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Crimen en el Callejón del Muro

Al conocer la noticia de la muerte de Frank, Fidel escribió desde la Sierra Maestra: «¡Que bárbaros! Lo cazaron en la calle cobardemente, valiéndose de todas las ventajas que disfrutan para perseguir a un luchador clandestino. ¡Qué monstruos! No saben la inteligencia, el carácter, la integridad que han asesinado»

Autor:

Juan Morales Agüero

Eran las 2:30 pm del 30 de julio de 1957 cuando Demetrio Montseny Villa, jefe de acción y sabotaje del Movimiento 26 de Julio en Guan­tánamo, y José de la Nuez (Basilio), dirigente obrero en esa región, le dieron un abrazo a Frank País, líder de la insurrección clandestina, en la casa de Raúl Pujol, en Santiago de Cuba.

«Traemos buenas noticias –le dijo Montseny-. Nuestras células de acción y recaudación en la Base Naval aseguran que es posible comprar 20 000 balas calibre 30-06 y un buen número de armas para enviar a los rebeldes en la Sierra Maestra. Pero el dinero para sobornar a los  marines no alcanza. Venimos a pedir ayuda».

La reacción de Frank fue de euforia. «¡Yo sabía que ustedes no me fallaban en el momento oportuno! ¡Pero hay que conseguir más!», exclamó. Y, acto seguido, les mostró a los visitante una carta de Fidel donde el líder rebelde lo ponía al tanto de los apremios de armamento y municiones del contingente alzado en las montañas.

Dialogaron unos minutos más en torno al precio de los pertrechos y a la seguridad de Frank en la residencia. Estaban por apurar el último sorbo de café cuando alguien les avisó que agentes de uniforme estaban registrando las casas. Un chivatazo de la amante de un testaferro batistiano los había alertado sobre movimientos sospechosos por San Germán, desde la calle Gallo hasta Rastro.

«Parece que el fatal soy yo y no Navarrete, pues nos separamos y ya tengo la policía por aquí», comentó el bravo combatiente, al recordar que días antes, junto a su compañero Agustín Navarrete, había escapado por un tris de una encerrona al mando del tristemente célebre teniente coronel Salas Cañizares, conocido por Masacre, el mismo que ahora dirigía los allanamientos.

La mala nueva llegó a la ferretería donde laboraba Raúl Pujol. A toda carrera fue hasta su casa. «¡Tienen que irse!», les pidió a los del Guaso. Enseguida los hizo abordar el auto en el que habían llegado y persuadió a unos sicarios para que, en vistas del movimiento de vehículos en la zona, los autorizaran a manejar contra el tránsito. Montseny le propuso a Frank acompañarlos.

«No te preocupes, yo soy Francisquito Buena Suerte, no me va a pasar nada –bromeó el joven, según contó luego Montseny en una entrevista-. Váyanse tranquilos. Recoge el dinero para que se puedan comprar las armas y el parque que Fidel necesita. Y tú, Basilio, sigue reforzando por allá el movimiento obrero».

Pujol despidió a los revolucionarios guantanameros como si fueran familiares suyos. Antes de partir, les aseguró que respondía con su vida por la de Frank. Instantes después, este le dio la orden de regresar a la ferretería, a lo cual se negó de plano. «El Movimiento 26 de Julio me ha responsabilizado con tenerte aquí, y, si algo ocurre, muero contigo», fue su enérgica respuesta.

Los dos combatientes ganaron la calle San Germán. Les dieron el alto. En el cacheo, le ocuparon a Frank una pistola 38. Lo condujeron al Callejón del Muro mientras localizaban por radio a Salas Cañizares. Masacre acudió rodeado de sus secuaces. Entre ellos estaba Luis Mariano Randich, antiguo alumno de la Escuela Normal, en la que más de una vez, por su condición de negro y pobre, había recibido ayuda monetaria de sus compañeros para poder continuar sus estudios. Ahora era un vulgar traidor.

Madeline Santa Cruz Pacheco, quien vivía cerca del lugar, lo contó así a su compañero del clandestinaje José Luis Cuza Téllez:

«Estaban Frank y Pujol sentados en el jeep (...) cuando llegó Salas Cañizares amenazando con su carabina M-2. Randich se acercó y miró a Frank, le quitó los espejuelos oscuros y al reconocerlo le dijo a Salas: “¡Coronel, este es Frank País!” Salas fue al jeep y agarró a Frank por la camisa y con la culata del M-2 lo golpeó en el pecho. Frank fue a dar contra una pared, desfallecido. Raúl se había bajado del jeep y le gritó a Salas que no lo golpeara y le llamó cobarde. Los matones golpearon a Pujol. Cayó inconsciente en la acera de San Germán adonde fue Salas y le ametralló la espalda. Se viró para donde estaba Frank y le tiró los últimos proyectiles que le quedaban y, mientras colocaba otro cargador, le ordenó a los demás asesinos que le tiraran. Volvió sobre sus pasos y ametralló en el suelo el cuerpo inerte de Frank País».

El sepelio fue, según Vilma Espín, «la más imponente y colosal demostración de duelo vista en Cuba». Pujol tenía 39 años, y Frank 22. Con este los esbirros se ensañaron. El testimonio de doña Rosario, su madre, lacera: «Conté y taponé 36 perforaciones en el cuerpo de mi hijo, y no seguí porque me parecía que le dolía».

Al conocer la noticia de la muerte de Frank, Fidel escribió desde la Sierra Maestra: «¡Que bárbaros! Lo cazaron en la calle cobardemente, valiéndose de todas las ventajas que disfrutan para perseguir a un luchador clandestino. ¡Qué monstruos! No saben la inteligencia, el carácter, la integridad que han asesinado».

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