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Herminio Almendros: un intelectual que vive en sus libros

Hay que plantar en la escuela objetos humanos y sociales que aceleren el paso de los destinos históricos. Eso ansiaba Herminio Almendros, esa columna intelectual y pedagógica de Cuba de cuyo fallecimiento se cumplen 35 años

Autor:

Mario Cremata Ferrán

¿Qué cubano no ha leído, comentado o escuchado nombrar siquiera libros como Había una vez u Oros Viejos, que, dicho sea de paso, al igual que el primero, parece que nunca se pondrá «viejo»?

Pero si se le pregunta a un niño o adolescente de esta época qué sabe sobre el autor de esos clásicos, lo más probable es que se dibuje en su rostro la mueca inequívoca de lo que se desconoce.

Hay mortales que no debieran morir nunca, como tampoco aquello que en su tiempo de vida hicieron por el mejoramiento de sus semejantes. Esa idea da vueltas cuando se piensa en hombres como Herminio Almendros.

Sabiduría, imaginación sin límites, necesidad de educar... todo eso y más se conjugaba en el carácter y la personalidad de un humilde maestro español a quien el destino condujo al angustioso exilio, separado de los suyos por largos años, y de su patria, por voluntad propia, para siempre.

Vivió en Cuba hasta su muerte, y aquí desarrolló la mayor parte de su abundante producción intelectual y accionar docente. Hizo venir a su esposa y sus tres hijos. Fue su vida azarosa, pero apasionante.

Cuando se cumplen 35 años de su deceso, bien merece que recordemos quién fue y cómo vivió ese educador excepcional que se llamó Herminio Almendros Ibáñez.

«Hay que infundir vitalidad a la escuela. Hay que ensanchar su espíritu angosto abriendo el horizonte de sus ideales. Hay que plantar en ella objetos humanos y sociales que aceleren el paso de los destinos históricos... Que los niños de todos los climas vayan tejiendo una red de simpatía sobre el área del mundo (...); para una educación liberadora, de mutua comprensión humana y pacifista...», reconocería por entonces, en uno de sus libros.

Para acercarnos a la vida de este hombre tocamos a la puerta marcada con el número 505 del edificio Naroca, en Línea y Paseo, el Vedado, donde María Rosa Almendros Cuyás, su hija, nos aporta algunos datos imprescindibles.

«Mi padre era de estatura mediana, más bien delgado, de tez muy blanca y el cabello rojizo. Tenía los ojos pardos, y la miopía severa que padeció desde edad temprana le provocó una ceguera casi total. Sin embargo, esto, lejos de rendirlo, hizo que se volviera un ser obsesionado por el trabajo», explica María Rosa.

«Afortunadamente, su mal genio y extraño sentido del humor solo se manifestaban excepcionalmente. Su conversación era pausada y, salvo que se tratase de algún tema que le llamase la atención o que tuviese que ver con sus estudios, prefería guardar silencio y escuchar.

«Gustaba de la siesta, del cine, y sobre todo de la música. Un profesor suyo le dejó una mandolina que todavía conservo y era su delirio. Él podía tocar cualquier instrumento de cuerda. Guitarra o violín que cayeran en sus manos, los afinaba.

«Aunque viví relativamente poco tiempo con él, pudiera definirlo como una criatura noble; un ser romántico y trabajador al que le fascinaban los niños», dice en voz alta y con ojos nublados su hija, al mismo tiempo que revive la ocupación de Cataluña por el ejército franquista, a fines de enero de 1939, que lo obliga a marchar al exilio mientras el resto de la familia quedó en Barcelona, en casa de sus abuelos maternos.

«El día 30 atravesó la frontera con Francia y desde allí escribe a Alejandro Casona —teatrista español y gran amigo suyo y de mi madre desde la época de la Escuela Superior de Estudios de Magisterio—, quien andaba de gira por América, pidiéndole que le recomendara un lugar estable donde asentarse. La respuesta no tardó mucho: Cuba. Al amanecer del domingo 28 de mayo de 1939, a bordo del Flandre, arriba al puerto habanero.

«Cuando nos separamos, mamá le pidió que escribiera en una libretica todo lo que le sucediera, para que después del reencuentro, o si este no tenía lugar, ella y sus hijos pudieran saber qué había sido de él. Por esta razón empezó el diario, que ha podido llegar a noso- tros».

De tal suerte, en el diminuto cuaderno de carátula oscura, el martes 30 de mayo, a solo unas horas del desembarco, anota sus primeras impresiones nostálgicas: «La Habana es una bella población, alegre, bulliciosa, la Andalucía de América la llaman... Me gusta mucho La Habana. Es bella... pero sin María no me interesa eso. ¡Si estuviera ella!...».

Con seguridad, no imaginaba entonces que aquella separación duraría una década, y menos aún que el reencuentro se produciría en Cuba, el 15 de enero de 1949. Solo su hijo Néstor, un año antes, había venido huyendo del servicio militar, pero ni siquiera se veían a diario pues Almendros pasaba mucho tiempo en Oriente, donde impartía clases. La Universidad de La Habana le cerró las puertas a él y a otros españoles como Juan Chabás, Julio López Rendueles, José Luis Galbe, José María Ferrater Mora, Francisco Prat Puig y Francisco Albero Francés, algunos de los cuales solo estuvieron de tránsito, pero otros echaron raíces.

