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El problema ahora no es Platt, sino los plattistas

La táctica actual del enemigo no consiste en agredir, sino en seducir. ¿Has calculado alguna vez el impacto que puede tener esa seducción? La interrogante se la hace y nos la hace, vísperas del Día de la Cultura Nacional, el prestigioso intelectual Ambrosio Fornet

Autor:

Mario Cremata Ferrán

Alto y ligero como el más connotado hidalgo manchego de la lengua, Ambrosio Fornet es una especie de facsímil de nuestra regia palma real. Y aunque su herradura exhibe la mella de ese escultor que solemos llamar tiempo, la mente siempre ágil, el discurso fresco, la chispa natural… desmienten los recién cumplidos 84 octubres.

Como creador, ha seguido una ruta que, si fuéramos a simplificar, se inaugura con cuentos y narraciones breves; luego hay una preponderancia del ejercicio crítico, para finalmente moverse dentro de un género que conoce al dedillo: el ensayo.

Asimismo se le considera uno de los precursores en la conformación de la industria editorial cubana después de 1960 y hasta hoy, pues para satisfacción de quienes apenas nos iniciamos en el oficio —pese a ser considerada una ímproba labor—, él ha persistido en la faena de editor.

Aparte de sus méritos como investigador, escritor y académico, es destacable su acierto al acuñar frases de acento eufemístico que han terminado enriqueciendo el léxico del gremio al cual pertenece. Es el caso de aquel «Quinquenio gris» con que bautizó un episodio traumático para nuestra política cultural, afortunadamente superado, porque «la cultura se desarrolla por procesos, no por decretos».

En meses recientes, artículos y reflexiones suyas acusan una preocupación y un cuestionamiento sobre lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos o no debemos ser. Tales asuntos gravitan en torno a un concepto esencial como es la identidad.

—La idea de entender y asumir la nación como un proyecto concluido e inmutable responde a dogmatismos y mentalidades arcaicas que perviven y gozan de no escasa pujanza. ¿Cómo afirmaría la necesidad de apostar por lo contrario?

—La idea de la Nación como proyecto colectivo y no como hecho consumado viene del mismísimo Renan, de los primeros intentos de definir la nación moderna. Si «construir» la Nación es una tarea de todos, se hace evidente que esa tarea adquiere en su desarrollo una dinámica propia, capaz de unificar los esfuerzos más disímiles y de renovarse una y otra vez, al ritmo en que se renuevan sus propios componentes. El proyecto tiene que reformularse y el consenso colectivo tiene que actualizarse constantemente.

«Contra esa dinámica condición chocan necesariamente esos frenos que llamas “dogmatismos y mentalidades arcaicas”, la filosofía de aquellos para quienes todo está dicho y escrito, y cuya misión consiste en decirle al que viene detrás: “No toques nada”. No, uno “sabe” que la Nación a la que aspiramos se parece, pero no es todavía la que tenemos, así que la tarea de los constructores sigue estando vigente.

«Lo importante es tener claros los objetivos que se persiguen; que todos sepamos, en cada etapa, si nos estamos acercando o nos estamos alejando de ellos».

—¿De cuál tradición intelectual se reconoce hijo?

—Las tradiciones culturales no siempre tienen fronteras nacionales bien definidas, pero supongo que soy hijo de la tradición que se fue forjando desde siempre en mi propio país y además cuajó, como expresión cultural y patriótica, precisamente en el territorio donde nací.

«Cuando salgo de Cuba para el extranjero en pleno batistato, a principios de 1957, no estaba seguro de que podría volver y encontrar una seguridad y un trabajo estable. Luego, ya casado, quería desarrollar mi vida laboral aquí como periodista, como profesor, o en alguna otra actividad relacionada con mi vocación literaria. Así que cuando triunfa la Revolución y regreso al país, convencido de que ahora aquello era posible, sentí como que ya podía cancelar un destino incierto: el de emigrante.

«Por ello repito ahora: “A los latifundistas la Revolución les quitó sus tierras; a mí, en cambio, me devolvió la mía”. Poder reinsertarme en mi tradición cultural “desde aquí”, desde el centro de ella misma, lo cambió todo: lo que yo era y lo que acabaría siendo».

—Usted ha hecho notar lo peligroso que resulta confundir las nociones de identidad y homogeneidad. ¿Es autóctono este embrollo o sucede también en otras regiones?

—Aunque no estoy en condiciones de responder esta pregunta, hay una especie de parentesco semántico entre esos dos términos, y no me extrañaría que en otros lugares también se utilicen a veces como complementarios.

—Alguna vez le escuché una de esas sutiles jocosidades que responden a una verdad irrefutable: dado que los viajes seguían siendo por mar en las postrimerías del siglo XIX, los separatistas apodaron «cubanos pasados por agua» a los autonomistas que se trasladaban a la metrópoli. No es menos cierto, sin embargo, que nuestra condición insular supone la necesidad de entrar y salir…

—Tal vez porque nací y me crié tierra adentro, la «insularidad», que tanto ha inspirado y desvelado a pensadores y poetas, es una condición a la que nunca he dado demasiada importancia en lo que atañe a identidad nacional y cultural. La maldita, o mejor dicho, la bendita circunstancia del agua por todas partes ha condicionado gran parte de nuestra historia, pero no la parte que siento más cerca y que más me interesa. Que Cuba haya sido «llave del Nuevo Mundo y antemural de las Indias» me parece muy bien, pero solo en la medida en que la Isla ha desbordado esa condición y se ha abierto al mundo.

