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El cifrado que despejó muchas incógnitas

Héctor Gallo Portieles fue un hombre clave para despejar grandes dudas en el preludio de la invasión mercenaria de Bahía de Cochinos. Hoy narra la sorprendente historia de cómo pudo hacer llegar a Cuba, desde Costa Rica, aquellos mensajes que «valían un Potosí»

Autor:

Luis Hernández Serrano

La decisión yanqui de agredir a Cuba era superconocida, pero cuándo, cómo y por dónde constituían las grandes incógnitas. «Yo fui uno de los que cumplió la misión secreta de despejarlas», cuenta casi 50 años después Héctor Gallo Portieles, ahora con 86 años, y residente en la Zona de Micro X, en Alamar, La Habana del Este, en la  capital del país.

Pudo hacerlo porque desesperadamente buscó y obtuvo una aparente desinformación de la CIA sobre la Invasión de la Brigada mercenaria 2506. Tan importante resultó enviar a Cuba semejante material, que ello le valió dos décadas más tarde recibir la Medalla del 20 Aniversario de la Victoria de Playa Girón, sin haber puesto un solo pie entonces en sus arenas.

De Héctor Gallo se habla en el capítulo «La CIA no engañó a Fidel Castro», del libro La Batalla inevitable (Editorial Capitán San Luis, 1996, p.p. 193-194), de Juan Carlos Rodríguez, con prólogo de José Ramón Fernández.

«Sabíamos qué necesitábamos, pero no la manera de encontrarlo. Ante esa realidad, me consagré en cuerpo y alma a la tarea encargada, al punto de desear que se me acercara un agente de la CIA con el fin de reclutarme, para hallar el más mínimo indicio posible.

«Observé reuniones públicas de contrarrevolucionarios, pero sin pista alguna. Tanto ansiaba no defraudar a los que en mí habían confiado, que me volví casi un obsesivo-compulsivo tratando de conseguir algún dato, y esa tensión constante me impedía dormir, y si acaso lo hice fue con un ojo abierto y otro cerrado».

Un pintoresco informante

Evoca Gallo que una tarde, en pleno corazón de la capital de Costa Rica —país adonde había sido enviado como segundo secretario de la Embajada y Encargado de Negocios de Cuba allí— experimentó un raro estremecimiento.

«Sentí que desde nuestra sede diplomática, en las afueras de la ciudad, un imán me halaba como si yo fuera de hierro. Por supuesto que partí corriendo para allá.

«Al llegar salía de allí un joven cuya estampa me recordaba a dos personas de mi pueblo. En él se combinaban, increíblemente, los aspectos físicos de dos tipos muy curiosos que yo como barbero pelaba con cierta frecuencia.

«Tal fusión se concentraba casi misteriosamente en una gente que vestía al estilo de un chuchero o guaposo, con zapatos de dos tonos, cadena larga en el bolsillo de un pantalón blanco, ancho arriba y estrecho abajo, con el cinto cercano al pecho».

Aclara que todavía hoy lo identificaría perfectamente dentro de un millón de personas. Tanto le impresionó que le preguntó al compañero Wilfredo González, auxiliar de la Embajada y su mano derecha allí, quién rayos era aquel personaje de imagen tan pintoresca.

«Wilfredo me explicó que tenía un valioso informe sobre una invasión a Cuba y que solo la daría al embajador. ¡Eso me electrificó completamente! Le pedí alcanzarlo rápido y decirle que lo atendería de inmediato quien se había quedado en su lugar. Regresó con él y, en el despacho del embajador, se presentó como guatemalteco, llamado Horacio, miembro de la fuerza que atacaría muy pronto a Cuba y enlace entre Miami y Guatemala.

«Experimenté cierto escrúpulo, como una especie de asco, ante el supuesto mercenario, entre otras cuestiones, porque yo todavía olía a miliciano. Mis contradicciones iban desde pensar que yo estaba deshonrando a mis compañeros de la Milicia al recibirlo, hasta imaginarme en poder de una información crucial para la seguridad de nuestra patria.

«No obstante, me dije: Si el laboratorista clínico trabaja con orina y heces fecales, y no por eso deja de ser pulcro en su noble encomienda, yo ahora soy también una suerte de laboratorista. Y hasta tuve la impresión de que Martí, desde el cuadro colocado en la pared de la oficina, juzgaba mi conducta.

«El tipo fue directo: me dijo tener en sus manos el sitio exacto, la fecha, los medios militares y otros pormenores relevantes sobre una agresión a Cuba; y que por esa información tan secreta quería 500 dólares».

Gallo dudó tremendamente. Se le había orientado con mucho énfasis no comprar, en ninguna coyuntura, información, por vital que pareciera, pues ese era un método de vender desinformación, un medio típico del enemigo para reaccionar de golpe y orquestar una provocación mediática.

