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El paraíso terrenal (+ Fotos)

Lo que un día ya lejano fue un desolado lugar, hoy es un sitio de referencia gracias a hombres y mujeres que lo han dado todo para transformar un pedazo de la hoy geografía artemiseña. A propósito de la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, JR revela la historia y los desafíos de la que está considerada la primera ecocomunidad de nuestro país

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

A los 19 años, a Alejandrina Naite Cabezas se le acabaron de poner las manos como «de piedra». Se le empezaron a curtir con siete años cuando, viviendo en la Cañada del Infierno en las mismas montañas de la Sierra del Rosario, su madre le enseñó la cantidad de sal que debía echarle a la comida para que pudiera, como la mayor de la prole, alimentar y cuidar a los otros 11 chiquillos paridos de «pegueta», uno tras otro.

Pero a esa altura de su vida en que ya había alcanzado la mayoría de edad, Aleja se convirtió en protagonista de las transformaciones del desolado lugar que más tarde se nombraría Complejo Las Terrazas. Y es que se hallaba entre los muchos que en 1968 se dispusieron a detener la evidente erosión de la montaña deforestada, aplicando un entonces experimental sistema de terrazas planas (de ahí la denominación) para evitar que la lluvia la siguiera devastando.

Fueron seis millones de árboles los que se sembraron en esa etapa inicial (hasta el 77) para repoblar aquella zona, plantados contra la pared de la falda de la montaña en la parte hecha de la terraza, según me cuenta esta mujer de 62 años mientras me invita a que pruebe el popular café que porta el nombre del lugar, en una acogedora cafetería al aire libre ubicada en la Plaza Comunitaria.

Benditos aquellos callos que le nacieron a la actual Jefa de Logística de la Dirección de Apoyo del complejo para intentar «olvidar» las molestias y el dolor que se apoderaban de las manos después de abrir tantos huecos con ayuda del pico, y de sacar de las negras bolsitas de nailon, más y más posturas de majagua y caoba, pero también de pino, y en menor medida de sabicú y ocuje, para enterrarlas en una tierra a la que parecía le habían dado pisón.

«Se trabajaba día y noche muy duro en lo que hiciera falta. No había tiempo que perder. Solo así se pudieron sembrar los árboles, hacer más de 150 kilómetros de caminos de montañas y 20 de carreteras, preparar con buldóceres las terrazas, a las que luego solo se podía entrar con arrias de mulos y tractores, para trasladar las matas que antes se habían logrado en los viveros.

«A veces había que tener el corazón en el medio del pecho para avanzar con un camión por esas montañas. Todavía la gente habla de la ocasión en que era tanto el peligro (ciertamente hubo accidentes en los que lamentablemente perdieron la vida algunos operadores de equipos), que el chofer empezó a cancanear y Marcia Leiseca, reconocida vicepresidenta de Casa de las Américas, quien estaba al frente de la siembra, cogió el timón y subió pendiente arriba, porque el trabajo no se podía parar.

«Ahora no se notan, porque las cubrieron los seis millones de árboles que se plantaron, pero ahí están las terrazas», dice con orgullo Aleja, señalando las 5 300 hectáreas que ocupa el complejo y que fueron reforestadas como parte de un ambicioso proyecto de desarrollo integral en esa zona de la Sierra del Rosario, víctima de una intensa explotación maderera en la primera mitad del siglo XX, pero que en 1985 inauguró el grupo de las seis regiones de Cuba declaradas por la Unesco como Reserva de la Biosfera.

Donde el diablo dio las tres voces

Aunque cueste creerlo, Alejandrina no ocupó ninguna de las 45 casitas individuales que en un principio se levantaron en Las Terrazas. De hecho, con la Reforma Agraria, su numerosa familia había logrado «alejarse» del bohío donde vio la luz para trasladarse hasta un pedacito de tierra que había comprado su abuelo gallego. Hasta ese momento, se visitaban, si acaso, un fin de semana al mes. «Cuando había la necesidad de que alguien subiera, nos comunicábamos por medio de un caracol que sonaba con la fuerza de una trompeta», enfatiza.

