Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El día en que le anunciaron su propia muerte

Era el 6 de octubre de 1976 cuando sonó el teléfono, y Eduardo Jons se quedó estupefacto con la noticia

Autor:

Julieta García Ríos

La Habana, finales de septiembre de 1976.

«Eh, ¿qué tú haces aquí?», se sorprendió el estelar floretista Eduardo Jons, al ver a Mackenzie en el bulevar de San Rafael.

El joven era uno de los 24 integrantes de la delegación deportiva cubana que asistiría al IV Campeonato Centroamericano de Esgrima, que en unos días se disputaría en Caracas. Y ciertamente, por los cálculos de Jons, experimentado atleta del equipo nacional de florete, Leonardo Mankenzie Grant no debía estar ya en La Habana.

El 21 de septiembre de 1976, el grupo había partido del aeropuerto José Martí rumbo a Caracas. Jamaica fue su primera escala, pero allí hubo contratiempos, de modo que solo Demetrio Alfonso y Luis A. Morales, presidente y secretario respectivamente de la Federación Centroamericana y del Caribe de Esgrima, pudieron continuar viaje hacia la capital venezolana, para garantizar así su participación en el Congreso previo a la competencia y alertar de que se retrasaría la llegada del elenco cubano.

«Regresen al país en el vuelo de Cubana que sale mañana», le orientaron desde La Habana al resto de la delegación, que permanecía en Kingston, la capital jamaicana. El 22 de septiembre regresaron a La Habana 15 miembros del equipo cubano y Mackenzie estaba entre ellos.

Eduardo Jons (izquierda) y Leonardo Mackenzie, durante una gira por Europa en el año 1975. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Por eso, aprovechó el encuentro casual con Jons para pedirle prestada su arma. Los dos muchachos vivían en Marianao.

«Pasa por la casa y dile a la vieja que te la dé», fue la respuesta del ya medallista en Juegos Panamericanos y en Centroamericanos y del Caribe, quien también había participado en las Olimpiadas de México 1968, Munich 1972 y Montreal 1976.

«Mi mamá le dio dos floretes de los míos. Le gustaba tirar con mis armas porque yo era muy riguroso con ellas y siempre estaban bien calibradas», rememora Eduardo Jons, el hoy prestigioso entrenador del equipo nacional de florete masculino.

A los pocos días Mackenzie y sus compañeros viajarían de La Habana a México, y finalmente arribaban a Caracas, vía Panamá, el lunes 27 de septiembre de 1976. Llegaba así el último grupo de cubanos, pues otros siete competidores estaban allí desde el día 25.

El Campeonato ya había empezado, pero los nuestros fueron a arrasar. Y así fue: los ocho títulos disputados en el certamen se los colgaron al cuello los criollos. Cuba se proclamó campeona ante las representaciones de Venezuela, Colombia, Puerto Rico, El Salvador, Jamaica, Antillas Holandesas y Guyana, esta última compitió en calidad de invitada.

El pésame

Marianao, 6 de octubre 1976.

Coge el teléfono. Su rostro cambia de expresión repentinamente. Tarda en contestar... «Yo soy Eduardo Jons, estoy en Cuba. Yo no fui a la competencia», dijo cuando al fin pudo hablar.

Su interlocutor había llamado a la familia para dar el pésame por su muerte. «Siento la pérdida de Jons y los demás deportistas cubanos...», lamentaba la persona que estaba del otro lado del auricular. En los minutos siguientes el teléfono no paró de sonar. Muchos amigos querían compartir el dolor por el terrible suceso. La madre tuvo que dar frente a la situación. Su hijo, ya bastante afligido con la pérdida reciente del padre, tenía que enfrentar ahora la muerte monstruosa de sus compañeros, personas tan cercanas y tan queridas, con las que convivía más que con su propia familia.

Era de esperar que muchos pensaran que Eduardo Jons estaba entre las víctimas de la aeronave CUT-1201 de Cubana. Él debía estar entre los integrantes del equipo de florete y, de hecho, la Comisión Nacional de Esgrima había pensado en incluirlo, pero serios problemas familiares lo impidieron.

