Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Martí en El Abra

El 13 de octubre de 1870, hace 141 años, arribó a la entonces Isla de Pinos, en calidad de deportado, José Martí

 

Autor:

Julio César Hernández Perera

Para quienes llegan a la Isla de la Juventud se convierte en acto ineludible visitar la finca El Abra, situada a pocos kilómetros de Nueva Gerona. Ahora la solemnidad del lugar, recién restaurado, nos rememora un hecho histórico: el 13 de octubre de 1870 —hace 141 años— arribaba a la entonces Isla de Pinos, en calidad de deportado, José Martí.

Fue recibido por el descendiente de catalanes José María Sardá, y por la esposa de este, doña Trinidad Valdés. Ambos descubrieron a un joven que mostraba a flor de piel el dolor y los horrores del presidio departamental de La Habana. El trabajo forzado en las canteras de San Lázaro le había dejado como secuelas la salud muy quebrantada, una delgadez impresionante, un cuerpo lleno de llagas por el roce de los grilletes, y los ojos afectados por la cal.

Lo primero que hicieron los anfitriones fue retirar al muchacho las pesadas cadenas que desde el 5 de abril de 1870 unieron, por algo más de seis meses, los hierros asidos al tobillo derecho y a la cintura del adolescente. Martí mostró emocionadamente su agradecimiento, y rogó al matrimonio el deseo de guardar aquellos hierros terribles como la ofrenda más preciada. Cuentan que cada noche los colocaba debajo de su almohada.

Las heridas provocadas por estos grillos nunca cicatrizaron adecuadamente y provocaron dolores al Apóstol a lo largo de toda su existencia. Duele el dolor sufrido por él. Puede correr una lágrima por la mejilla del visitante que hoy recorra El Abra: lágrima de vergüenza, de no poder saldar la deuda de sacrificio con un hombre tan sufrido e inmenso.

Los hierros traen a la memoria las palabras de otro hombre grande, Máximo Gómez: «Martí era un cubano a prueba de grillete porque lo había sentido en su carne cuando apenas tenía bigotes».

Desde la misma entrada a la finca, un camino sombreado por frondosos árboles llama a la solemnidad y al mutismo. La casa muestra el blanco limpio de la pureza. En la primera habitación situada en el segundo cuerpo de los edificios que forman la residencia, pervive el lugar donde dormía el cuerpo menudo de José Martí.

Los salones de exposición permanente recuerdan instantes históricos, como el de esa fotografía que meses antes Pepe había dedicado a su madre desde la prisión, con estos versos inolvidables: «Mírame, madre, y por tu amor no llores:/ Si esclavo de mi edad y mis doctrinas,/ Tu mártir corazón llené de espinas,/ Piensa que nacen entre espinas flores».

O aquel libro que le dedicara con una hermosa caligrafía su amigo Fermín Valdés Domínguez. También queda como testigo para la posteridad una rúbrica inconfundible en el libro de visitantes, hecha el 10 de febrero de 1960 por parte del líder máximo de la impetuosa Generación del Centenario: Fidel.

Todavía viven descendientes de la familia Sardá en la casa, quienes junto a una inmensa ceiba y montañas de naturaleza marmórea, cubiertas con vegetación exuberante, custodian el lugar ante el paso del tiempo que es anunciado con precisión por un reloj de sol.

La ceiba, testigo mudo de los días de Martí en El Abra, impregna de nostalgias e interrogantes hasta el infinito. El escenario tiene la magia del paréntesis, de la tregua sanadora, del instante amoroso que catapultó al héroe hacia su gran batalla, génesis e inspiración de la nuestra.

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