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Epitafios: la lírica de los sepulcros

Son como las cartas de presentación de los difuntos, textos que ponen al desnudo mundos interiores, aspiraciones frustradas, expectativas satisfechas, amores imposibles, resignaciones de último minuto…

Autor:

Juan Morales Agüero

Los epitafios son esos textos breves que los parientes de los difuntos —por iniciativa propia o por encargo expreso de ellos— escriben sobre sus lápidas. Los hay de la más variopinta naturaleza: poéticos, abstractos, humorísticos, nostálgicos, refraneros, literarios… Tienen su génesis en el antiguo Egipto, donde primó una cultura eminentemente necrófila. La mayoría rinde honor a sus propietarios.

Epitafios que han trascendido más allá de sus mausoleos existen muchos y diversos. Cada camposanto exhibe en sus predios una generosa muestra. Abundan los que se atribuyen a hombres de letras famosos. Como regla, reproducen en síntesis la filosofía que alentó en vida a sus autores.

William Shakespeare (1564-1616), el gran dramaturgo inglés, está sepultado en la iglesia de su pueblo natal. Sobre su tumba yace tendida una figura suya en mármol, con una pluma de escritor en la mano derecha. Su epitafio —afirman que dictado por él— es toda una súplica y una advertencia.

Dice así: «Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos».

El comediante francés Jean-Baptiste Poquelín (Moliere), muerto en 1673 y enterrado en la necrópolis parisina Pere-Lachaise (donde reposan los restos mortales de muchos ilustres) hace gala en su cripta de un epitafio que alguien rasgueó con refinada ironía para ponderar sus dotes.

Lean: «Aquí yace Moliere, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien».

Un texto póstumo memorable está esculpido en el sepulcro del también francés Donatien Alphonse François de Sade, conocido por su título de Marqués de Sade (1740-1814): «Si no viví más, fue porque no me dio tiempo», afirma. Sus novelas, llenas de crueldad, originaron en 1884 el término sadismo, aceptado por la Real Academia de la Lengua.

Otros renombrados autores transfirieron a la posteridad su último deseo, como el español Miguel de Unamuno (1864-1936). Su epitafio es un contrasentido: «Solo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo». El del escritor francés Francoise Rabelais (1494-1553) implora: «Por favor, que bajen el telón, la farsa ha terminado».

La inscripción en el nicho del poeta irlandés Oscar Wilde (1854-1900), en Pere-Lachaise, no es gran cosa. Pero redactó, afligido, una para su perro Botswain. Asómbrense: «Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios». ¿Cuántas personas mereceríamos un epitafio así?

Y aquí les propongo esta perla del novelista norteamericano Truman Capote. Expresa así sobre su propia tumba el excelso autor de la novela-reportaje A sangre fría: «Truman Capote lamenta profundamente su desaparición física».

Cineastas, artistas, músicos…

Entre los mitos del cine ya fallecidos, los epitafios proliferan. El mármol de la actriz alemana Marlene Dietrich (1901-1992) tiene grabado uno singular: «Estoy aquí, en el último escalón de mi vida». Marylin Monroe (1926-1962), otra diva del celuloide, fue tajante en el suyo: «Mi viaje termina aquí», testó la glamorosa rubia de la pantalla.

El inglés Alfred Hitchcock (1899-1980), rey del suspense, fue leal a su personalidad, y mandó a que escribieran sobre su tumba: «Esto es lo que le pasa a los chicos malos». Y Orson Welles (1915-1985), actor y director norteamericano, hizo gala de una altísima autoestima: «No es que yo fuera superior: los demás eran inferiores». Su colega Buster Keaton (1865-1966) fue más pragmático y seco: «The End».

El epitafio del actor cómico mexicano Mario Moreno (1911-1993) no podía redactarse de otra manera sino con una cantinflada de las suyas. «Parece que se ha ido, pero no se ha ido», asegura el texto lapidario encima de su panteón.

Entre los músicos, el epitafio en la bóveda del compositor alemán Johann Sebastián Bach (1685-1750) deviene doble sentido: «Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga», bromea post mortem el artífice de ese procedimiento musical.

El cantante norteamericano Frank Sinatra (1915-1998) tiene en su sepulcro, además de un paquete de cigarrillos Camel y una botella de whisky marca Jack Daniels, un epitafio extraído de una canción suya: «Lo mejor está por venir».

Políticos, militares, científicos…

Winston Churchill (1874-1965), ex primer ministro inglés, hizo época por la reconocida ingeniosidad de sus frases. Reservó una para que la colocaran como su epitafio encima de su sepultura londinense: «Estoy dispuesto a encontrarme con mi Creador. Ahora, si mi Creador está preparado para la gran prueba de reunirse conmigo, es otra cuestión».

