Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El puerto de la esperanza

Autor:

Zenia Regalado

El pueblo recompone, junto al mar, lo que los vientos arrasaron en Puerto Esperanza, Pinar del Río. Una brigada de obreros estadounidenses, convocada por los Pastores por la Paz, contribuye al empeño

Puerto Esperanza, Viñales.— Recostados a orillas del mar los botecitos danzan al recibir los primeros aires de invierno.

Varias personas conversan cerca de lo que fue el muelle. Solo sus pilotes permanecen en el agua. Los restos volaron por los alrededores y hoy forman parte de la carpintería del cercano restaurante.

Los fuertes vientos levantaron techos y convirtieron árboles en tocones, pero los vecinos de Puerto Esperanza, pueblo viñalero con nombre de leyenda, demuestran lo que puede el hombre en el desafío por la subsistencia.

Los enamorados se distraen en la glorieta; los niños están en las escuelas.

Este pueblo no ofrece un paisaje turístico, aunque se ve limpio, recogido y cada quien en su lugar cotidiano.

En la escuela Santos Cruz una obra de amor se construye entre dos pueblos: el cubano y el estadounidense, con la participación de obreros de la vecina nación convocados por Pastores por la Paz.

Nombres simbólicos unidos por lo mejor de los seres humanos. Los idiomas inglés y español se mezclan a golpe de martillo y al ritmo de la pala.

La maestra Tamara Miranda Curbelo pasa junto a los reporteros. Va con sus niños. Son parte de los 77 alumnos con retraso mental leve y moderado y tres de ellos tienen limitaciones físicas y motoras; uno es autista.

Su escuela perdió el techo cuando estaba abocada a una amplia reparación. Ahora, como son internos, se alojan provisionalmente en la casa de visita de la empresa de tabaco, mientras cubanos y norteamericanos hermosean el lugar en el que echarán a volar su infancia, cerca de la costa y los cocoteros.

Lo que a sus 90 años no había visto

Los niños de la educación especial pronto tendrán una escuela más amplia y cómoda. Pedro Morejón y sus vecinos se ayudan mutuamente. Hasta frente al policlínico penetró el mar, unos 600 metros tierra adentro. El viento era infernal.

Pedro Morejón y varios de sus vecinos colocan cinco rollos de papel de techo sobre su casa. Se los dieron junto con tres sacos de cemento después del paso de los huracanes.

«Necesitaría —afirma Morejón— otros cuatro rollos para toda la vivienda, pero son muchas las necesidades de la gente, y hay que darle un poco a cada cual. La casa de mi hijo, aquí al lado, está peor. Los colchones se le desvanecieron con el agua y mi mujer guardó pedazos de guata para repararlos. Una persona que se dedica a ese trabajo nos arregló tres.

«Los zines de la casa de mi hijo —continúa su relato— volaron por el patio; y como él vive solo, se los prestamos a Lorenzo, un vecino de al lado».

Estinencia Cabrera, la esposa de Pedro, trajina en el hogar, pero al recordar los momentos vividos le aflora la tensión en el rostro: «Figúrese, mi mamá tiene 89 años, ella y nosotros nos metimos en el baño, que tiene techo de placa. Todo fue muy duro».

La enfermera Julia María Hernández, que vive junto a la costa, comenta que su abuelo Pedro García afirma que jamás el mar subió tanto dentro de la casa. Por suerte fueron evacuados antes. Recientemente les vendieron ropa a precios módicos.

Opciones para la alimentación

Estinencia y su esposo Pedro Morejón arreglan poco a poco su casa. En el mismo momento en que mataban un cerdo llegamos a la cafetería del restaurante de Puerto Esperanza, con el objetivo de conocer cómo continúan allí los servicios después del meteoro.

Conversamos con varios vecinos del lugar, quienes reconocieron que en momentos de apuro cuentan con la cafetería de dicho centro que, como parte de sus opciones tiene en su tablilla hamburguesa de masa cárnica a 1,50 moneda nacional, pan con queso, así como almuerzo a precios asequibles (desde uno hasta cinco pesos).

Esta última variante fue orientada después del azote de los meteoros.

Roberto Álvarez, administrador del restaurante, explica que también entre los servicios de la unidad está el funcionamiento de 11 cabañas, de las cuales cuatro sufrieron derrumbe total.

Para el arreglo de puertas y ventanas del salón con vista al mar emplean partes del muelle que el viento lanzó por todo el vecindario y que ahora tienen nuevo uso.

A cuatro trabajadores se les derrumbó completamente la casa y se les asignaron algunos medios para levantar una facilidad temporal.

Así andan las vivencias en estos tiempos duros frente al mar, que sin embargo tienen paradojas asombrosas: alguien puede afirmar a un reportero: «Aquí no pasó nada»; para agregar minutos después: «Bueno, a mi esposo cuando aseguraba las ventanas le cayó parte del techo encima y estuvo sin conocimiento unos minutos, pero sin más consecuencias».

Es un pueblo con una idiosincrasia que recurre poco a la queja; prefiere la acción para resolver los problemas. Conducta semejante a la de aquel guajiro que hace unos días declaró ante una cámara de televisión: ¡La zafra tabacalera, claro que hay que hacerla, y la haremos!

Aquí y allá la gente vuelve a levantar su esperanza. El consultorio 34 quedó sin techo y sus cabillas están a la intemperie; pero las consultas del médico ahora se dan en otro de estos locales.

Y quien viene de otro país se asombra de tanta entereza: «Es parte de lo mejor de los cubanos», puede escucharse por respuesta en este pueblo con nombres de novela: Santos Cruz, Estinencia... Como si las palabras quisieran medir la cotidiana rareza de sus personajes.

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