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La paradójica ignorancia de un crimen

Momentos antes de llegar a la finca San Ambrosio, en el Escambray espirituano, donde varios de sus alumnos lo esperaban después de las vacaciones de fin de año, el joven maestro Conrado Benítez García fue vilmente asesinado

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

SAN AMBROSIO, Pitajones, Trinidad, Sancti Spíritus.— El vientre del lomerío del Escambray asusta mucho más cuando la oscuridad lo asalta. Monte adentro ni las propias manos se ven y los sonidos naturales se vuelven gigantescos.

Sin embargo, el 4 de enero de 1961, un jovencito, acompañado solo de sus pertenencias personales, libros y algunos regalos, entre ellos juguetes, apostó por ascender el serpentinado trillo que lo llevaría hasta la finca San Ambrosio, donde varios de sus alumnos lo esperaban después de las vacaciones de fin de año. Con esa acción, Conrado Benítez García demostró no temerle a nada. Pese a los ruegos de Cirilo Fabero, un guajiro de la zona, quien le suplicó que prosiguiera en la mañana, siguió camino. Horas después Conrado aparecía vilmente asesinado.

Génesis de un maestro

Conrado Benítez nació el 19 de febrero de 1942 en la actual provincia de Matanzas, donde conoció de cerca las precariedades que acompañaban a las familias humildes y negras de la época.

Conrado Benítez García, el primer mártir de la cruzada cubana contra el analfabetismo. Foto: Archivo de JR

Quienes lo conocieron lo recuerdan siempre serio y muy respetuoso. Así lo evoca José Ramón Tápanes, otro matancero aplatanado hace décadas en Trinidad.

Narra que las primeras veces que lo vio nunca hablaron, aunque vivían a pocas cuadras de distancia. «Él iba al Instituto junto con mi hermana. Y aunque no era de esos muchachos dados a conversar mucho, se distinguía por participar en las competencias de atletismo y siempre ganaba», cuenta el maestro jubilado.

«Lo vi también en más de una ocasión limpiando botas. Trabajó en una panadería, con el fin de ayudar la economía de su hogar.

«Nos encontramos tras el llamado a los jóvenes estudiantes de las universidades y el bachillerato, para que se incorporaran como maestros voluntarios. Ahí nos unimos a la avanzada de la gigantesca campaña que se preparaba para 1961.

«Primero, nos llevaron al campamento de Minas de Frío, en la Sierra Maestra, y luego subimos hasta El Meriño. Allí vivimos en hamacas, a la intemperie... Pero nadie se rajó, nos unimos como una gran familia», afirma mientras acomoda cada vocablo, como si pesaran.

Conrado era de esos compañeros que apostaba por ayudar a todos, aclara Tápanes con una gran sonrisa, mientras sigue recordándolo.

«Fíjate si estaba fuerte, que se echaba un saco de arroz en la espalda y caminaba de Minas de Frío hasta El Meriño y llegaba como si nada. Yo con 50 libras tenía que descansar y, cuando las entregaba, no tenía fuerzas ni para comer», describe.

Aunque han pasado más de 50 años de aquellos días en que la Sierra Maestra se convirtió en escenario para formar al primer grupo de maestros voluntarios, José Ramón Tápanes no olvida tampoco lo presumido que era su compañero Benítez García.

«Un día había llovido tanto que las ruedas del yipi que nos llevaba de un lado a otro se pararon por la cantidad de fango. De inmediato, nos bajamos para limpiarlo. Pero Conrado se quedó quieto y, ante la pregunta de por qué lo hacía, respondió que sus botas estaban muy relucientes para que se las ensuciaran así», comenta con una carcajada.

«Luego entendimos la necesidad de que nos incorporáramos al lomerío del Escambray, en el centro de la Isla, donde pocos  sabían leer y escribir», agrega.

Conrado Benítez no lo dudó ni un segundo y, junto a varios jóvenes como José Ramón Tápanes, se adaptó a la serranía. Fue ubicado en Sierra Reunión, una zona muy aislada, donde actuaban fuerzas contrarrevolucionarias dirigidas por Emilio Carretero y Osvaldo Ramírez.