—Desmesura, masividad, paternalismo, choteo… ¿Cuáles y cuántos más forman parte de nuestra idiosincrasia?

—Hoy en día preferimos hablar de «identidad» y consideramos la idiosincrasia como un hecho consumado: somos así, de una vez por todas… Pero ¿es verdad que somos «así»? ¿Y si resultara que los rasgos que se atribuyen al cubano «típico» solo se aplican a una «parte» de la población o a una «parte» de nosotros mismos?

«Yo quisiera saber qué dosis de “paternalismo, desmesura y choteo”, por ejemplo, condicionan mi carácter, pero me temo que esa inquietud solo encuentre una respuesta obvia, acompañada de una piadosa sonrisa: “Es que tú no eres un cubano típico”. ¿Ah, no? ¿No estaremos confundiendo los “tipos” con los “estereotipos”? Porque conozco un montón de cubanos “reyoyos” que no tienen esos atributos. Así que mi arquetipo de cubano no tiene necesariamente que coincidir con el tuyo, si partimos de modelos distintos.

«Ojalá que surjan entre nosotros nuevos Mañach que se aventuren a hacer indagaciones sobre nuestra idiosincrasia, sobre los rasgos más visibles o persistentes de nuestra personalidad colectiva… si es que esa categoría existe en la vida real».

—¿Coincide con que ser o considerarse cubano no es más que el impulso de serlo; es decir, un mero acto volitivo?

—¿Cómo medir los diferentes grados de cubanidad o, como diría Fernando Ortiz, de «cubanía»? Ortiz decía que cubano es el que «quiere» serlo, lo cual equivale a decir que cubano es el que «no quiere» ser otra cosa: no quiere ser inglés ni francés, tiene un alto grado de autoestima en lo que respecta a su nacionalidad, a su origen… ¿Y eso por qué? ¿Qué tiene este dichoso país que no nos cansamos de quejarnos y hablar mal de él y, sin embargo, lo llevamos tan adentro? Algo será.

—Hace un momento evocaba, sin mencionarla, a su patria chica: Bayamo. ¿Ser de allí condiciona la intensidad en que le viene su cubanía?

—Definitivamente sí. Ser de allí significa ser cubano no solo por nacimiento o adopción, sino también por ósmosis, por puro contacto con el medio. Allí todo

—los lugares, las ruinas, los monumentos, el nombre de las plazas, los recodos del río— tienden a reforzar, sin que uno se dé cuenta, nuestro sentido de pertenencia. Si además tienes la suerte de tener buenos maestros de primaria y de encontrar en tu casa una joya como la edición ilustrada del libro Bayamo, de José Maceo Verdecia, entonces serás bayamés para siempre, hagas lo que hagas y estés donde estés. Aunque nunca más vuelvas a probar el pru o la raspadura, la rosca-blanda, las yemitas de coco, las tusitas de guayaba, las ciruelas borrachas, las longanizas, la carne de macho envuelta en casabe…, nunca más vuelvas a oír una serenata con La bayamesa, o una recién parida o una quinceañera te brinden en su casa una copita de aliñao.

—Ante los nuevos escenarios, ¿cuánto podrían afectarse la identidad, la cultura e incluso esa soberanía cuya salvaguarda ha sido priorizada?

—Los mexicanos suelen quejarse: «¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!». Yo no sé cuan lejos de Dios estamos nosotros hoy en día, pero en estas circunstancias considero un privilegio estar tan cerca de Estados Unidos.

«Al principio de la Revolución, los burgueses sonreían irónicamente y se encogían de hombros, aludiendo a la autodefensa de Fidel: “La historia te absolverá, pero la geografía te condena”. Era una idea tan arraigada en ellos —el faro de las 90 millas, la geopolítica como destino—, que marcharon al exilio con una sola muda de ropa y en el bolsillo el pasaje de ida y vuelta.

«¿Qué es lo que yo veo de positivo en esa proximidad? De un lado, que nos permitiera poner a prueba nuestro proyecto de nación —en los últimos 50 años nos han caído rayos y centellas procedentes de allí, pero aquí estamos, aquí sigue estando Cuba como la utopía posible—; y del otro, porque esa cercanía nos abre perspectivas económicas y culturales enormes, que serán para bien siempre que no perdamos el sentido de las proporciones y de los objetivos.

«A mi juicio, el problema ahora no es Platt, sino los plattistas criollos, sean quienes sean y vengan de donde vengan. A los dirigentes históricos de la Revolución los conozco y confío absolutamente en ellos. Los que vengan detrás van a pasar esta durísima prueba sin experiencia previa y —si puede decirse así— sin mi consentimiento previo.

«Ahora la táctica del enemigo no consiste en “agredir” sino en “seducir”. ¿Has calculado alguna vez el impacto que puede tener esa “seducción”, las promesas del “libre” mercado, en una sociedad tan austera como la nuestra? ¡No quiero ni pensar que mis nietos o los hijos de mis nietos vayan a tener que salir un día a la calle, en una manifestación, gritando: “¡Cuba sí!” o, peor aún, “¡Vergüenza contra dinero!”».

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