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Peligro de no ver el peligro

Afloran hoy, narraciones, como la del hombre de una barriada holguinera quien, quien para no dejarse llevar por el viento de Ike, se introdujo durante varias horas en un tanque de miel

Autor:

Juventud Rebelde

Han goteado varios días desde el desastre. Sin embargo, todavía hoy afloran historias extraordinarias, como la del hombre de una barriada holguinera quien, para no dejarse llevar por el viento de Ike, se introdujo durante varias horas en un tanque de miel.

Al final salvó la vida, aunque solo ahora, después de haber visto al demonio de frente, comprende que jamás debió quedarse entre aquellas cuatro paredes con alas.

Y por ahí anda rodando todavía el cuento de un matrimonio granmense que, pasados los aguaceros, salieron del lugar de evacuación y marcharon a atender a sus animales, en contraposición con lo que había decretado la Zona de Defensa.

De momento, la pareja se vio encaramada en el techo de la casa, con el agua al cuello y pidiendo auxilio. Fue necesario el empleo de un helicóptero para rescatarla, bajo incalculable tensión.

Muchos vimos absortos por televisión cómo los habitantes de un poblado de la provincia de Matanzas tuvieron que utilizar una soga para salir apurados de las corrientes acuáticas, cuyos tentáculos amenazaban con arrastrarlos.

Hay más, como para inundar esta página. Pero toda ejemplificación sería estéril, si no va acompañada de meditaciones que superen lo coyuntural. No se trata solo del anecdotario de dos o tres irresponsables sordos; en la calma hay que ir al fondo del asunto y responderse algunas preguntas imprescindibles.

¿Por qué en un país como Cuba, en el que cada año se lucha contra precipitaciones y ventiscas, y probablemente existe la mayor cultura ciclónica del mundo, se dan tales dislates? ¿Hemos interiorizado que probable y lamentablemente habrá nuevos Ike o Gustav? ¿Hay conciencia colectiva sobre los peligros naturales que amenazan a este archipiélago, frágil en su geografía y en parte de su infraestructura?

Niños deambulan en áreas inundadas por la crecida de la laguna San Bernardo, en Jagüey Grande, al paso de Ike. ¿Por qué sus padres lo permiten? Foto: Ramón Pacheco Salazar La percepción de riesgo no está —en decenas de compatriotas— en el límite indispensable, a pesar de contar con organismos tan profesionales y eficaces como la Defensa Civil, sin los cuales ocurrirían las hecatombes de otras naciones.

Las víctimas —más de 10— que dejó el poderoso huracán Dennis en Granma, en julio de 2005, se debieron en buena medida a la subestimación del peligro, pues en ese territorio, a diferencia del Occidente, no habían sido habituales los ciclones durante buen tiempo. Algo similar ocurrió con los decesos cuando el azote de Ike.

Parece absurdo creer todavía en récords históricos o tradicionales; creer ilusamente en la leyenda de que «el agua nunca ha llegado hasta aquí» o «esto no estaba previsto, jamás había pasado». La naturaleza, furiosa, nos envía constantemente sorpresas tremendas.

Y la vida nos va diciendo otras verdades contundentes, como por ejemplo:

Que se hace casi insostenible morar en determinadas zonas bajas, afectadas casi todos los años por inundaciones. Porque no en todas las regiones se puede residir a la orilla del mar, por más bonito y romántico que resulte el paisaje.

Y que debemos repensar seria y científicamente nuestras construcciones, aún al margen de la conocida escasez de materiales y de la imposibilidad de hacer cada edificación de mampostería. En este mismo periódico se reflejaba hace unos días cuántos errores se cometen a la hora de levantar inmuebles destruidos por huracanes. Muchas veces, después del vendaval, se han repetido las pifias, en una suerte de círculo vicioso.

Alacranes, poblado del matancero municipio de Unión de Reyes, «vivió» una inundación sin precedentes. Si los torrenciales aguaceros de Ike presagiaban el diluvio, ¿no resultó muy tarde para salvar a la «mascota»? Foto: Marisol Ruiz Soto/AIN Los temporales nos obligan, además, a ser mucho más minuciosos en la observancia técnica de nuestras presas, puestas a tope y a prueba en los últimos tiempos, después de un largo período de sequía.

Hace meses, cuando la tormenta tropical Noel castigó el oriente cubano, un joven periodista que veía arrastrar una mesa patas arriba en la corriente, se maravilló al límite y se preguntó por qué los pobladores próximos no terminaban de irse. A su lado, un fotorreportero le dijo: «Cuando el ciclón Flora era así mismo; pero en vez de mesas pasaban personas llevadas por la creciente. Si la gente se acordara más de aquello»... Seguramente —completaría yo— tuviera mayor percepción del riesgo. El mayor peligro para Cuba ante los fenómenos meteorológicos radica en eso: se conoce la amenaza, pero algunos no la han calculado por encima de circunstancias puntuales.

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