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Trazos para una historia

Por caminos profundos, colmados de orgullo, se han tensado los nervios impetuosos del magisterio cubano, ese arte de «evangelios vivos», como diría el Maestro, en el que se configura un país, desde la patria chica de cada hombre hasta el sentir más apasionado por quienes enseñan en esta Isla

Autor:

Juan Morales Agüero

LAS TUNAS.— Cuba celebra cada diciembre la jornada de homenaje a los educadores. Se trata de un reconocimiento a esos guardianes de la utopía, a cuya consagración y altruismo tanto debemos quienes hemos sido alguna vez discípulos.

Nada fuera igual en la vida sin los maestros. Ellos son el saber personificado y la paciencia en su estado natural. Profesionales que se elevaron a sí mismos para luego, mediante el conocimiento, contribuir a elevar a los demás.

Las primeras escuelas conocidas surgieron en la antigua Sumeria y datan de dos mil años antes de Cristo. Pretendían enseñar la escritura cuneiforme en tablillas pictográficas a una clase social privilegiada: los escribas.

En la llamada Peña del Saber en la Antigua Grecia, definida como Academia por Platón, se impartían Matemática, Filosofía, Medicina y Derecho. El término «escuela», por cierto, proviene del griego skolé, que significa «ocio». Los nobles que disfrutaban de tiempo libre eran quienes podían estudiar.

Paralelamente, la sabiduría de Confucio, Buda y Lao-Tsé se abrió paso en China, la India y todo el Sudeste asiático. Por aquellas lejanas geografías surgieron los monasterios, donde los monjes se nutrían del legado de los escribas y redactaban sus textos para transferir su cultura a las futuras generaciones.

De maestros y escuelas en Cuba

Los cubanos tenemos el honor de contar con muchos maestros entre nuestras personalidades más relevantes. Algunos lograron gran prestigio, como el presbítero Félix Varela, el primero que nos enseñó a pensar, y José de la Luz y Caballero, uno de los forjadores de la nacionalidad cubana, desde la sección de educación de la Sociedad Económica de Amigos del País, creada en 1793.

Ninguno, sin embargo, ostenta la dignidad de ser el primer maestro cubano. Ese mérito pertenece a Miguel Velázquez, un cura graduado en Alcalá de Henares, quien, a juzgar por la carta de relación que el Obispo Sarmiento les envió a los reyes de España desde Santiago de Cuba, «sabe canto, tañe los órganos, es de vida ejemplar y enseña gramática».

Hijo de india y español, el sacerdote mestizo era sobrino de Diego Velázquez, conquistador ibérico y primer Gobernador de Cuba. Por sus reconocidos méritos, sus superiores lo nombraron maestro en la Catedral santiaguera, en 1544.

A partir de entonces, la Iglesia asumió durante dos siglos la instrucción de los niños cubanos en edad escolar. La última etapa colonial favoreció la aparición de escuelas públicas laicas y de otras de carácter privado, todas primarias.

Se dice que sus programas de estudio eran muy tradicionales y padecían de falta de calidad. Se limitaban a enseñar a los alumnos a leer, contar y rezar. Por esa fecha no existía en todo el territorio nacional ningún centro educacional que sobresaliera por su nivel científico o académico.

Cuando la patria chica nos enseña

La historia del magisterio tunero data de siglos atrás. Aunque se ignora la identidad de su maestro fundacional, se conoce que el párroco José Rafael Fajardo estuvo entre los primeros. Este religioso, abuelo del poeta siboneyista Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, «el Cucalambé», asumió la enseñanza de su ilustre nieto y lo acercó a la obra de los poetas Zequeira y Rubalcaba en el primer tercio del siglo XIX.

En cuanto a la instrucción pública, los anales apuntan que en noviembre de 1902 llegaron a Las Tunas las primeras maestras graduadas, procedentes de Holguín. Fueron las señoritas María Santanachi y Consuelo Pérez del Villar. Días después arribó el señor Joaquín Dotres Dubrocá, el primer maestro que impartió docencia en el término municipal después de terminadas las guerras de independencia.

Foto: Archivo Provincial.

Si de maestras insignes se trata, aquella época vio brillar a Celsa Bello de Uribe. Esta educadora comenzó su itinerario por las aulas el 7 de enero de 1907. Su padre, Sacramento Bello, fue miembro del Ejército Libertador. Tal vez por esa estirpe o por haber aprendido a leer y a escribir con María García, hija del Mayor General Vicente García, fue Celsa una gran divulgadora entre sus alumnos del ideario martiano.

