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El pelotero Rafael Ayala y la discriminación racial en Cuba antes de 1959

A pesar de sus brillantes resultados en el béisbol, fue víctima antes del triunfo de la Revolución, por ser negro, de desprecios que rebasaron los límites de la sensatez

Autor:

Juventud Rebelde

El relevo de la familia Ayala está seguro con Alexander, el torpedero del equipo provincial. Su abuelo Rafael asegura: «Este apellido nunca estará vacío de pelotero». CAMAGÜEY.— La historia de Rafael Ayala recuerda un poema de otro camagüeyano, Nicolás Guillén: Cuando me veo y toco, yo, Juan sin nada no más ayer, y hoy Juan con Todo (...) Tengo, vamos a ver, que siendo un negro nadie me puede detener a la puerta de un dancing o de un bar. O bien en la carpeta de un hotel gritarme que no hay pieza (...) Tengo que como tengo la tierra tengo el mar, no country, no jailáif, no tenis y no yacht (...).

Solo por tener el color de la piel bien parda conoció de desprecios que rebasaron los límites de la sensatez, en épocas donde el dinero mediaba hasta en la sonrisa de quienes decidieran soñar, por ejemplo, con ser un buen pelotero cubano.

Así transcurrió la niñez de uno de los atletas más destacados en la historia del béisbol agramontino de los años 50: Rafael Ayala Freyre, quien en pleno desarrollo atlético repitió seis veces el podio de campeón de jonrones y líder en average en los torneos en los que participó en Camagüey.

Su lugar en la sociedad de entonces lo condujo a sobrevivir, casi por instinto, entre la miseria y el talento, y tener que tolerar las más humillantes condiciones, hasta donde admitiera el honor.

Aquella pelota...

«Supe cómo sería mi vida desde chiquito, porque con los negros no había paz. Era todavía un muchachito cuando sufrí mi primera decepción al conocer que los jóvenes negros cubanos no podían jugar en la liga pelotera de La Habana, nombrada Unión Atlética Nacional. Desde entonces y hasta hoy la llamo Discriminación Nacional de Cuba.

«No hubo años sin racismo antes de 1959. Hicieras lo que hicieras en el campo de pelota eras un negro, y ni a los baños de las sociedades atléticas podías entrar.

«Se hacían algunos buenos equipos cubanos, pero los negros no podíamos integrarlos a veces, tuvieras las condiciones que tuvieras.

«Desde ese momento me puse en guardia, buscando la manera de crecerme en el mundo del béisbol. Comencé a jugar en barrios y en donde pudiera. Así me di a conocer hasta que me hice pelotero a fuerza de empuje y necesidad.

«Tenía unos 20 años cuando, y después de tanto jugar, fui a Michigan a competir. Aquí pensé que había cambiado mi vida, pero este viaje fue el adelanto de lo que vendría después.

«Una noche, Rolando Muñiz —otro gran atleta blanco— y yo fuimos a un bodegón a tomar una cerveza. Los dos nos dimos cuenta de que nos observaban insistentemente. Al mirar hacia atrás, el intérprete mediante señas me decía asustado que saliera urgentemente del lugar. Y menos mal que lo hice, porque un cartel en la entrada advertía que no se permitían negros.

«Ese país se convirtió durante mi estancia en una pesadilla, porque nos hicieron de todo. Allí conocí las tres discriminaciones: la económica, la de raza y por ser latino. Los yanquis solo nos dejaron entrenar bien tarde en el estadio, cuando hacía un frío horrible. Menos mal que un señor nos prestó unas colchas y aun así titiritamos en el dugout con ellas puestas.

«En el tope de Michigan quedé como campeón jonronero. Incluso recibí de la firma Coca-Cola un trofeo que me lo reconocía, pero ni toda esta gloria me hizo sentir bien en esa ciudad».

Más páginas del anecdotario

«Ser deportista en Cuba no era fácil; para vivir tuve que maltratarme, cosa que no entendía cuando aquello. Lo único que me importaba era ganar para vivir. Yo salía de Camagüey y me iba en un Santiago-Habana por la madrugada, para jugar en Jovellanos, en la Liga Pedro Betancourt, donde me pagaban solamente 15 pesos, si es que no llovía o perdía.

«La discriminación era total, y se crearon mecanismos para apartarnos de la élite de los blancos; al punto que creo que la Liga de Pedro Betancourt fue inventada por los profesionales blancos de La Habana para que algunos negros de las provincias no soñáramos entrar en los juegos nacionales.

«En Camagüey hubo un comerciante que se llamaba Otto Lavernia. Los fanáticos más viejos de la ciudad se acordarán de él, pues quiso hacer un equipo con los peloteros buenos de por aquí, pero todo su dinero no pudo contra el racismo.

«Él se dio cuenta de nuestra calidad y que sin nosotros se perdía dinero. Soñó alto y hasta llegó a formar el equipo Puerto Príncipe, pero cuando el manager nos vio en la antigua Sociedad Atlética de Camagüey dijo: “¡Si son negros!”. Entonces propuso hacer un equipo Café con Leche, con negros y blancos.

