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Azurina y sus misterios

Entre los peninsulares arribantes que se asentaron definitivamente en Cuba estuvo el noble español José Díaz, quien prendido por la armonía de estos parajes y la belleza de las nativas, decidió quedarse para vivir alejado de las angustias del viejo mundo

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Tras la llegada de las huestes colonizadoras al puerto de Jagua, a inicios del siglo XVI, tuvo lugar en estas tierras centro sureñas, al igual que en muchos sitios de Cuba, un proceso de asimilación y transculturación que se extendió aproximadamente hasta 1530.

Entre los peninsulares arribantes que se asentaron definitivamente aquí estuvo el noble español José Díaz, quien prendido por la armonía de estos parajes y la belleza de las nativas, decidió quedarse para vivir alejado de las angustias que le proporcionaba el viejo mundo de la civilización, y así echar su suerte junto a la mítica, las costumbres ascentrales y los rudimentarios estilos de trabajo de los siboneyes.

En perfecto equilibrio con ese ambiente primitivo, donde poco a poco vio curtirse su piel y blanquease el cabello, Díaz llegó a construir una familia indohispánica, en unión con la aborigen Angueía, a la que se dice que amó con desenfado y delirio por acunarlo y hacerlo procreador en tan apacible espacio.

Cuentan que el querido español mantenía estrechas relaciones con los piratas que frecuentaban estas costas, vínculos que no eran pecaminosos, pues él no se involucraba en sus fechorías. Solo se limitaba a establecer contratos que no podía eludir para no convertirlos en peligrosos enemigos.

Un buen día, en su modesto bohío de Tureira —hoy Punta Gorda— Díaz recibió la visita de un famoso forastero de mar, acompañado de una hermosa mujer de aspecto enfermizo, que respondía al nombre de Estrella, cuyas formas abultadas en el abdomen permitían adivinar que no tardaría en ser madre.

El pirata, conociendo de la honradez y el buen hacer de aquel hombre, le pidió el favor de dejar bajo su cuidado a la   adorable muchacha, y le solicitó encarecidamente que tomara el fruto que se mecía en aquel vientre joven para que le diera protección y amparo paternal.

A cambio de tan honorable encomienda, en la humilde cobija de Díaz, quedó un buen número de arcas y cofres con preciosos trajes, ricas joyas, odoríferas resinas y perfumadas raíces,  todo cuanto pudiera ambicionar la dama más vanidosa y obstinada.

Sin embargo, nada parecía acaparar el curso de los sentidos de aquella fémina con apariencia de princesa, que perseveraba en su ejercicio de permanente serenidad, extremo silencio y una insensible postura ante cualquier ruego o pregunta. Su mirada era vaga, como perdida en el vacío. Tenía ojos que advertían una dolorosa expresión. A ratos sorprendía por sus sobresaltos y sus espeluznantes temblores en todo el cuerpo.

¿De dónde era tan bella fémina? ¿Qué parentesco la unía al desalmado forastero? ¿Qué pavoroso secreto encerraba aquella apasionante vida en flor? ¿Sería una cautiva retenida violentamente por el pirata tras una gran tragedia?

Por mucho que, entre súplicas y ofrendas, insistió el español para saber el verdadero origen de la muchacha, todo fue en vano. Aquella obnubilada «Estrella» ya había perdido la razón.

Cuando a los pocos meses de su estancia en Tureira dio a luz, la joven murió en el parto. Y de su vientre salió una preciosa niña, a la que llamaron Azurina, quien todavía anda entrampada en el imaginario de los cienfuegueros como fruto de un misterio, una fuerza inexplicable, un aliento que aún vaga entre la fábula y la realidad.

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