Trabajó durante 58 años hasta su jubilación en 1957. Pero aun así, se dedicó a asesorar a maestros principiantes, a preparar a los estudiantes de la escuela normal y a ayudar a otros para su ingreso en instituciones docentes de nivel superior.

En 1978, en el acto nacional de homenaje a los trabajadores de Educación, fue invitada de Honor y se le confirió la Orden Frank País. Celsa Bello de Uribe falleció en nuestra ciudad el 25 de octubre de 1986, a los 97 años de edad.

Otra maestra que prestigió nuestra enseñanza fue Rita Orozco Batista. A pesar de no ser tunera legítima, dejó aquí un ejemplo de consagración profesional. Ella nació en la zona de Holguín, el 22 de mayo de 1879, pero vivió muchos años en esta ciudad, donde se granjeó el cariño y el respeto.

Esta educadora ostenta un récord singular, pues impartió clases durante varias etapas de la historia cubana: colonialismo, ocupación norteamericana, neocolonia y Revolución en el poder. A juzgar por sus biógrafos, laboró oficialmente por espacio de 63 años, amén de otros diez de manera extraoficial.

En su larga carrera solo se tomó 14 días de descanso, y fue cuando nació su único hijo. Rita Orozco falleció el 7 de julio de 1963. El Premio Provincial de Pedagogía lleva su nombre. Y la Asociación de Pedagogos de Cuba la incluyó entre las maestras más destacadas del siglo XX en el país.

Lecciones desde el terruño

En la etapa prerrevolucionaria hubo en Las Tunas centros célebres, como los colegios José Martí, Panchín Varona y la academia Regil. Y, en especial, la llamada Escuela de las Seis Aulas. Fue, durante muchos años, una de las pocas instituciones educacionales públicas de la ciudad.

En la sesión de la mañana, ofertaba clases para las hembras, y en la de la tarde, para los varones. Por la noche sus locales cambiaban de perfil para ofrecer lecciones de Inglés. A inicios del curso, los pupitres resultaban insuficientes para acomodar tantos discípulos matriculados. Luego, transcurridos tres o cuatro meses de lecciones, sobraban.

Si individualidades y escuelas prestigiaron nuestra docencia, sucesos colectivos como la Campaña de Alfabetización también le aportaron gloria. Esta cruzada contó con un extraordinario apoyo popular y solidaridad internacional, pues se ofrecieron voluntarios de Guatemala, Venezuela, Francia, Argentina, Bolivia, Perú, Haití, Italia, España y Estados Unidos.

Los alfabetizadores se captaron entre las personas con capacidad y disposición para llevar a cabo la difícil tarea. A escala nacional, participaron casi 270 mil. De ellos, 34 mil eran maestros y el resto amas de casa, obreros, jubilados, estudiantes… Llegaron a los lugares más remotos, incluyendo cárceles y hasta barcos de pescadores.

En Las Tunas, la Campaña de Alfabetización devino el hecho cultural más importante de su historia. El panorama educativo que encontraron aquí los brigadistas fue pavoroso. Según el censo de 1953, solo el 6,7 por ciento de la población tunera tenía vencido el sexto grado. El nivel promedio no llegaba al segundo grado. Y la tasa de escolarización era de apenas el 28,6 por ciento. En todos los casos los peores índices del país. La región tenía apenas 113 graduados universitarios.

Para enfrentar tal situación, 10 mil alfabetizadores tomaron sus cartillas y partieron con la luz de la enseñanza hasta las zonas de más difícil acceso de la comarca. La campaña terminó con un elevado índice de tuneros que aprendieron a leer y a escribir. El 16 de diciembre de 1961, Victoria de Las Tunas fue declarada como territorio libre de analfabetismo.

En la siguiente etapa, la región comenzó a desarrollar el nuevo sistema educacional, especialmente en lo relacionado con la formación de personal docente. Los resultados no se hicieron esperar. Si en el curso 1958-1959 la matrícula territorial frisaba los 5 000 alumnos, ya en el curso 1963-1964 ascendía a más de 50 mil, con un millar de maestros.

En julio de 1980, casi 50 mil tuneros recibieron el certificado de sexto grado. Y un lustro después, otros 30 mil se agenciaron el de noveno. Estas cifras crecieron hasta alcanzar las cotas de excelencia que exhibe hoy la provincia, entre ellas 90 mil alumnos matriculados en todas las enseñanzas al iniciar el presente curso escolar y una elevada cantidad de educadores con títulos docentes universitarios.

Del legado de los maestros de antaño se nutre también hoy el movimiento educacional cubano. Sus enseñanzas figuran en cada éxito y en cada conquista.

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