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Modernos «samuráis»

Cuando en octubre la Flota de entrenamiento de las Fuerzas de Autodefensa del Japón llegue a casa, seguro tendrá mil historias que contar sobre su estancia en La Habana y su intercambio con los cubanos

Autor:

Nyliam Vázquez García

A los buques japoneses Kashima, Setoyuki y Asagiri, aún le quedan muchos mares por surcar. Después de su estancia en La Habana a principios de julio partieron a conquistar otros mares. Tenían previsto tocar puertos de algunas ciudades del continente americano para luego seguir por el Pacífico y tirar el ancla en países como Australia, Indonesia o Filipinas.

Todavía falta para el 24 de octubre, fecha en que la Flota de entrenamiento de las Fuerzas de Autodefensa del Japón tiene previsto llegar a casa. Sin embargo, después de la experiencia en La Habana la tripulación conjunta, compuesta por 718 marineros, de ellos 169 jóvenes oficiales, seguro llegará al puerto de Kure, en Japón, con mil historias que contar sobre su aventura como embajadores de la amistad entre dos países.

No traían ropas brillantes, mapas antiquísimos; tampoco divisaron tierra por un vetusto catalejo, pero a su llegada a puerto habanero, los marineros japoneses encarnaban el espíritu del primer japonés que pisó tierra cubana. Cuatro siglos después de que el samurái Hasekura Tsunenaga también surcara los mares en una misión diplomática, ellos y el pueblo que los recibió, honraron a aquel hombre y las relaciones entre Cuba y Japón.

Hasekura Tsunenaga cursó los mares en misión diplomática. Pintura de la época.

Cuando en la madrugada del 23 de julio de 1614 arribó a La Habana el velero luego renombrado San Juan Bautista, después de atravesar el Océano Pacífico y con el samurái Hasekura a bordo, se iniciaron los vínculos entre Cuba y Japón, sin que los protagonistas del suceso pudieran imaginar el peso histórico de sus actos. Según consta en documentos de la época el samurái tenía la misión de establecer vínculos comerciales con México y encontrarse con el Papa en el Vaticano.

No existen referencias concretas sobre las actividades de Hasekura en La Habana, pero algunos textos apuntan a que la comitiva estuvo unos seis días en la ciudad. Casualmente, Don Antonio Oquendo, almirante español al frente del buque San Juan Bautista, quien lo trasladó desde Veracruz, tenía su casa familiar en la Plaza de Armas, al lado de la Parroquial Mayor y de los edificios principales de La Habana. De seguro el samurái dejó sus huellas por esa zona y tal vez por otros rincones de La Habana de aquellos tiempos.

No se puede olvidar que Cuba y su capital albergaban el puerto del Caribe, donde la Flota de Nueva España se unía a los Galeones de Tierra Firme para iniciar el viaje anual de regreso a la nación ibérica, por tanto esa fue la razón por la que La Habana fue la última parada de los viajeros japoneses antes de tomar rumbo al Atlántico.

Del paso del samurái por estas tierras existen referencias en los Archivos de Indias, el Museo de Sendai (patria chica de Tsunenaga en Japón) y la Biblioteca del Vaticano, donde se atesora una crónica sobre la visita de Hasekura, escrita por Escipione Amati y publicada en 1615. Aunque se trató de una breve estancia, esos pocos días se recuerdan hoy, 400 años después.

La primera vez de un japonés en Cuba marcó el inicio de una larga amistad, si bien no fue hasta finales del siglo XIX que comenzó la inmigración desde el archipiélago del Pacífico a la isla del Caribe. En el vapor Olinda, el 9 de septiembre de 1898, llegó el primer inmigrante nipón, luego pequeños grupos fueron arribando hasta mediados del siglo XX.

A diferencia de los asentamientos poblacionales del archipiélago asiático en otros países, en Cuba no se limitaron a una zona determinada, sino que se diseminaron por toda la geografía nacional. Los historiadores reconocen que los japoneses llegaron a estar presentes en 46 sitios de las seis provincias cubanas de aquella época, además de la entonces llamada Isla de Pinos, hoy Isla de la Juventud.

Con su laboriosidad característica, se ocupaban en la agricultura, la pesca, la mecánica, la electricidad, además de su fuerte presencia en el comercio minorista.

Entre esos primeros inmigrantes estuvo Kenichi Fujishiro, el abuelo de Lidia Sánchez Fujishiro, investigadora y profesora, quien recogió la historia fundacional de su familia en el libro Un japonés en Santiago de Cuba: Una historia de amor.

«Él (Kenichi Fujishiro) formó parte de los grupos de inmigrantes, prácticamente el primero, que llegaron al archipiélago cubano a principios del siglo XX y que de manera expresa y consciente se integraron al entramado trasculturativo que caracteriza a la cultura cubana. Esto quedó de manifiesto cuando decidió unir su vida con Antonia Mustelier Baró, cubana y santiaguera, y fundar la primera familia de origen japonés-cubano de la ciudad, que conozcamos, la única hasta hoy en día», escribe la autora en la introducción del texto que vio la luz en 2013 con el apoyo de la Embajada de Japón en Cuba.

Para todo lo que vino después, las mil historias de japoneses en la Mayor de las Antillas, el samurái Hasekura desbrozó el camino. No por casualidad la Bahía de La Habana acoje su figura en bronce, en el mismo lugar donde desembarcara; tampoco que este 2014 sea el año de importantes celebraciones de un lado y otro por los cuatro siglos de amistad entre Japón y Cuba.

Cuando en octubre los jóvenes marinos japoneses lleguen a sus casas, hablarán de asombros, de su intercambio con los cubanos, de La Habana de estos tiempos. Ellos, samuráis modernos, tal vez tampoco sean del todo conscientes del peso de su experiencia vital en la historia común de ambas naciones; sin embargo, les sobrarán razones para sentirse orgullosos.

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