Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Puente de tantos amores

Desde su nostalgia, un cubano que era «un muchacho más» cuando conoció a Camilo Cienfuegos, cuenta a Juventud Rebelde instantes de una vida marcada por lo insólito

Autor:

Alina Perera Robbio

Sucede poco que un nombre retrata con tanta precisión a su dueño. Con Álvaro Amador Pérez Ruiz se da esa convergencia que a mí siempre me alegra y asombra: Yo solo sé de amor, confesó Martí en una definición hondísima; y Álvaro parece sentir lo mismo: ha sido y es un amador de la existencia, ese hilo que como equilibristas recorremos y en el cual mi entrevistado tuvo un día el privilegio de cruzar su suerte con la de otro hombre amante de la vida y de sus grandes causas: Camilo Cienfuegos.

Cuando Álvaro Amador cuenta los episodios de su suerte pareciera estar escribiendo una novela de lo increíble. Pero lo que cuenta es real; sus ojos tan azules y frontales no pueden estar mintiendo, ni miente su costumbre de describir a quienes conoció y mucho quiso como seres de este mundo. Tampoco le dejarán mentir sus hijos o su esposa Andrea Maida Medina Paz (mujer que encaja rotunda en su último apellido, y que nunca le ha perdido pie ni pisada al novio de siempre).

«Yo soy Álvaro Amador Pérez Ruiz, hijo de Abraham y Beneranda. Nací el 30 de junio de 1930 en Villa Clara, Camajuaní, en una finca que se llamaba Arroyo Frío. Aquellos sí eran tiempos malos», me dice con voz de luchador curtido, una voz que, a pesar de todo, lleva en su expansión una corriente fina y discreta de suavidad.

—¿Cuántos hermanos eran?

—Éramos seis, cinco varones y una hembra. Ella era la mayor; murió siendo una niña.

—¿Qué recuerda con particular claridad de aquellos tiempos?

—Todo. Te voy a contar una cosa: nací el día que te dije; y mi madre estuvo dándome a luz, para que tengas una idea, desde las tres de la tarde de hoy hasta las seis de la mañana del día siguiente. Y nací muerto…

—…

—El médico me hacía muerto. Mi mamá parió ayudada por una mujer llamada Maruca Becerra, que no sabía leer ni escribir, pero que había parido 18 hijos y sabía bien cómo traer niños al mundo. Cuando la comadrona se vio perdida porque yo no nacía, le dijo a mi padre: «Abraham, busca un médico». A medianoche él tuvo que caminar como cinco o seis kilómetros para llegar al pueblo, encontrar al médico y llevarlo para la casa.

—Y usted se salvó…

—Me salvé, pero parece que tuve un trauma, porque empecé a hablar a los cinco años.

—Entonces cuando nació no contaban con usted…

—Me pusieron en una palangana. Ha contado mi mamá que acostado boca arriba. Cuando mi madre preguntó: «Maruca, ¿es hembra o varón?»; la comadrona, que no tenía pelos en la lengua, dijo: «Benita, era… Era varón».

«El médico le dijo a mi papá: “Mire, Abraham, vaya para la arboleda antes de que termine el día, y haga una tumba”».

—¿Cómo descubren que estaba vivo?

—Ya el médico se iba. Papá le hizo café, y ya se iba. Mi papá quería abrir el hueco al pie de una mata de mango jobo que todavía está allí. Y en eso mamá le dijo a Maruca que me estaba moviendo. Dicen que yo estaba negro. Entonces Maruca salió a donde estaba el doctor y le dijo que la criatura estaba viva. Y ahí empezó el ajetreo.

—¿Qué primeras palabras pronunció a los cinco años?

—No hablaba nada, y todo el mundo era preguntándome el día entero. Fíjese que me acuerdo. Me decían: «Ay, Alvarito, niño, ¿qué cosa es esto?». O «¿Te gusta esto?».

—¿Usted entendía lo que le decían?

