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La Revolución me hizo un regalo

El cubano Maximiliano Velázquez «Malanga», uno de los más antiguos sobrevivientes a nivel mundial de un trasplante de corazón, nos contó de su suerte como trabajador portuario; y compartió conceptos suyos sobre la moral, las amistades y la vida misma

Autores:

Marianela Martín González
Alina Perera Robbio

Cuando una conoce a Maximiliano Velázquez Montesinos (mejor conocido entre los suyos como Malanga), recuerda que los verdaderos guapos son aquellos que guardan en sí una valentía de la cual no hablan. Lo más elocuente de este cubano con porte y palabras de caballero —que dijo más de una vez «es un honor conocerlas»—, es su mirada encendida, es el brillo de sus ojos de hombre que ha podido apreciar la maravilla de estar vivo.

Guapo es él, que hace 25 años se entregó en las manos de nuestros médicos para cambiar su corazón agotado por uno mejor, y que ha subsistido a esa intervención tan difícil, convertido ya en uno de los más antiguos sobrevivientes, a nivel mundial, de esa saga quirúrgica.

Malanga, condecorado como Héroe Nacional del Trabajo de la República de Cuba —medalla que pusiera en su pecho el líder histórico de la Revolución, Fidel Castro— no cree en cuentos de callejas: más de una vez en el puerto del Mariel, donde hizo toda su vida laboral y se convirtió en leyenda, tuvo que decir a quienes llegaban manoteándole que tomaran distancia y se calmaran, pues él no conversaba con nadie alterado. Lo respetaban porque era un guapo trabajando; y porque siempre puso su alma limpia por delante.

«Nací en el Mariel —nos contó—; en el puerto de allí comencé a laborar con 15 años. Lo hacía como “caballo”. Así era como le llamaban al que trabajaba por otra persona. La dueña del puesto, la que estaba oficialmente anotada como trabajadora, me daba la mitad de lo que ella cobraba, y de los dos, el único que trabajaba era este servidor».

—¿Cuántos eran en casa?

—Seis hermanos (cinco hembras y yo el varón). Y estaban mis padres. Hubo etapas muy duras en que no existían las plazas fijas. La vida para los portuarios era muy difícil. Te llamaban a trabajar si caías bien, y si no, no te llamaban.

—¿Qué hacía usted antes de trabajar en el puerto?

—A veces me iba al manglar a buscar leña para ganarme unos pesos.

—¿Por qué le dicen Malanga?

—Porque me fui al puerto buscando una oportunidad como aguador o como cualquier otra cosa que apareciera, y lo que hacían falta eran estibadores. Quise probar, pero como era menor de edad me dijeron que debía llevar conmigo a dos familiares adultos para que firmaran los papeles. Eso quería decir que yo estaba allí clandestino porque no tenía los años necesarios.

«Empecé a trabajar y cuando terminé la jornada dijo uno: “¿Y ese guajirito malangón de dónde salió?”; y se me quedó el Malanga de tanto decirse. A veces llego a los lugares y me llaman por mi nombre y no respondo, porque casi se me ha olvidado el nombre verdadero».

—¿Dónde estaba al triunfo de la Revolución?

—En el puerto, de chancero (detrás de los chances), pero llegó el Comandante y mandó a parar. Entonces comencé a trabajar, en serio, en los muelles. Allí se hizo una lista rotativa que garantizaba trabajo para todos. Cuando venía un barco tenía mi trabajo asegurado. Después vinieron las brigadas integrales y formé parte de una de ellas.

—¿Qué fue de aquella mujer por la que usted trabajaba, la que le prestaba la plaza?

—De mujer solo tenía el nombre: Norma Morejón. No se me olvida nunca ese nombre porque yo preguntaba: «¿Quién es esa señora por la cual trabajo y que no veo?». Resultó ser un hombre, ya jubilado, que usaba esa identidad para cobrar.

—Si usted trabajó en los muelles desde tan pequeño, tenía una salud de hierro…

—Nunca me dio fiebre, ni sarampión. Tuve mucha salud hasta que apareció lo del corazón. En el puerto fui vanguardia nacional durante 25 años consecutivos. Estuve en 24 zafras azucareras. Nunca tuve nada. Pero estando en una actividad en Guantánamo, en 1985, me empecé a sentir mal. A partir de entonces sentía falta de aire, poca fuerza en las rodillas, me cansaba mucho cuando caminaba… Enseguida me dijeron que lo mío era un problema quirúrgico.

