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Universalizar la tradición

Lo que nunca debería faltarles a los universitarios es el sentido de pertenencia, sostiene el presidente del Parlamento cubano, Ricardo Alarcón

Autor:

Mario Cremata Ferrán

Ricardo Alarcón de Quesada. Foto: Franklin Reyes Refiriéndose a un jovencito que aspiraba a ser escritor literario, Roberto Fernández Retamar ha dicho que devendría intelectual orgánico, y que lo enjundioso de sus discursos y ensayos revelan al pensador que, atento a lo inmediato, no anda de espaldas a la Literatura.

Doctor en Filosofía y Letras, presidente de la FEU, director de países de América Latina del MINREX (1962-66), representante permanente de Cuba ante la ONU (1966-78 y 1990-92) y vicepresidente de su Asamblea General, viceministro y ministro de Relaciones Exteriores, y desde 1993, por cuatro mandatos consecutivos, presidente del Parlamento cubano, Ricardo Alarcón de Quesada fue investido hace unos días como Profesor de Mérito de la Universidad de La Habana, institución a la que, de una u otra forma, se ha mantenido vinculado por más de medio siglo. Con ese pretexto lo visitamos pese a saberlo abrumado de obligaciones.

—¿Qué simbolizó para usted el ingreso en la Colina?

—Déjame echar para atrás el reloj biológico. Por una parte era continuidad y al mismo tiempo culminación de tu vida de estudiante. Es la edad de las ilusiones, las expectativas; imaginas un mundo superior al cual te vas a incorporar, asimilando sus tradiciones.

«También era el gran anhelo de mi padre, quien estuvo lejos de poder llegar y estudiar una carrera. Entonces él veía en mí al joven capaz de realizar lo que nunca pudo».

—¿Cómo era la Universidad de su tiempo?

—No sé cómo es ahora, pero entonces no era solamente el lugar donde ibas a cursar tus estudios o, como en algunas universidades del mundo desarrollado, donde muchos acuden para ganar un certificado. Era un centro de mucha vitalidad. En la práctica toda tu vida se iba a desarrollar allí.

«Cumplidos mis 17 años, en el curso 1954-55 matriculé dos carreras: Derecho y Filosofía y Letras. En aquella época podías matricular hasta 12 asignaturas. El primer año de Derecho tenía seis, y el de Filosofía siete, y yo decidí priorizar la primera, porque mi gran amigo José Garcerán, estudiaba allí.

«Al entrar con Pepe, a quien todo el mundo conocía y respetaba, de paso me ahorré la novatada. No sé si aún lo hacen, pero entonces era horrible: llegaba el ingenuo preguntando dónde estaba la oficina para la inscripción, y lo cogían desprevenido, le cortaban el pelo, lo pintarrajeaban...

«A Derecho, en un principio, empecé a ir, pero finalmente la misma dinámica me hizo abandonar la carrera. Allí podías asistir a una clase excelente como la de Antonio Sánchez de Bustamante —que nunca me perdía y donde aprendí muchísimo—, y soportar otras, en mi opinión, de bajo nivel. Además, el sistema, más antiguo, consistía en presentarse a exámenes finales, algunos completamente memorísticos. En Filosofía no. Había más presión para asistir a las clases, porque si no te embarcabas.

«La zona de la Colina, incluso físicamente, era una especie de oasis. A ningún joven se le ocurría reunirse con otros en una esquina a hablar mal de Batista. Sin embargo, allí lo hacíamos todos los días a toda hora. Eso sin contar las muchas veces en que fue violada la autonomía universitaria. Finalmente las propias autoridades académicas decidieron cerrarla, porque no veían otra salida. Esto sucedió cuando cursaba el segundo año, y por eso me gradué en 1962».

—Es común que la Universidad sea escenario privilegiado para descubrir el amor de pareja. ¿Sucedió así en su caso?