—Mi papá me pedía la palangana y yo se la llevaba; si se ponía a colar café me ponía a la orilla de él. Un día me pidió que le llevara el café a mamá. Entonces salí con el jarrito. Tenía como costumbre encaramarme en la cama con ella. Unos hombres habían venido a buscar unos caballos, y a mi mamá se le ocurrió preguntarme sobre quiénes eran los que habían visitado la casa. Ha dicho que me quedé mirándola y le dije los nombres. A partir de ese minuto viví tres días en casa sin que me dieran tregua: todos me preguntaban sobre cualquier asunto, para que yo hablara.

—¿Qué grado de escolaridad alcanzó usted?

—Fui a la escuela después de grande, cuando llegué a La Habana. Fue Camilo Cienfuegos quien me mandó para la escuela.

—¿Cómo se incorpora a la lucha revolucionaria?

—Entré a la causa revolucionaria como casi todos los campesinos. Ya estábamos cansados de todo aquel fenómeno de los alcaldes, de los representantes y de los gobernadores que eran los mismos siempre. Todos éramos muchachos; yo era uno más. Me dije que teníamos que hacer algo, y así fue como incendiamos un puente de madera. Tiempo después, cuando Fidel y sus compañeros subieron a la Sierra Maestra, sentí que era fidelista, y que estaba de acuerdo con las ideas de ellos. En verdad desde muy temprano me sentí comunista de corazón.

—¿Quién le ilustró en esas ideas?

—No era tanto tener ideas como tener noción de la realidad.

—Me imagino que las cosas se pusieron muy difíciles para las personas como usted…

—Esa fue la mejor etapa de mi vida. Y la verdad es que nunca sentí miedo. Empecé con un revólver. Hacíamos sabotajes, descarrilábamos trenes, hacíamos de todo eso en Camajuaní, en Remedios, en Placetas…

—Hablemos de Camilo.

—Salió de Oriente, y nosotros estuvimos al tanto y salimos a su encuentro.

—¿Qué impresión se llevó cuando lo vio por primera vez?

—Era un muchacho igual que yo, siempre risueño. No le di mucha importancia ni nada de eso. Me dijo que estaba buscando a varias personas, entre ellas a un tal Álvaro. Ahí me monté con él en el yipi y no nos separamos más en mucho tiempo.

«En una ocasión él quería ver un puente. Recuerdo que tuvimos una conversación sobre eso. “¿Para qué lo vamos a tumbar si por debajo la gente seguirá pasando a caballo o en yipi?”, le dije. Sanamente se lo dije, porque ahí comenzaron las relaciones con él, pero entonces me dijeron que sí, que el puente había que tumbarlo y que yo no podía decirle más a Camilo que ese puente no se debía tumbar. Él me dijo: “Vamos a ver el puente que no hay que tumbar”».

—Pero dígame, ¿cómo era Camilo?

—Tú no lo viste, pero yo te lo digo. Tienes que creerme a mí. Jugué balines con él, almorzábamos juntos… Más de una vez compartimos alguna cama, él para un lado y yo para el otro, pero no sentía que estaba ante ningún santo, ante ningún poderoso.

—¿Por qué lo querían tanto?

—Porque, muchacha… era un rostro privilegiado.

—¿Y además del rostro?

—Una persona muy llana, muy limpia.

—De gestos que Camilo tuvo, de cosas que hizo, ¿qué lo marcó a usted más profundamente?

—La confianza que cogió conmigo. Él no cogió confianza conmigo de decirme «tú eres el bárbaro» ni nada parecido.

«Pero tuvo un gesto que me llegó muy profundo dentro del corazón: fue la tarde en que conoció a mi padre. Hablar de esto es muy difícil para mí, porque aquel día me encontré con el viejo después de mucho tiempo.