Otro grande, Alejandro Magno, rey de Macedonia desde 336 a. C. hasta su muerte en 323 a. C., también quiso perpetuar sobre la losa su último pensamiento. Su voraz apetito de poder quedó tallado en esta frase póstuma: «Una tumba es suficiente para quien el Universo no bastara».

Benjamín Franklin (1706-1790) fue un político, científico e inventor norteamericano. Está considerado como uno de los padres fundadores de Estados Unidos. La autoría de su epitafio se le suele endilgar a un amigo, que lo glosó así: «Arrebató el rayo a los cielos y el cetro a los reyes».

Últimas palabras

Las grandes personalidades suelen enfrentar su encontronazo con la muerte como cualquier hijo de vecino: expectantes, sarcásticos, temerosos, irascibles, afligidos, resignados… Aquí va una galería, a través de sus últimas palabras.

Emily Bronte (1818-1848), novelista norteamericana, murió de tuberculosis. Reacia a ser consultada por los médicos, ante la cercanía de la Parca cambió de idea: «Si llamáis al doctor, ahora sí que estoy dispuesta a verle».

En 1823, el poeta inglés Lord Byron (1788-1824) se vio atrapado por una tormenta. Llegó a casa abrasado en fiebre. Las pócimas no obraron y entró en coma. Recobró la lucidez solo para decir: «Me voy a dormir. Buenas noches».

Otro que enfermó de resfriado fue el filósofo alemán Karl Marx (1818-1883). El mal devino pleuresía. Casi al expirar, una criada le preguntó si tenía algo que decir. Respondió, airado: «¡Vamos, fuera! ¡Las últimas palabras son para estúpidos que todavía no han hablado lo suficiente!».

Como su obra, la frase postrera de Michel de Notre Dame, el célebre Nostradamus (1503-1566), resultó premonitoria. Cuando su mayordomo le preguntó que si se verían al día siguiente, dijo: «Mañana ya no estaré aquí». Y así ocurrió.

Edgar Allan Poe (1809-1849), autor norteamericano de novelas policíacas, padeció de alcoholismo. El 3 de octubre de 1849 lo hallaron en una callejuela de Baltimore en lamentable estado. Lo llevaron a la fuerza al hospital. Sus últimas palabras fueron: «¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!».

A Fernando Pessoa (1888-1935), figura emblemática de la lírica portuguesa, lo privó de la capacidad de hablar una crisis hepática derivada de su desenfrenada adicción al alcohol. Así que sus últimas palabras las garrapateó en un trozo de papel: «No sé qué me depara el mañana».

El norteamericano Henry Ford (1863-1947), famoso fabricante de automóviles, expresó poco antes de su deceso: «Esta noche voy a dormir bien». Pablo Picasso (1881-1973), el gran pintor malagueño, quiso darle a su inminente muerte visos de alegría: «Brinden a mi salud», dijo la víspera.

Epitafios divertidos

Algunos epitafios célebres toman distancia de la formalidad y recurren al humor. Como asegura un autor, «reír siempre ha sido un antídoto temporal contra la muerte». De manera que abundan los divertidos. En tal cuerda, Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), escritor español, ordenó poner sobre su tumba: «Si queréis los mayores elogios, moríos».

Dos íconos norteamericanos del humor, Mark Twain (1835-1910) y Groucho Mark (1890-1977), no podían hacer mutis de la vida sin epitafios que la honraran. Encima de la tumba de Twain —empedernido consumidor de tabacos— aparece consignado: «¡Al fin dejé de fumar!». Mientras que Groucho, en la suya, ofrece una «disculpa» a tono con su proverbial caballerosidad: «Señora, perdone que no me levante».

Entre los epitafios jocosos figuran los que se dedicaron cónyuges mal llevados. Una muestra en un osario mexicano: «A mi marido, fallecido después de un año de matrimonio. Su esposa, con profundo agradecimiento». Y esta otra, grabada en una suntuosa lápida en el camposanto de Salamanca, España, para una madre difunta: «Recuerdo de todos tus hijos (menos Ricardo, que no dio nada)». Y el de un yerno a la madre de su esposa peruana: «Aquí descansa mi suegra, si hubiera vivido otro año más, yo ocuparía su lugar».

En un cementerio de Bogotá, Colombia, hay un epitafio que hace sonreír. Consta en la lápida de un hombre que, según reseña un sitio web, llegó a pesar 140 kilogramos. Dice la nota mortuoria: «Por fin me quedé en los huesos». Y este en un camposanto de Minnesota, Estados Unidos: «Fallecido por la voluntad de Dios y con la ayuda de un médico inepto».

Los epitafios son como las cartas de presentación de los difuntos. Sus textos ponen el desnudo mundos interiores, aspiraciones frustradas, expectativas satisfechas, amores imposibles, resignaciones de último minuto… En los camposantos tienen ellos su hábitat natural. Porque, como dijo el poeta, «el cementerio es un aeropuerto de almas».

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