«El primero que me trató fue el doctor Ángel Gaspar Obregón. Luego el doctor Noel González me operó. El doctor Obregón estuvo en todo momento. Entonces él tenía treinta y tantos años, y hasta hoy ha sido mi médico de seguimiento».

—¿Desde el primer momento le hablaron de trasplante?

—Primero me hablaron de operación. Después el doctor Obregón me comentó la necesidad de un trasplante. Le dije: «¿Qué se le va a hacer?». Tuve dos psicólogas muy buenas que estuvieron hablando conmigo días enteros: Ana María Duque y Edelsis Hernández. En todo momento me ayudaron a salir adelante.

«La operación fue un éxito. Nunca he tenido problemas de rechazo del nuevo órgano, y mi presión es la de un jovencito de 20 años: 120 con 80, 110 con 70…».

—¿Sintió los cambios en su organismo después de ser operado?

—Salí completo. A los seis meses de la operación ya estaba trabajando en el puerto, aunque no regresé como estibador sino como planificador.

—¿La vida comenzó a ser distinta?

—Tenía que evitar algunos factores de riesgo, como fumar. Antes de la operación no fumaba mucho, pero tomar sí tomaba, y comía bastante. Yo era un hombre de 250 libras. Ahora peso 170. Era uno de los hombres más fuertes del puerto del Mariel. Cuando me dijeron lo del trasplante yo decía que quería irme a morir a algún lugar combatiendo en alguna tarea de la Revolución, pero que no quería morir en un sillón de ruedas. Pensé que la vida se me acababa.

«Muchas personas que llegaban al puerto desde otros lugares del mundo no creían, cuando me veían, que estaba trasplantado; y yo tenía que levantarme la camisa para que lo creyeran. Este que les habla es de los que subía las escaleras de los barcos ocho o diez veces al día».

—¿Qué se siente en su lugar? ¿Acaso es como si le hubieran regalado años de vida?

—La Revolución me hizo un regalo. Y he tenido mucha suerte, porque conté y cuento con excelentes amistades que me ayudaron. Las relaciones humanas han sido muy buenas, y por eso estoy aquí. Dondequiera que estuve encontré amigos. Y los médicos han sido como hermanos.

—Para usted un amigo es algo importante…

—Claro, porque es una persona que se compenetra con usted y que lo quiere porque sí. A la vez que hay un interés la amistad no existe.

—Y en su opinión, ¿qué es la vida?

—Es lucha. Y es un disfrute. Es tratar de hacer todo lo que a uno le guste sin ningún tipo de interés ni daño.

—¿Mejoró el espíritu de Malanga luego de ser trasplantado?

—Siempre he sido el mismo. Nunca he tomado lo que no es mío para que nadie me señale con el dedo; nunca hice compromisos raros con nadie, porque no hay nada como dar el ejemplo. La fuerza la da la moral.

«En el puerto fui financiero durante 40 años, y un día, recién trasplantado, me fueron a buscar los trabajadores para que asistiera a una actividad que había en el Club de los Marinos, en Jaimanitas. Cuando llegué lo primero que me dijeron fue que el puerto tenía problemas con las finanzas. Y figúrense… me sentí muy mal.

«Un día visité el Mariel y allí todas las mujeres besándome, y los hombres abrazándome. Les dije: “Espérense un momento. Todavía soy financiero del puerto del Mariel. Todavía no me he muerto. Me invitan a una actividad y la noticia que me dan es que el puerto está en el piso. Ustedes no me quieren tanto…”.

«No dejé que me siguieran besando, y les dije que si me querían, que cumplieran. Me dijeron que era cuestión de gestiones, y como a la semana ya me habían dicho que el puerto había cumplido».

—Ahora que el puerto del Mariel será un lugar especial, mucho más importante para Cuba que años atrás, ¿cómo usted lo asume?

—Esa mejoría ha sido una aspiración de sus trabajadores. En cuanto a Malanga, se jubiló en el año 2010, tiene 76 años, y debe darle paso a la juventud. Pero igual me siento parte de ese lugar como el primer día, y por siempre.

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