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Octubre de arrebatos

La historia será llama en las almas solo si dejamos de recitar estribillos al vuelo para tocar las brasas que la hacen arder. Víspera de 10 de octubre de 1868, del alzamiento de los cubanos en La Demajagua, se produjeron varios levantamientos en la lsla

Autor:

Osviel Castro Medel

De vez en cuando cometemos el error: creemos que las páginas repasadas de la historia de Cuba son conocidas al detalle, ya por la repetición, ya por instinto puro.

Los mismos acontecimientos vinculados al 10 de Octubre, fecha en que dejamos de ser colchón tranquilo para convertirnos en parto de nación, supuestamente están trillados para la mayoría. Sin embargo, si uno sondea al azar podrá encontrar el facilismo de la repetición en muchas personas y el desconocimiento a la vista.

«Ese día Céspedes les dio la libertad a los esclavos en La Demajagua, los invitó a la lucha y comenzó la guerra contra España». Se suele decir eso —no más— sobre aquella data extraordinaria, la del Manifiesto emancipador.

Así, en el resumen, se olvidan perturbaciones y embrollos propios de ese alzamiento contra una metrópoli que poseía aquí casi 13 000 hombres sobre las armas; se obvian las discusiones entre los padres fundadores de la nación respecto a las estrategias de lucha; se ignora a los acompañantes del Héroe que hizo tañer la campana ese día de gloria y otros pormenores valiosos, incluidos aquellos de disparos que tuvieron lugar antes del 10 de Octubre.

Discusiones y un telegrama

Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes López y del Castillo y otro patricio sagrado, Francisco Vicente Aguilera y Tamayo, tuvieron controversias de las buenas por las posibles maneras de ejecutar el levantamiento.

El primero debió imponerse al concepto de que era viable el estallido cuando estuvieran las «condiciones creadas» y las armas en las manos.

Por eso el patriota Joaquín Agüero diría a Céspedes: «Usted es más arrestado que yo», cuando supo que el plan conspirador era quitarles las armas a los españoles. «Ellos las tienen», respondería el abogado bayamés, quien sabía que las conspiraciones muy demoradas terminan ahogadas en sangre.

La vida le daría la razón a su anticipado arrebato. El cura Tomás Felipe, enterado el día 7 de octubre en el confesionario, por boca de la esposa de uno de los patriotas, de los preparativos independentistas, dio cuenta de estos a las autoridades de la metrópoli.

Por suerte, Ismael de Céspedes, sobrino de Carlos Manuel, trabajaba en las oficinas del correo de Bayamo, a las cuales llegó el telegrama enviado desde La Habana con la orden de detención de su tío y otros conspiradores. De no haber sido por esa coincidencia seguramente Céspedes, Aguilera, Masó, Maceo Osorio… y Figueredo (a quien Ismael llevó copia del mensaje cifrado) hubieran sido pasados por las armas sin tiempo de haber lanzado una bala.

Lamentablemente, cuando escribimos de los acontecimientos de La Demajagua o Demajagua (valen los dos) no es común que ponderemos la actitud de ese pariente del Iniciador, que evitó acaso la catástrofe, y quien años después alcanzaría los grados de brigadier del Ejército Libertador.

Por cierto, aunque algunos dudan de ese telegrama, varios patriotas, desde José María Izaguirre y Benjamín Ramírez, hasta Enrique Collazo, dieron fe de su existencia.

¿Hubo levantamientos anteriores?

Aunque a algunos les parezca extraño, la respuesta a esta pregunta es positiva. Pedro María de Céspedes, hermano del Padre de la Patria, se nombra como el líder del primer alzamiento, el 9 de octubre de 1868. Él reunió a unos 400 hombres en las proximidades de la hacienda Caridad de Macaca y al mediodía de esa fecha atacó con modestas armas la pequeña guarnición de Vicana; después se apoderó del poblado.

El acontecimiento sirvió para que en 1975 la destacada investigadora Adolfina Cossío publicara su folleto El alzamiento del 9 de octubre de 1868 en Macacas.

También se señalan otros alzamientos en esta región, vísperas del 10 de octubre: en Guá, Portillo y Jibacoa. Los jefes respectivos de estos movimientos fueron Manuel de Jesús «Titá» Calvar —con unos 150 hombres—, Manuel Codina Polanco (quien lideró similar cantidad de efectivos) y el dominicano Luis Marcano Álvarez, al frente de 300 sublevados.

