, no fue posible impedir que cayera preso. La acción fue el domingo 26 de julio y el miércoles siguiente me detienen. Me llevan para el cuartel de Nueva Paz. Allí me esperó el comandante Pérez Dausell, responsabilizado con los cuarteles de la región. Da la orden de levantarme un acta para remitirme al Vivac de La Habana.

«Yo navegué con suerte. Pérez Dausell se acerca al calabozo y me dice: “Yo puedo tenerlo aquí preso todo el tiempo que considere hasta que llegue el SIM”. Si llegaba el SIM sí que yo no tendría escapatoria, porque a otros con menos acusaciones los asesinaban. Pero me dijo: “Mire, usted no va a estar aquí hasta que llegue el SIM; yo no soy hombre de eso. Usted va a ser puesto a disposición de los tribunales”».

Al menos Mario no cayó en manos del SIM. Su hermano, que había ido a llevarle un almuerzo, brindó su auto a las autoridades policiales para ayudar a conducir al detenido al Castillo del Príncipe; así garantizaba que Hidalgo Gato llegara con vida al Vivac. Llegó en la noche a las galeras. Allí también la suerte lo acompañó. Alguien de las autoridades del penal lo estaba ayudando. A los pocos días lo citan para acudir a los tribunales y la orden fue que no se presentara. Tenía que decir que estaba enfermo.

«Volvieron a citarme y dijeron que seguía enfermo. Entonces pasan el caso para Santiago de Cuba, porque aunque los precedentes ocurrieron en La Habana, los hechos fueron en Santiago. Santiago se desentendió».

Mario recuerda que el día 16 de agosto, aniversario de la muerte de Eduardo Chibás, lo ponen en libertad provisional sujeto a juicio. Al parecer estaba libre, pero el peligro acechaba. Buscó lugares seguros y así estuvo dos meses. La policía lo citaba con frecuencia, hasta que en 1955 se dictó la Ley de Amnistía.

—¿Cuándo restablece contacto con los compañeros del Movimiento?

—Cuando fui puesto en libertad.

—¿Después de la amnistía se reunió con Fidel?

—Sí, y me dijo: «Tu posición no merece ninguna crítica; ha sido correcta y algún día cuando triunfe la Revolución eso quedará aclarado, porque ahora debe permanecer en silencio y esperar que llegue el momento». Y el momento llegó.

—¿Se ha arrepentido de haber prestado su finca para los entrenamientos militares?

—Jamás me he arrepentido, pero lo que sentí mucho fue no haber participado en la acción. Siempre tuve claro que el compromiso y el honor están por encima de los riesgos que uno pueda correr.

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