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La eternidad retadora

Ahora Fidel, viajando hacia la eternidad, que no es una categoría abstracta sino un estado, una etapa superior de la vida creadora y a la cual llegan pocos, nos está diciendo que no nos olvidemos de «cambiar todo lo que deba ser cambiado» y tampoco de cuanto entraña el concepto de Revolución

Autor:

Osviel Castro Medel

Es casi seguro que ninguno de los que existimos ahora vivamos un suceso más trascendental que este de noviembre y diciembre de 2016. ¿Quién pudiera negarlo?

No se trata de que hayamos presenciado la partida física de Fidel, sino de que hemos visto su viaje a la eternidad.

Haber coexistido con él en uno de los tiempos más sublimes de la nación y haber sido parte del plebiscito popular a favor de este proyecto social —como calificara la periodista Marta Rojas al multitudinario homenaje—, están entre los mayores privilegios de las diversas generaciones de cubanos que han habitado este país desde 1959 —o antes— hasta el presente.

Ahora, al ver el cofre con sus fuegos —que no sus cenizas—, que atrajo muchedumbres llenas de emociones en pueblos y ciudades, desde La Habana hasta su amado Santiago, deberíamos subrayar que el Fidel victorioso que entró a la capital el 8 de enero es y no es el mismo de este momento.

Es el mismo porque su filosofía de lucha, la manera de vivir y de pensar, el compromiso con el pueblo, la ética, la valentía que no pueden negar ni sus enemigos, siguieron idénticos hasta el final de sus días.

Y no es el mismo porque Fidel, después de casi 58 años de Revolución, ha alcanzado una estatura cósmica; ha rebasado la contemporaneidad, como diría Ignacio Ramonet.

En 1959 era el líder indiscutible de una generación que había arriesgado la vida incontables veces y hasta dado su sangre por vindicar a Martí y cambiar algo llamado erróneamente «República»; era un héroe victorioso que entraba a La Habana con 32 años y cuatro meses de edad para advertirle a la nación que, pese al triunfo, lo más difícil estaba por escribirse todavía.

En 2016 Fidel, a sus nueve décadas, ha visto cumplir muchos de sus sueños, los de Martí, aunque como él mismo reconoció varias veces, queda un mundo por hacer en numerosos frentes de la vida nacional.

El profesor de la Universidad de La Reunión y autor de nueve libros sobre Cuba, el francés Salim Lamrani, ha dicho en una entrevista reciente que «además de haber conquistado la independencia nacional tan esperada y haber realizado de este modo el sueño de José Martí, Fidel Castro elaboró un sistema social considerado por todas las grandes instituciones internacionales como ejemplo para los países del Tercer Mundo. Al universalizar el acceso a la educación, a la salud, a la cultura, al deporte y a la recreación, al ubicar al ser humano en el centro del proyecto emancipador, el líder de la Revolución Cubana demostró que era posible edificar una sociedad más justa a pesar de los recursos limitados y del estado de sitio económico que impone Estados Unidos desde hace más de medio siglo».

Ese legado no puede negarse hoy, a 60 años del Granma y del histórico rencuentro con Raúl en Cinco Palmas (18 de diciembre de 1956). Claro que existen buitres, algunos empotrados en pedestales de odio, esos negadores de una impronta que rebasa ideologías.

Por su parte, Armando Hart Dávalos, uno de los integrantes de la gloriosa generación que pretendió «tomar el cielo por asalto», escribió hace poco: «Ese hombre que concibió, encabezó y ha defendido inteligentemente y sin vacilación alguna, la obra gigantesca de la Revolución Cubana, estaba llamado a ser —en el convulso universo de hoy— un elevadísimo y poco común ejemplo de ética, cultura, seguridad, experiencia y firmeza de principios: todo ello en una sola pieza».

Ahora Fidel, retornando al Oriente de tantas luchas, deja un pueblo mucho más preparado, instruido, patriota y comprometido, pero también con numerosos desafíos.

A uno de estos se refirió hace poco en entrevista por la televisión el intelectual y exdiplomático Ricardo Alarcón de Quesada: el de mantener vivo el proyecto social encabezado por el líder de la Revolución. «La obra revolucionaria de Fidel continuará viva, pero solo perdurará si cada uno de las cubanas y cubanos somos capaces de hacerlo eterno en nuestros corazones».

Y recalcaba que el ejemplo de su lucha y perseverancia «no se satisfacía con lo mal hecho o no se contentaba con hacer las cosas a medias, porque ponía alma, corazón y vida para llevar adelante la obra de la Revolución».

De esa peculiar manera de hacer tendrán que beber todos los sucesores de la dirigencia política cubana para seguir encaminando el pueblo a la victoria.

Otro de los retos que nos deja el Fidel que viaja a lo infinito es el de mantener la unidad, algo que logró el Héroe de la Sierra Maestra con su prédica constante, sus explicaciones sabias, sus argumentos e ideas.

Por cierto, no resulta ocioso remarcar que en aras de esa unidad Fidel habló muchas veces de la inclusión, más allá de los factores revolucionarios. En 1961, al resumir los tres encuentros históricos con los intelectuales cubanos, dijo claramente que «la Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo».

Y luego enfatizaba que «nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo, a contar no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos, que aunque no sean revolucionarios —es decir, que no tengan una actitud revolucionaria ante la vida—, estén con ella. La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios».

Ahora Fidel, viajando hacia la eternidad, que no es una categoría abstracta sino un estado, una etapa superior de la vida creadora y a la cual llegan pocos, nos está diciendo que no nos olvidemos de «cambiar todo lo que deba ser cambiado» y tampoco de cuanto entraña el concepto de Revolución.

Nos está diciendo que no dejemos de lado el precepto de la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes. Que no extraviemos que las obras no las hace un hombre solo, sino las masas... el pueblo.

Que siempre llevemos en la cabecera de la nación el ansia de conquistar el bienestar, algo a lo se refirió muchas veces, como en 1984, en su Santiago de batallas, el mismo que lo recibió para siempre: «Este pueblo bien merece todo un destino mejor, bien merece alcanzar la felicidad».

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