Un quinto levantamiento tuvo lugar en la zona desde El Caño hasta Guatívere, encabezado por Ángel Maestre y Juan Fernández Ruz. Algunos también mencionan como insurreccionado el día 9 en San José de Blanquizal a Bartolomé Masó Márquez.

Estos alzamientos, a diferencia del de Macaca, no llevaron a acciones bélicas y sus objetivos fueron el reclutamiento de hombres y el acopio de armas de cualquier tipo. Vale aclarar, no obstante, que todos esos guías estaban a la sombra de las órdenes del Padre de la Patria; todos veían en él al líder natural más allá de nombramientos formales.

Grito de Yara: ¿pocos hombres?

El 13 de octubre de 1868, según apareció publicado en la Gaceta de La Habana, el coronel de la metrópoli José de Chessa, jefe interino del Estado Mayor, comunicó: «Según telegramas oficiales, en Yara, jurisdicción de Manzanillo, se levantó el día 10 una partida de paisanos, sin que hasta ahora se sepa el cabecilla que la manda, ni el objeto que los conduce. Supónense unidos a ellos los bandoleros perseguidos en otras jurisdicciones y su importancia debe ser escasa…».

Fue ese documento y la pérfida propaganda española los que sembraron aquello del «Grito de Yara». Pero el 10 de octubre de 1868 no se escuchó tal voz en ese poblado, algo en lo que insistieron historiadores tan distinguidos como Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo.

Otro punto importante: aquel 10 de octubre en La Demajagua nunca fueron pocos, como dicen algunos. Los testigos de aquella jornada, al narrarla, hablan de una congregación de poco más de 500 hombres. Quizá la confusión se deba a que Céspedes, al hablar de los sucesos, señalara que el alzamiento se llevó a cabo con «37 de armas». Era el número de los que poseían mejores instrumentos para la guerra.

Coincidencias en el tiempo

La noche anterior al 10, La Demajagua —bien se sabe— estuvo en total alboroto y ajetreo.

Gonzalo Nuño, uniformado español, que Carlos Manuel previsoramente tenía como espía en Manzanillo, pidió «autorización para explorar» y retornó con esta nueva: «Todo está tranquilo, apenas hay una lucecita».

A la mañana siguiente, después que Candelaria Acosta (Cambula) terminaba la bandera, los congregados se organizaban en filas hasta que Miguel García Pavón, con gran solemnidad, hizo sonar las campanas y dio paso a las inmortales palabras del Héroe de San Lorenzo.

Otro detalle: Céspedes no solo se alzó con un estandarte, también compuso, el 4 de octubre, un himno de dos estrofas y un estribillo, conocido hoy como Himno de Manzanillo.

Resulta interesante en extremo que tres de los acompañantes del Padre de la Patria en ese imborrable mitin: su hermano Francisco Javier de Céspedes (1821-1903), Manuel de Jesús Calvar (1832-1895) y Bartolomé Masó (1830-1907), llegaran después al cargo supremo de Presidente de la República en Armas. El primero en 1877, el segundo en 1878 y el tercero en 1897. Por coincidencia, los restos de los tres reposan muy cerca entre sí, en la necrópolis de Manzanillo.

Primer combate

El 11 de octubre tuvo lugar el primer combate por la independencia, justamente en Yara, y que concluyó con derrota, pero con una frase inmortal del Iniciador.

Ansiosos de dar un buen golpe, de sacudir aún más la nación, los revolucionarios se fueron hasta ese poblado, donde llegaron de noche, después de conocer las extremas medidas de seguridad tomadas en la Ciudad del Golfo.

Llegaron mojados por la lluvia, «transidos de frío y rendidos de fatigas», como escribiera Bartolomé Masó, pero deseosos de «cargar al machete sobre el enemigo» y quemar «sus atrincheramientos si fuera preciso».

La inexperiencia y la falta de pertrechos conspiraron en su contra. El hecho que completa la luz de aquel octubre volcánico acontece a las 12:00 de la noche, en el momento de la retirada.

Solo había dos bajas, aunque la tropa se había dispersado debido al plomo enemigo; acompañaban al Jefe de la Revolución apenas 11 hombres. Uno de ellos, goteando sudor y agua, expresó cabizbajo, con lógica para él: «Todo está perdido». El líder, levantándose sobre su caballo, con un vigor que desbordaba sus 49 años, exclamó: «Aún quedan 12 hombres. Bastan para hacer la independencia de Cuba».

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