La realidad, sin embargo, era que solo se habían movido dos kilómetros más abajo dentro de la misma Cañada del Infierno, «el lugar donde el diablo dio las tres voces y donde para salir o para entrar había que pasar siete pasos de ríos». Lo cierto es que de los cerca de 120 núcleos que estaban distribuidos en las hectáreas ocupadas por el proyecto (en total 14 personas que tenían que automantenerse en medio de la montaña), su padre estuvo entre los cerca de 15 campesinos que no quisieron dejar la tierra.

«Allí se desarrolló mi niñez y mi juventud. Como soy la mayor de 12 hijos, prácticamente fui la madre de esos muchachos, a los que no maté de casualidad, porque mis padres tenían que trabajar no únicamente haciendo carbón sino también cosechando algunas viandas para la supervivencia. El resto: sal, azúcar, arroz... se buscaba en Candelaria, adonde se llegaba caminando más de 30 kilómetros...», no olvida esta líder comunitaria, quien pudo comenzar la escuela a los siete años, con el triunfo de la Revolución.

«Estudié hasta sexto grado, porque mi papá con sus prejuicios, no me permitió becarme. Conseguí terminar mi preparación cuando me mudé para los edificios de la comunidad, en 1972. Entonces, casada y con una hija, gracias a la educación de adultos, hice secundaria, bachiller, técnico medio en Estadística económica... Y también me compré mi muñeca de verdad, cuando ya trabajaba...

«Antes, nuestros juguetes eran muñecos de trapo, que los tuvimos cuando aprendimos a hacerlos, porque mi mamá, que a los 45 días de parida se incorporaba a su faena en el campo, no podía estar en esos inventos para darle a cada una de sus seis niñas... ».

Por eso el impacto fue tan fuerte cuando se instaló en Las Terrazas y dejó atrás aquel bohío de piso de tierra, techo de guano y paredes de madera, «que cortábamos nosotros mismos en el bosque, por eso había tanta devastación, porque además de para el carbón, la gente la tumbaba para sembrar las viandas.

«¿Te imaginas la casita con un solo cuarto para todos y un varentierra por si venía un ciclón? Tenía, además, la cocinita, la sala y una canal de palma real por el medio. Cuando salimos de las cunas que elaboraba mi mamá con palos de macurije y que colgaba del techo, próximo a la cama para mecernos si nos despertáramos, empezábamos a dormir sobre un colchón de saco de yute relleno con yerbas... La miseria y las necesidades eran extremas...

«Sí, fue inolvidable el “choque” con otra realidad. Y no solo cuando me ubiqué en el apartamento, sino cuando me encontré con todos los servicios. Ahora no había que andar cuatro kilómetros para llegar a la escuela. Era eso que usted ve ahí (y señala con el dedo la edificación donde está hoy el círculo infantil). Aquí mi hija pasó la Primaria y hasta se hizo médico. Y después la luz eléctrica, el agua en la pila, la vivienda. Aquello fue... para qué decirle: ¡lo máximo!

«Mire si fue lo máximo, que luego que se entregaron las 45 casitas y hubo que realizar labores de convencimiento, cuando se terminaron los edificios no alcanzaron los apartamentos (sonríe)».

¿Pueblo de campo?

Para José María Rivero, en la actualidad chofer del SIUM, ser parte del surgimiento y crecimiento de Las Terrazas fue tener el privilegio de ver la materialización de un sueño. Según le contaron, del Comandante en Jefe Fidel Castro. Eso le dijeron después que sus ojos descubrieron aquel sitio donde «no había nada». Corría el fundacional año 1968 cuando pisó este territorio. «Esto era puro monte, así que hubo que hacer realidad el lema que encabezaba el carné de la UJC: estudio, trabajo y fusil».