«Me confesó que necesitaba el dinero para alimentar a una niña suya muy enferma, y le creí a pie juntillas por el tono y la forma en que me hablaba. Sin embargo, cuando me dijo que a él no le importaban ni el señor Castro, ni el señor Kennedy, sino “¡la plata!”, noté algo falso en sus palabras, y se lo dije. Le expresé con firmeza: “Vienes aquí porque sabes el bien que puedes hacer, porque sabes que esta es una Embajada de un país honrado y honesto y que ninguno de nosotros tiene el dinero que pides, ni compra informaciones”.

«Hizo silencio y meditó. Le expliqué que tenía 60 dólares para comprarme una pistola que había visto en una vidriera. Me pareció un siglo aquella conversación. Le dije que solo podría darle 30 dólares para que comprara frutas a su niña y que lo hacía en nombre de mis pequeños hijos. En tono sincero afirmó que él también sabía ser hombre, y que me daba la información de todas formas, aunque aceptó mi ofrecimiento.

«Acordamos vernos en el parque Morazán, donde entregaría la información la noche de ese mismo día. Wilfredo y yo fuimos. Nos entregó un sobre blanco, sin rótulo ni lacre, con la advertencia de su carácter devolutivo».

Refiere que al abrirlo les cayó encima Cuba entera, pues la información estaba «cifrada». Suerte que ya él se había percatado de eso, y nos entregó —también prestado— el código para descifrarla.

«El documento, que valía un Potosí, acertó en todo lo que ocurrió realmente después, menos en la fecha exacta. Daba como punto de partida de la invasión a Nicaragua. Como lugar de desembarco, la Bahía de Cochinos. Y que sería el 24 de febrero de ese año 1961, junto a otros detalles importantes que nunca he recordado».

Enfatiza Héctor Gallo que la exacta correspondencia de lo que encontraron con lo que buscaban, los hizo dudar de su veracidad. Marx lo aconsejaba siempre como método: ¡dudar de todo!

Dudaron de si era información cierta o desinformación, pero tenían que mandar los datos obtenidos de ese individuo, aunque con el problema de cómo cifrarla para enviarla a Cuba.

«Llovieron los cables desde La Habana para precisar a toda costa el sitio escogido, porque, por error en el cifrado o en el descifrado, en lugar de Bahía de Cochinos, aparecía Bahía de Cochinilla, algo diferente. Por eso el Comandante Manuel Piñeiro, a quien yo me subordinaba, siempre me llamó precisamente “Bahía de Cochinilla”.

«El cable inicial que enviamos tenía solo cinco escuetas líneas con lo más secreto y urgente. Y por no disponer de correo diplomático entonces, la ampliación de la información con todos los detalles la envié con el inolvidable escritor costarricense Carlos Luis Falla, autor de Mamita Yunai, conocido por sus amigos —yo entre ellos— como “Carlufa”.

«Aquel texto altamente confidencial y cifrado que yo mandé para ampliar la primera información enviada, se lo ocultó en la hombrera del saco nuestro amigo Carlufa, antes de abordar el avión rumbo a Cuba.

«Por cierto, la Seguridad del aeropuerto de Boyeros le detectó a Carlufa un hombro más alto que el otro, aunque sin mayores consecuencias, porque yo le había dado el teléfono de un compañero para caso de emergencia y él lo llamó enseguida».

Preguntas de siempre

«Yo siempre me he preguntado algunas cosas cuando evoco esta página de mi vida: si sería solo una desinformación lo que aquel hombre nos dio. ¿Por qué ese extraño sujeto que dijo ser enlace entre Miami y Guatemala, aportó al mismo tiempo la información cifrada y el código para descifrarla? ¿Por qué pidió que le fueran devueltos ambos documentos? ¿Los llevaba él a otras personas cuando decidió primero que lo supiéramos nosotros?

«¿A quién los llevaría antes y por qué? ¿Qué explica que el cambio de la trinitaria Bahía de Casilda, por la Bahía de Cochinos, decidido a última hora por el presidente Kennedy, estuviera entregándose a un diplomático cubano en febrero de 1961?

«Y también me he preguntado: ¿Por qué de este hombre nunca más se supo nada y no lo vi, aunque lo busqué con afán, entre los mercenarios muertos y vivos? ¿Fue este un plan concebido contra Kennedy, como fue concebido su sorprendente asesinato? ¿Tendrá toda esta emigmática historia relación con lo que alquien me contó que dijo Richard Nixon, ya presidente de Estados Unidos, cuando el famoso escándalo de Watergate que le costó el cargo, en el sentido de cortar ese asunto porque sus hilos conducían a Bahía de Cochinos?».

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