—En efecto, Margarita Perea, quien más tarde sería mi esposa, y yo, nos hicimos novios en ese período. Éramos compañeros, no de aula, pero sí de escuela, y de la lucha revolucionaria.

«Después de 1959 los dos seguimos vinculados a la Universidad de La Habana; yo como instructor graduado, en la cátedra que dirigía Manuel Galich, y ella como profesora de los alfabetizadores del llamado Plan Fidel y de la Facultad Obrero-Campesina. Fuimos universitarios hasta nuestra salida para Nueva York».

—Usted pudo conocer cada edificio, parque, muro, laurel... ¿A cuáles echa de menos?

—Te confieso que más que el recuerdo de aquel entorno, vienen a mi cabeza las personas. Además de todos mis compañeros de ideales, vivos o muertos, recurrentes en mis evocaciones, quisiera hablarte de un profesor muy querido que no ha sido suficientemente recordado: Elías Entralgo Vallina.

«Él era un personaje curiosísimo. Sus clases comenzaban a las siete de la mañana, y su defensa de ese horario era tal, que llegó a escribir un texto y titularlo Apología de las siete de la mañana. A esa hora había que estar sentado en su puesto, porque sencillamente él cerraba la puerta, sin que nadie, jamás, pudiera entrar. Imagínate las consecuencias que tenía para mí esa determinación, viviendo en la Víbora, dependiendo de la guagua, y cuando siempre he preferido trabajar, leer y escribir tarde en la noche.

«A eso súmale que formaba parte de sus cursos de Historia de Cuba el aprendizaje y la práctica del ajedrez o el juego de softbol. Consideraba que el deporte debía vincularse, al igual que las series de conferencias que organizaba e imponía como obligatorias para aprobar su asignatura.

«Era un hombre de gran rigor y honestidad. Siempre vestía igual, con un traje oscuro, y a veces podía dar la impresión de ser un poco conservador o de otra época, por lo que algunos se burlaban aduciendo que usaba la corbata negra en homenaje a Arango y Parreño, un siglo después.

«De él guardo anécdotas formidables. Una fue cuando en 1960 tomamos el Rectorado, y con este la dirección de la Colina, para instalar una Junta Superior de Gobierno con profesores que nos habían apoyado, e iniciar la Reforma Universitaria. Fue una acción que no todos comprendieron.

«El ejecutivo de la FEU de entonces no tuvo dudas de que el representante de la escuela de Filosofía y Letras debía ser el doctor Entralgo. Pero había un pequeño detalle: él estaba en Venezuela, y regresaba esa noche a La Habana. Me tocó visitarlo en su casa para explicarle todo y decirle que estábamos convocando esa mañana a las diez, a una reunión del claustro de Filosofía, y que la propuesta era que él asumiera la presidencia de la misma. Lo único que me preguntó fue: ¿A qué hora me dijiste que es la reunión?

«Más tarde, cuando la invasión por Playa Girón, trajeado, como era costumbre, y con su maletín repleto de libros, se acuarteló también y formó parte de las milicias universitarias, donde le vi marchar como un soldado más. Cuando le insistí en que se fuera para su casa a descansar, me replicó: Estoy donde estén mis estudiantes; si ellos corren peligro yo lo corro con ellos.

«Pero a quien más debo es a la Doctora Vicentina Antuña Tabío, Magistra, madre y amiga especial, quien sacrificó todo por la Revolución y por la Universidad. A ella dediqué el título que me concedieron».

—¿Recuerda alguna imagen suya en instantes de confusión, preocupación o acaso temor?

—Las imágenes me acompañan. Fueron muchos, pero hay dos momentos clásicos de dolor: el 13 de marzo y el 20 de abril de 1957. El segundo doblemente por la coincidencia de que al mismo tiempo que Fructuoso Rodríguez, muere mi padre.