Proveniente de Santa Lucía, el entonces muy joven José María aspiraba a integrar las filas de la Unión de Jóvenes Comunistas, por ello debía pasar una escuela, donde supo que Osmany Cienfuegos, el hermano de Camilo, andaba buscando muchachos para conformar la Brigada.

«Nunca había oído hablar de Osmany, pero pidieron que levantaran la mano los que deseaban sumarse a la construcción de la comunidad en Las Terrazas, en la Sierra del Rosario, y yo enseguida estuve dispuesto. Esa misma tarde nos montamos en un camión rojo que “tiraba” pasaje, de Anchar, con cama y todo. Supondrás que no había ni camino.

«Nos llevaron para El Cusco, hasta que estuvo listo nuestro campamento dos o tres días después... Nos dividieron en dos grupos: uno estudiaba por la mañana, mientras por la tarde se incorporaba al vivero, a la siembra de árboles maderables, contrario al otro.

«Como hacían falta operadores, choferes..., agarré el curso de operador y cargaba tierra. Luego mi jefe inmediato me eligió para que me hiciera gruero. Con una KATO japonesa, otro muchacho y yo convertimos los ríos en presas, hicimos las alcantarillas, las lagunas de oxidación atravesando montes...  Se trabajaba muy duro», rememora este hombre, que cumplió misión internacionalista en Venezuela y comenzó a conocer mundo cuando entró en contacto con esta zona rica en flora y fauna, y donde se pone en práctica la única experiencia rural en vías de desarrollo sostenible en Cuba.

«Soy de origen campesino, ¿ve? Jamás me había movido de Santa Lucía. ¿Sabes lo que más me impresionó después? Que uno no sabía qué era: lo mismo te desempeñabas como operador, que al día siguiente tirabas mosaicos, ¿ves como era la cosa? Después te ibas para la loma a sembrar árboles. ¡Eso era así! Me llamaba la atención la disposición de los jóvenes, de la gente, el modo como Osmany arrastraba al personal; no había miedo a nada», asegura José María, a quien finalmente le entregaron una casa. «Me casé y tuve mis hijos. ¡Ya era de Las Terrazas! A algunas personas no les gusta, porque dicen que este es un pueblo de campo. Pero... ¿cómo pueblo de campo si aquí hay de todo?».

Treinta y un años lleva José María manejando la ambulancia, sintiéndose verdaderamente feliz con su decisión de haber permanecido en un lugar «donde todo el mundo es muy familiar, en el que no existe violencia ni robo; un lugar muy sano. Es extraño encontrarse a gente en la calle sin hacer nada. ¿Qué si quisiera cambiar algo? No, hijo, no. Si hasta tenemos discoteca, y si queremos tomarnos una cervecitas hay para eso... ¿qué voy a querer cambiar?, afirma antes de presentarle a Juventud Rebelde a la Dra. Katis Leydis Serrano, quien quedó fascinada con la que está considerada la primera ecocomunidad de la Isla.

Sucedió hace poco más de un lustro. Estudiaba en la Facultad de Ciencias Médicas en Pinar del Río, donde conoció a su novio, un terracero. «Nos casamos y desde entonces vivo aquí. Antes solo sabía de este sitio de nombre, pero no había venido nunca. Así que fue amor a primera vista. Es que es tan lindo, tan limpio, tan acogedor... Impresionante.

«Como joven me complace vivir en Las Terrazas, donde las personas se llevan muy bien», asevera esta muchacha que ahora apenas extraña su Minas de Matahambre, y quien ocupa junto a su esposo el consultorio, el cual permanece abierto para los comunitarios, aunque a las 4:00 p.m. haya finalizado supuestamente el horario laboral.