«Los blancos que jugaban con nosotros no eran discriminadores, pero como eran pobres también estaban excluidos de los equipos de los ricos. Todos aceptamos el equipo Café con Leche, porque si no nos moríamos de hambre.

«Nos reunió a negros y blancos y dijo: “Si quieren jugar no pueden entrar a la Sociedad cuando se acabe el juego”. Así mismo fue; incluso nos teníamos que vestir en el banco. Nos pagaban después de cada juego y nos largábamos.

«Un Día de las Madres yo decido el juego con un jonrón. Todos muy contentos. Cuando le doy la vuelta al cuadro mi equipo me cargó, pero hasta allí llegó la gloria, pues los negros nos fuimos y los blancos a tomar cerveza en el antiguo Atlético. Yo no pude entrar a pesar de ser el héroe, y mis compañeros blancos me llamaron por la cerca para compartir su cerveza conmigo, pero yo no acepté aquella bajeza.

«Cuando llegué a la casa me entró una fiebre de 40 sin tener ná’. Me enfermé de ver lo que me había pasado. El equipo se acabó un buen día, pues se rumoraba que éramos fidelistas. Los peloteros de por aquí ya estaban haciendo sus cosas de política contra el gobierno de Batista y tengo el honor de haber compartido equipo con Cándido González Morales, tremendo revolucionario. Ese sí que nunca nos abandonó en el campo después de los juegos.

«En aquella época la cosa se puso mala, al punto de que quien viniera a tocar a mi puerta para jugar yo jugaba, porque el dinero hacía falta. Yo preguntaba primero: “¿Cuánto me va a dar?”, y después aceptaba.

«Todo el mundo arañaba sus pesitos y empecé a vivir de lo servido por lo comido e incluso aprendí a barnizar. Así pude sobrevivir, porque éramos diez hermanos y tenía que ayudar a mantenerlos. No importaba el talento, había primero que ganarse el plato de comida.

«Una vez ganamos un juego que se puso duro y por eso nos dieron una fiesta con una orquesta musical de las buenas, en la Plaza de La Caridad. Lo que ocurrió con los negros fue tan absurdo que nunca ha dejado de indignarme, y mira que tengo 86 años cumplidos. Cuando llegamos a la fiesta había una soga con un farol colgado que dividía la Plaza: para un lado los negros y para el otro los blancos.

«¿Qué podía esperar un negro si por la mañana llevabas a la gloria a los dueños del equipo, te pagaban tus servicios y al poco rato te pasaban por al lado en su máquina y ni te miraban?».

Con uniforme caqui

«En el mundo deportivo hubo de todo, al extremo de que para poder jugar y vivir tuvimos que alistarnos en el ejército antes del Triunfo de la Revolución. Todo era un negocio y nosotros éramos la fuente del dinero, aunque con esa agua nunca pudimos saciar nuestra sed, porque nos pagaban una miseria y ellos ganaban miles.

«Llegó un momento en que ese ejército jugaba pelota en casi todo el país y quiso tener sus equipos por zona. Para jugar había que estar alistado. Aquello me hizo pensar mucho, pero tuve que aceptarlo, porque la cosa estaba mala de verdad en la casa.

«Mas la vida me recompensó estando alistado, pues nunca pensé que aquello me permitiría ayudar a mis amigos. Sin embargo, un día me jugué el todo por el todo en el regimiento, porque al entrar al cuartel veo a varias señoras del barrio llorando y sentí escalofríos. No había que ser universitario para darse cuenta de que sus hijos, mis amigos, estaban presos. Me arriesgué e intercedí por ellos. Para entonces había ganado casi todos los juegos del regimiento y eso me permitió llegar hasta el oficial de guardia, que los soltó al rato.

«Aquí conocí de verdad la diferencia entre el dinero y el prestigio, el que me había ganado entre una buena parte de la gente. Poder interceder por la vida de mis amigos, por ser solamente Ayala, el pelotero jonronero, me recompensó bien adentro en el corazón».

Lo que tenía que tener

«Después vino la Revolución y me dediqué al softbol y al arbitraje, hasta que me retiré. Ahora soy Gloria Deportiva de mi país y represento a los veteranos profesionales camagüeyanos. Apoyo en lo que puedo, porque el deporte cubano está respaldado y el atleta estudia y se prepara para el futuro. Pueden existir detalles por mejorar, pero la verdad es que el deportista cubano no vive en el aire, a expensas de su suerte como antes.

«Pero qué más puedo decir, si en aquel tiempo, cuando yo era bueno jugando, jamás nadie me entrevistó y ahora de viejo, aunque no es la primera entrevista, una joven, periodista de Juventud Rebelde, me ha dado hasta un abrazo. ¡Qué mayor alegría para este negro cubano!».

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