Al rememorar el doloroso episodio que representó el franquismo en la vida de miles de personas, y que determinó que parte de su familia quedara para siempre entre nosotros, María Rosa es enfática: «Le cogí tanto odio a España, a la guerra y a la posguerra, que no quise saber nada más de allá. Las tertulias de los intelectuales emigrados me entristecían sobremanera, pues estaba convencida de que nada iba a cambiar mientras Franco viviera. Y creo que a mi padre le sucedió algo parecido. Recuerdo que una vez le dije: lo único que me haría regresar a mi país es que se armara otra guerra civil».

Todo indica que sus angustias por la prolongada ausencia de los suyos las volcó Almendros en hacerse de un nombre, en imponerse en su nueva «patria» a costa del sacrificio, el talento y las ideas renovadoras en el campo educativo.

En octubre de 1941 había comenzado a publicar la revista Ronda (a dos manos con Ruth Robés Masses), con varias secciones destinadas a estimular la creación y motivación de los infantes. Elaboró textos para el aprendizaje del idioma, colaboró con la revista Bohemia y mantuvo una columna semanal en el periódico Información.

También aparecieron libros que una y otra vez han acompañado la formación cultural, moral y humana de varias generaciones como son Había una vez (1946), 30 escenas de animales (1951), Lecturas ejemplares. Aventuras, realidades, fantasías (1955) y A propósito de La Edad de Oro de José Martí. Notas sobre literatura infantil (1956).

Mucho antes, en 1929, se había publicado Pueblos y leyendas, rebautizado más tarde en Cuba por él como Oros Viejos, y que ha sido reeditado en varias oportunidades.

Maestro de Cuba

El triunfo de la Revolución marcaría un mayor reconocimiento no solo de su calidad como escritor, sino también de su ya larga trayectoria como profesor, autor de textos para la docencia y asesor de políticas educativas.

A principios de 1959, Armando Hart, recién designado ministro de Educación, hizo venir de Santiago de Cuba a un puñado de pedagogos con experiencia y prestigio, para conformar el equipo de trabajo que echaría las bases de una obra colosal: la Campaña de Alfabetización. Almendros es uno de ellos, e inmediatamente es nombrado Director General de Educación Rural.

Sobre aquel período fundacional, dejó su testimonio en un texto de 1963: La Escuela Moderna: ¿reacción o progreso?

«Lo cierto es que hasta el triunfo de la Revolución, la enseñanza básica del país había sido servida por una escuela pública insuficiente y miserable, de atención y crecimiento tan mezquinos que más bien ayudaban a elevar el analfabetismo en la nación (…) Aparte de la dramática falta de escuelas que dejaba sin ellas a la mitad de los niños de nuestro país, era también desesperante el que las que funcionaban se hubiesen quedado detenidas y anquilosadas en procedimientos que quizá sirvieron hace un siglo, pero que, adaptados a nuestro tiempo, no podían sino producir una grave deformación de los individuos, la cual se hacía evidente», refirió en una de sus partes.

Entre 1962 y 1967 dirigió la Editora Juvenil, y se consagró a editar y traducir numerosas obras infantiles y juveniles de la literatura universal.

Como jamás le interesó convertirse en funcionario vitalicio, continuó su ya prolija labor como autor, con una singular biografía del Apóstol concebida para jóvenes: Nuestro Martí (1965); y otros textos no menos valiosos como Fiesta (1967) y Leer (1971).

Solo la muerte frenaría las ansias de enseñar, de trabajar y de sentirse útil del incansable y desinteresado maestro que fue capaz de obras «grandes» como aquella que él mismo se empeñó en ocultar: en 1960 donó 14 000 pesos de sus derechos de autor para la construcción de una escuela en Dos Ríos, sitio donde cayera José Martí.

Una de sus últimas satisfacciones fue visitar Almansa, su tierra natal, donde recientemente bautizaron con su nombre una avenida y un preuniversitario. Falleció, sin que nadie lo esperara, el domingo 13 de octubre de 1974, en el hospital Calixto García, en el posoperatorio de una intervención prostática.

«...Yo soy uno de esos ilusos maestros que han vivido como braceando en el vacío —escribiría a manera de confesión, para, acto seguido, explicitar: El respiro que me han dejado una y otra guerra, una revolución frustrada y los pasos a trancos en el largo exilio, lo he empeñado comunicando o tratando de comunicar mi experiencia y mi fe en el propósito de esquivar la rutina escolástica y promover una sensibilidad más humana para el progreso de la obra docente».

En verdad no creo que haya vivido «braceando en el vacío», simplemente porque el vacío está reservado para aquellos que han de ser olvidados. Y, a fin de cuentas, allí solo terminaría si no tuviera lectores o si estos lo permitiesen.

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