Y es que además de la hipertensión arterial y la diabetes mellitus, en el complejo abunda el asma bronquial. «Esto es muy húmedo y la temperatura es fría en comparación con otras regiones del país, lo cual explica la aparición de los padecimientos respiratorios».

Más que una postal

A Katis Leydis solo le falta discutir la tesis para convertirse en médico general integral. Ella y su amante pareja se cuentan entre los 2 014 habitantes de Las Terrazas y contribuyen al 52 por ciento que está por debajo de los 35 años (en un inicio eran 700 pobladores que integraban alrededor de 132 núcleos familiares, ahora son 253). Así lo hace notar otra joven, Dennelys Fuentes Báez, directora de Desarrollo Comunitario.

Pero a diferencia de Katis, Dennelys, proveniente del Central Sanguily, en la costa norte de Pinar del Río, en La Palma, ni siquiera había escuchado de Las Terrazas. La ubicaron allí, a cumplir su servicio social, cuando se graduó de Sociología en la Universidad de La Habana. De eso hace 12 años.

«No resultó sencillo. Me costó que la comunidad me aceptara. Ciertamente son muy familiares, pero como mecanismo de protección, no le abren tan fácilmente las puertas a todo el que viene. Sin embargo, me enamoré de este lugar. Sé que es un privilegio vivir en un sitio tan sano como este y con tantas bondades, y que mi hijo sea terracero».

El amor surgió, incluso, a pesar del rechazo inicial, porque el primer enamoramiento fue profesional, reconoce. «Vine a parar al mejor laboratorio social que puede tener un sociólogo en este país. Me atrapó de inmediato la confianza, el apoyo que recibí de la dirección de este proyecto social.

«Intuir que en verdad podía proyectar soluciones a los problemas sociales que también existen en esta comunidad, con independencia de sus excelentes resultados —porque ninguna sociedad es perfecta—, también contribuyó a mi apasionamiento por este proyecto. Importante fue saber que contaba con un respaldo real. Eso justificaba mi presencia».

Dennelys recuerda que le pareció ver una postal cuando se detuvo en la loma y pudo apreciar la comunidad en todo su magnitud. «Todo lucía perfectamente armónico, al punto de que me pregunté qué sentido tenía mi presencia allí, si cada pieza estaba en su lugar. Obviamente, me tocó intervenir en un camino que ya estaba bastante despejado.

«Luego, cuando logré que me recibieran pude percatarme de que detrás de cada puerta que traspasaba podía hallar disímiles problemáticas: de convivencia intrafamiliar, familias disfuncionales, madres solteras con hijos, niveles elevados de consumo de alcohol, condicionados por una época en que la bebida era un estímulo importante para el trabajo; necesidad de un incremento de actividades recreativas para los jóvenes, que tenían un concepto limitado de lo que significa la recreación...».

El natural crecimiento de la población y la falta de viviendas fue otras de las difíciles cuestiones a resolver. «Estamos hablando, señala, de uno de los grandes problemas heredados por la Revolución y que aún no se han resuelto del todo. Sin embargo, en Las Terrazas, con el consentimiento de los comunitarios, se han ido proyectando permutas internas de forma tal que las familias que van creciendo intercambien con otras que se van reduciendo en número.

«Asimismo están los sótanos de algunas viviendas, que permiten la construcción, para familias que están procreando y necesitan el espacio. Mientras tanto, cada dos años se construye un nuevo grupo de viviendas para sacar hacia ellas a personas que viven reducidas y darles paso a los matrimonios que aún no tienen hijos.

«Así se va aliviando el problema de la vivienda. Claro, estamos hablando de una experiencia única, que sobresale por sus mecanismos participativos, que a veces posibilita llevar adelante este sistema de “reciclaje”, sin crecer en espacios, con lo cual se favorece una mayor cantidad de personas».

—Dennelys, ¿todavía quedan muchas metas por alcanzar en ese camino hacia un desarrollo integral, sostenible?