«De preocupación y sobresalto, el día del atentado al batistiano Luis Manuel Martínez, cuando hirieron a nuestro compañero Guillermo Jiménez. Fructuoso lo cargó en sus brazos y no me explico cómo pudo, pero tuvimos que echar una carrera desde Mazón y San Miguel, cuesta arriba, hacia el hospital Calixto García para que fuera atendido. Después, el problema era salir de allí, cuando toda la zona había sido sitiada por la Policía. Creo que el mérito no es no sentir miedo, sino saber dominarlo».

—¿Qué momentos, de los más trascendentales de su carrera política posterior, están asociados al Alma Máter?

—Aunque no terminé la carrera de Derecho, muchos piensan que soy abogado. Y es que he tenido que estudiarlo bastante y practicarlo, sobre todo el Derecho Internacional Público.

«Una habilidad que aprendí en la Universidad, y que considero indispensable para la batalla política, es la capacidad de pararte frente a un auditorio y expresar tus ideas y argumentos sin necesidad de leer un texto.

«Porque en mi carrera diplomática la única experiencia bilateral fue como embajador en Trinidad y Tobago. Realmente mi rutina ha sido multilateral. Y la esencia de esa diplomacia es el debate constante, la discusión. Por supuesto, esto va a estar asociado muchísimo a otro querido profesor de la Universidad: Raúl Roa García».

—Tradicionalmente la Universidad «provocaba» cierto sentido de pertenencia. ¿Por qué cree que la veneración de antaño ya no se manifiesta con idéntica fuerza?

—La Universidad ha cambiado muchísimo. En mi época éramos unos pocos miles en toda la República. La familia te instaba a estudiar, para seguir ese camino, que escogíamos apenas un grupito. Como no tengo todos los elementos, me limitaré a ofrecerte un razonamiento: ¿acaso no tendrá que ver con la democratización de la enseñanza, proyecto muy positivo, pero con implicaciones?

«La Universidad para todos tiene un costo, como lo tuvo de hecho la apertura de viviendas e instalaciones públicas o la transformación de los clubes “de sociedad” en círculos sociales. En esa avalancha va entrar el que no tiene la cultura incorporada. Habría que detenerse y preguntarse cómo lograr que lo positivo, lo favorable de esa tradición, pueda ser asumido por otros como propio, cuando familiarmente no lo ha sido.

«Quizá algo de esto ocurra también entre los profesores; no sabría decirlo. Tiene que ver con el empobrecimiento del lenguaje, de los modales, con el deterioro de las costumbres y el comportamiento social. Me ha impresionado y molestado, por ejemplo, que de algunos bancos solo queden las bases, porque las maderas han sido arrancadas, al estilo de muchos vándalos en los parques de la capital. Me resulta chocante. En mi época a nadie se le ocurría hacer algo así. Claro, entonces la Universidad era más elitista. La gran contradicción está en que ese centro de élite desde la época de Mella, aspiró a “deselitizarse”, a abrir sus puertas para que todos tuvieran acceso».

—A su juicio, ¿qué le está faltando y qué no debería faltarle jamás a esa casa grande?

—En primer lugar no debería faltar jamás eso que referiste en tu pregunta: el sentido de pertenencia. El dilema es cómo recuperarlo ahora. El cubano de estos tiempos ya no asimila esa conquista de «logré llegar a la Universidad», como la gran aspiración, la meta que parecía irrealizable.

«Desde la época de Céspedes siempre fueron minoría los que estudiaron, primero en el Seminario San Carlos y después en la vieja Universidad de San Gerónimo. Era una fracción orgullosa de su herencia, y eso nos daba mucha fuerza.

«Quizá lo que falte sea eso, que no hemos sido capaces también de democratizar la tradición y los valores, universalizarlos, hacer a todos partícipes.

«Mi generación tiene que cumplir con su deber. No me parece justo acusar o echarle la culpa al que viene detrás, al que se incorpora, por cuestiones que no son de su responsabilidad. Debemos transmitir. En última instancia es una falta nuestra, no de ustedes. Pero no debemos conformarnos y mucho menos aceptarlo como una fatalidad inexorable del destino».

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