«Me solicitaron que integrara el equipo al Campeonato Centroamericano. Para reforzar el juvenil, que se había conformado y asegurar la medalla de oro, querían a alguien de experiencia. Les expliqué mi situación. El estado de salud de mi padre era muy delicado. Estaba ingresado en el Hospital Clínico Quirúrgico, porque le habían dado varios infartos.

«El juvenil está muy bien», les dije. «Confío en ellos, entrenan fuerte, son combativos, y Mackenzie es el hombre que necesitan…».

Su criterio se apoyaba en resultados concretos. Recién habían regresado de las Olimpiadas de Montreal, Canadá, y Mackenzie, quien iba de suplente, había tirado muy bien. Muy pronto saldría de la selección juvenil para convertirse en el quinto hombre del equipo nacional.

Portadores de un triste mensaje

La noticia ya había sido confirmada. Los 73 pasajeros a bordo del avión 455 de Cubana de Aviación, quienes debían llegar en la tarde del 6 de octubre a La Habana, murieron sin posibilidad alguna de salvamento. Las investigaciones posteriores confirmarían que se trataba de un sabotaje, de un crimen ideado y pagado por la CIA, que todavía hoy sigue impune.

El entrenador Julio César González llegó a casa de Jons, se abrazaron y salieron cabizbajos con una misión. Se dirigían a la calle 35, número 12 809, entre 128 y 130, allí mismo en Marianao. Era el hogar de Leonardo Mackenzie y tenían que decirles a sus padres que el hijo no regresaría nunca más. Está delante de ellos y Jons no puede hablar, no sabe qué decir en estos casos. Siente que el dolor le raja el cuerpo y a la vez es un muro. Todavía hoy le cuesta explicar la sensación de aquella experiencia, que tendría su momento más conmovedor en la base del Memorial José Martí, de la Plaza de la Revolución, cuando un pueblo se desbordó en su dolor para despedir a sus muertos.

A su mente vienen ahora, en ráfagas, los recuerdos: la guardia de honor ante los féretros cerrados, la Bandera cubana, la gente desfilando, un anciano que se cubre el rostro ante el horror y su voluntad de sacar fuerzas para no caer, para sostenerse firme.

Otra vez está en el pasado. Se pregunta a cuál de sus compañeros custodia, aunque solo ocho cuerpos mutilados habían sido encontrados. A sus compañeros se los había tragado el mar, con sus medallas, armas, floretes...

De luto Prado 207

«Los días posteriores al crimen, cuando el país volvió a la normalidad y tuvimos que regresar a la sala de entrenamiento, fue con mucho dolor. Nos faltaban los muchachos, los entrenadores, el armero Gil, las muchachitas de florete... Se sentía la ausencia de todos, se ausentaban la risa y la alegría cotidianas. Fueron días de silencio total». Así recuerda la entonces floretista María Esther García Pascau el regreso al majestuoso edificio de Prado 207, donde hoy radica la Escuela Nacional de Ballet.

Allí, en el antiguo palacio de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, estaba su querida Escuela de Esgrima, que por aquellos días perdió su encanto. En aquella época, cuando a las mujeres solo se les permitía practicar florete y no sable ni espada, se había estrenado María Esther. No había hecho el equipo a los Centroamericanos del 76 porque ya era una experimentada esgrimista y se habían priorizado a las jóvenes figuras, para darles fogueo. En su oficina de la sala Kid Chocolate, María Esther vuelve a una historia que es consecuencia de un trauma por los hechos de Barbados.

Era febrero de 1977. El equipo cubano de esgrima venía de una larga gira por Europa. Sabían que antes de arribar a La Habana, harían escala en Barbados. Viajan también en una aeronave de Cubana y es inevitable la angustia. Las coincidencias les traen malos presagios. Tanto al aterrizar allí como en el despegue rumbo a La Habana, hay tensión, espontáneamente se dan las manos. El llanto es incontenible. Lloran por los que hace meses cayeron en lo profundo de las aguas de Barbados y temen que se repita el crimen.

Nancy Uranga (izquierda) y María Esther, durante los Juegos Panamericanos de México 75. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Ya en casa, María Esther se aferra a su pequeña hija, con la que tantas veces su compañera Nancy Uranga jugó, y piensa en la zurda pinareña, quien soñaba con ser madre en el 77, para no afectar su carrera deportiva y disfrutar de su retoño. Muchos comentan que Nancy traía consigo un pasajero más, el número 74.

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