«A mi padre los batistianos lo habían sacado de la finca, le habían llevado el ganado, pero él seguía caminando todos los días, como diez kilómetros, hasta su pedacito de tierra. Verlo de nuevo fue muy emocionante para mí. En eso llegó Camilo, y aunque por razones de seguridad no lo llamábamos por su nombre cuando había muchas personas a su alrededor, le dije a mi padre quién era el hombre.

«Cuando Camilo abrazó a mi padre los tres lloramos, y yo le dije al viejo: “Papá, este es el hombre más grande que yo he conocido”. Como habíamos discutido tanto del puente, y con el viejo habíamos estado hablando sobre cómo le habían quitado la finca, Camilo, cuando salimos en el yipi, me miró dos veces. Sabía que iba a decir algo grande; yo lo miré dos veces, y cuando cogimos el camino que daba al puente que no hacía falta tumbar, él frenó y me dijo: “Álvaro, tú no quieres tumbar el puente porque por ahí pasa tu padre todos los días. Dime si es verdad o no”. “Camilo —le dije—, la verdad la verdad era esa”».

—¿Acaso tumbar el puente no era un sinsentido?

—En verdad no tenía sentido. Pero tenía que demostrárselo. Le dije: «Camilo, la verdad la verdad es que no quiero tumbar ese puente».

—Es que Camilo fue al fondo en aquella decisión con el puente, no se rindió tan fácil.

—Y algunos que andaban cerquita de él me decían que no discutiera con él. Pero yo le hablaba con claridad, y para qué íbamos a tumbar el puente…

—¿Usted entró con Camilo a La Habana?

—Sí, entramos.

—¿Desde su perspectiva, cómo fue aquel momento?

—Eso no se puede describir. La tropa completa de él veníamos ahí, uno detrás del otro. El tercer yipi era el mío. Mira, nos arrancaban los botones, nos cortaban el pelo. A uno muy jovencito, que tenía una melenita, le decían que era hembra; es que era casi un niño; y él tenía que aclarar las cosas.

—¿Cómo fueron aquellos primeros días en La Habana?

—Muchacha… Yo quería virar para la finca de mi familia. Le pedí a Camilo que me hiciera una carta donde dijera que quería irme para el campo, que ya todo había terminado. Y él aclaró: «¿Quién dijo que esto se acabó? Esto empieza ahora». Entonces nos mandó para una escuela, de la cual no podíamos ausentarnos por más de dos días. Esos estudios duraron como nueve meses.

«Fue en esa etapa de mi vida que me casé. Le dije al director de la escuela que me quería casar y que me hacían falta por lo menos ocho, nueve días, pero me respondieron que solo me podían autorizar tres. Entonces decidí ver a Camilo. Dos amigos me acompañaron. Cuando llegamos a su oficina eran como las cinco, las seis de la tarde. Él se sorprendió. Me dijo: “Álvaro, para casarte tienes jueves, viernes, sábado y domingo, pero el lunes amaneces en la escuela”.

«Me preguntó con quién me casaba. Le dije: “¿Recuerdas la tarde que estábamos en una finca, cuando conociste a mi padre? Bueno, pues la muchacha es de allí”. Comentó que esa decisión estaba muy bien, buscó un sobre y me lo entregó. Yo no sabía qué era, pero bajando las escaleras lo abrí y supe que era un regalo: dinero para la boda. Así era él de sensible; no sabes cuán sensible para las cosas lindas de la vida. Por eso cuando se perdió no podía creerlo. Salimos a buscarlo por la Ciénaga de Zapata, por muchos lugares. Me imaginaba que lo íbamos a encontrar; no imaginé nunca que Camilo no fuera a aparecer».

—¿Lo ha extrañado desde entonces?

—Era un hombre muy honrado. Y ya le digo, muy limpio de corazón. Después que él murió yo no he sido nada.

—¿Se quedó en La Habana?

—Me quedé y cumplí con distintas tareas en el mundo de los barcos. Así fue durante 40 años, apoyando esta Revolución que empezamos cuando éramos unos muchachos con ganas de quitar todo lo que estaba mal hecho.

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