El joven que trajo la luz

Tras su llegada al lugar y con la ayuda de varios campesinos, el joven maestro alistó una pequeña tienda de tablas y techo de tejas como un aula donde alternaba las clases de los niños y niñas por el día, con las de los adultos por las noches.

«No era fácil. Teníamos la encomienda de visitar las casas del lomerío para que no dejaran de ir a la escuela y conocer sus necesidades. Desconocían el significado de la educación. Nos nombraban los hijos de Fidel, porque sabían que gracias a él estábamos allí y que por ello las montañas iban a cambiar para bien», relata Tápanes.

Conrado Benítez, al igual que el resto de los primeros maestros voluntarios, se ganó el respeto y cariño de los campesinos del Escambray.

Él se convirtió en un miembro más de cada una de las familias a las que les enseñó a escribir las primeras letras y realizar las más sencillas cuentas matemáticas. Tal es así, que el día en que fue capturado por la banda de Osvaldo Ramírez, iba con tanta prisa por el hecho de ver a los más pequeños de la modesta casa donde descansaba, a quienes les traía regalos por el Día de Reyes.

«En una ocasión conversé con un guajiro de la zona, que me contó que le había dicho a Conrado varias veces que no siguiera, que los alzados lo querían matar. Pero él no hizo caso y dijo que su deber era estar junto a sus alumnos», evoca el trinitario por adopción.

Tras su captura lo torturaron y luego lo asesinaron.

Más de un crimen

Adela Sánchez, «La Negra», una guajira robusta de cuerpo y espíritu, se disipa en sus recuerdos. Guarda en sus adentros el dolor del primer mes de 1961 y todos los trabajos acaecidos para mantener a su  primer hijo después de la pérdida del esposo, quien fue asesinado junto a Conrado Benítez.

Adela Sánchez, «La Negra», siente aún dolor por los asesinatos de Conrado Benítez y su esposo Erineo. Foto: Juventud Rebelde

Ella vivía desde 1959 con Eliodoro Rodríguez Linares, Erineo, como le decían, el campesino asesinado junto al maestro voluntario. Adela y Erineo se habían asentado en Ciego Ponciano, muy cerca de donde Conrado daba clases.

A los pocos días de la llegada del grupo de jóvenes al Escambray y, sin conocer su nombre, en reiteradas ocasiones le lavó la ropa a Benítez Díaz, a pedido de su esposo.

«Mi esposo no daba muchas explicaciones. Yo no imaginaba que se relacionaba con los milicianos. Siempre andaba fuera de casa, pues la tierra exige atención y había que comer. Ya éramos tres bocas a las que había que mantener», relata mientras intenta disimular la vista aguada.

A la vuelta de más de 55 años, La Negra no conoce todavía todos los detalles. Pero sí recuerda al dedillo cuando le comunicaron que Erineo había sido hecho prisionero antes que Conrado, pero los habían asesinado en el mismo momento.

«Osvaldo y su gente lo estaban esperando, porque ya sabían que él apoyaba la Revolución», expresa estremecida.

«Con mi hermano Ibrahim Sánchez, a quien habían liberado, Erineo me mandó a decir en una caja de cigarros quiénes lo tenían. No necesité más para saber que no nos volvería a ver a mí y a nuestro hijo Julio, de siete meses de vida por entonces», dice.

La Negra nunca subió a la zona de Las Tinajas, en las montañas de Pitajones, en el Escambray, donde sepultaron en un primer momento los cadáveres, tras ser encontrados por un grupo de milicianos, y donde se erigió un obelisco en honor a las víctimas. Ella prefiere mantener viva la imagen de su último adiós.

Al conocer la noticia, toda Cuba se estremeció. Por ello, la brigada de alfabetizadores, creada el 17 de enero de 1961 por la Revolución, adoptó el nombre de Conrado Benítez, en tributo al joven educador que buscaba erradicar la ignorancia y resultó víctima de un crimen perpetrado por ignorantes, quienes no pudieron impedir que se expandiera la luz de la enseñanza.

El primer mártir de la cruzada contra el analfabetismo ha sido y será siempre un paradigma para las generaciones de educadores cubanos.

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