—Son muchos los sueños, pero la principal meta está en seguir preparando, concientizando a la población, protagonista a fin de cuentas, de que es la responsable de que este proyecto se mantenga y perdure en el tiempo, para que continúe siendo un lugar de referencia nacional, y permanezca conservado desde el punto de vista medioambiental y constructivo.

«Es esencial que nuestros niños se levanten y sigan respirando el aire puro. Pero ellos también son responsables de que no cambie para mal esta experiencia que no tiene igual en el país ni en el mundo. Entonces, nos toca incidir más en el cambio de la mentalidad de las personas, que deben entender que no les permitiremos que destrocen lo que hemos construido, ni que agredan al medioambiente.

«Eso debe estar incorporado en cada partícula de nuestro ser, fijado hasta en los tuétanos, tanto de los niños como de los viejitos que tuvieron que dejar a un lado la crías de sus puerquitos, las cercas, los lindes, porque este es un territorio común, de todos».

—A pesar de ser un sitio paradisíaco, hay jóvenes que no ven su futuro en Las Terrazas...

—Uno de nuestros puntos rojos está en esos jóvenes que se han formado en una escuela que ha sido vanguardia nacional por cinco años consecutivos, con un profesorado competente, capaz, y que luego necesitan salir para continuar su superación, con el fin de que luego regresen a esta comunidad para convertirse en protagonistas de su desarrollo.

«Sin embargo, eso entra en contradicción con la necesaria política de reordenamiento laboral, que exige que se manejen con racionalidad las plantillas de las empresas. Por tanto, no todos podrán hallar una ubicación inmediata, a pesar de que seguirá evolucionando la actividad turística, y de que el complejo colinda con El Mariel.

«Obviamente, hay también jóvenes que tienen otros sueños. Acá contamos, por ejemplo, con un solo consultorio, por ende un médico o quien haya soñado con ser cirujano, no verá su futuro en esta localidad, tampoco un cosmonauta. Sin embargo, hay algo que es común en todos los que nacieron acá: que con orgullo dicen: “yo soy terracero”. A lo mejor algunos no consigan vivir aquí sostenidamente en el tiempo, porque sus aspiraciones no se lo permiten.

«Igual, si la población sigue rejuveneciendo, cada vez serán más quienes vean sus horizontes en otro lado, y debemos estar preparados para eso, para propiciar que de cualquier modo tengan la patria chica en este lugar. Hay que aprender a abrir las alas y enseñarlos a que les muestren a los demás lo que significa vivir aquí, respetar el medioambiente; a diseminar por todo el país este estilo de vida. Solo así la obra estará hecha, tendrá continuidad».

Datos admirables

Considerado una Experiencia Rural de Desarrollo Sostenible única en el Caribe, el Complejo Las Terrazas tiene el privilegio de poseer fabulosos bosques, flora y fauna. De esta última sobresalen 117 especies de aves, con algunas muy bien representadas como los tocororos, los cartacubas, los zunzunes, los carpinteros, los sabaneros, las bijiritas, las chinchilas, los pitirres y los zorzales

Los mamíferos están representados por especies autóctonas como la jutía conga, la jutía carabalí y los quirópteros.

Completando la fauna local encontramos 13 especies de lagartos, diez de ellas endémicas de Cuba, y tres regionales, el inofensivo majá de Santamaría y varios anfibios, entre los que se encuentra la ranita cubana (Sminthilus limbatus), segunda más pequeña del orbe.

En cuanto a la flora, Las Terrazas se caracteriza fundamentalmente por sus tupidos y bellos bosques, llamados en el argot científico, siempreverdes, porque en cualquier época del año están cargados de verde follaje.

El área posee un total de 889 organismos vegetales estudiados, incluyendo 28 especies de plantas inferiores (hongos, líquenes, musgos, etc.). El endemismo en la zona es de un 11 por ciento, ascendiendo hasta un 34 en elevaciones como la de Las Peladas.

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