Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

No nos faltará jamás

«Conocí al hombre que cambiará los destinos de Cuba», dijo el joven Abel Santamaría luego de estrechar la mano de Fidel. Iniciaba entonces la amistad de dos líderes que supieron comenzar la Revolución en un segundo

Autor:

Yunet López Ricardo

«No me gusta», le dijo su madre Joaquina cuando él le preguntó qué le había parecido su amigo. «Es el único hombre que te empequeñece a ti», fue su argumento.

Pero la sensación que él sintió cuando lo vio por primera vez fue muy distinta: «Conocí al hombre que cambiará los destinos de Cuba; es Martí en persona», fue lo que le aseguró a su hermana Haydée cuando regresó aquella mañana, la primera del mes de mayo de 1952, del cementerio de Colón, luego de estrechar la mano del joven abogado que —como acostumbraba a decir el diplomático Raúl Roa—, oía la hierba crecer y veía lo que estaba pasando al doblar de la esquina.

Fue allí, a la sombra de árboles y ángeles —donde en esa ocasión rendían tributo a un trabajador asesinado durante el Gobierno de Prío—, que Abel Santamaría escuchó la palabra impetuosa de Fidel Castro, y supo que aquel era el hombre que podía enderezar los caminos.

El revolucionario Jesús Montané recordaba que aquel día «nos quedamos conversando Abel, Fidel y nosotros. Muy pronto se estableció una animada y amigable charla alrededor de los acontecimientos políticos del país. Estuvimos de acuerdo en que algo había que hacer para combatir el régimen dictatorial de Batista.

«Nos lamentamos de la inercia de algunos sectores de la llamada oposición que estaban demostrando una incapacidad manifiesta para presentarle un verdadero frente de combate a la tiranía. Se imponía la acción de la juventud ante tanta politiquería y vacilaciones. En esta conversación ya despuntaba el líder que organizara masivamente al pueblo en su lucha a muerte contra la tiranía».

Fidel, con su poder de mirar más allá de lo que todos ven, comprendió enseguida la nobleza, el alma generosa y la lealtad de Abel, y en esos hombros depositó toda su confianza. Los dos entendían que «una revolución no se hace en un día, pero se comienza en un segundo», como le escribiría Abel el día siguiente al 16 de agosto de 1952, primer aniversario de la muerte del líder del Partido Ortodoxo, Eduardo Chibás, al entonces comentarista radial José Pardo Llada.

Abel vivía alquilado en un pequeño apartamento en 25 y O, en el Vedado, junto a su hermana Haydée, quien contaba que en su casa se discutía mucho. «Abel y Fidel exponían sobre el ideario martiano, el Manifiesto de Montecristi, los estatutos del Partido Revolucionario que fundara el apóstol... Abel exigía a cada compañero que fuera profundamente martiano (...)».

Él y un pequeño grupo de muchachos imprimían el periódico clandestino Son los Mismos, bajo la dirección de Raúl Gómez García. Fidel sugirió entonces un nombre más combativo, y el 1ro. de junio de 1952 vio la luz El Acusador.

De sus únicos tres números, el último se distribuyó el 16 de agosto de ese año en la peregrinación al cementerio de Colón por el primer aniversario de la muerte de Chibás. Ese día Abel fue detenido, conducido al Castillo de El Príncipe y enjuiciado por el Tribunal de Urgencia.

Él pertenecía al grupo de los elegidos; y por eso sufrió la represión de la policía, y el encarcelamiento, renunció a su trabajo como representante en Cuba de los automóviles Pontiac, y se dedicó enteramente a la lucha revolucionaria.

Abel y Fidel tenían madera de líderes, y estaban dispuestos a darle a Cuba un futuro justo; por eso, el hijo de Benigno y Joaquina, que fuera mozo de limpieza, despachador de mercancía y empleado de oficina en el central Constancia, de su natal Encrucijada, en Las Villas, no tardó en convertirse en el segundo Jefe del Movimiento y de la acción que juntos organizarían.

El hijo que no envejece

Abel preparaba a los grupos para manifestaciones en la calle, dirigía las células, estaba pendiente de la propaganda, el adiestramiento militar; la búsqueda de recursos económicos para comprar armas y uniformes, y convirtió su chico espacio de 25 y 0 en el cuartel general de los muchachos antes del asalto a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo.

«Era un pedacito de apartamento, cabíamos todos, comíamos todos, vivíamos todos y éramos felices todos. Nunca hemos saboreado comidas más sabrosas que aquellas; nunca hemos compartido como compartíamos aquella pequeña cosa», dijo una vez Haydée.

Y el 24 de julio de 1953 allí estuvieron Fidel y Abel antes de salir para Santiago, ciudad donde se encontrarían ellos y los más de cien inexpertos soldados, específicamente en la Granjita Siboney, un lugar que ya había visitado y acondicionado el segundo jefe del movimiento.

La noche acordada llegó en medio de carnavales. Sobre las diez de la noche llegó Fidel y les habló con su palabra ardiente. Luego lo hizo Abel, y los convidó a tener fe en el triunfo, a ser valientes en la derrota; les aseguró que lo que pasara se sabría algún día, que la historia lo registraría; que su disposición de morir por la Patria sería imitada por otros jóvenes; y que el sacrificio mitigaría el dolor que podrían causarles a sus padres y demás seres queridos.

Así, cuando los autos salieron rumbo a las dos ciudades con su grupo de valientes, Abel lo hacía hacia el lugar que ocuparía: el Hospital Civil Saturnino Lora, de Santiago, para una acción coordinada con el asalto a la Posta tres del Moncada por Fidel, y la toma del Palacio de Justicia, dirigida finalmente por la audacia de Raúl Castro. Para protegerlo, Fidel había enviado a Abel a la retaguardia, pues en caso de que él cayera, se convertiría en el líder del movimiento.

Los primeros disparos, fríos como la misma muerte, sonaron; y con ellos Abel supo que el factor sorpresa había fallado. Cuentan que su mayor preocupación era que peligrara la vida de Fidel, pues siempre defendió que quien debía vivir era este.

En ese afán de salvaguardarlo a toda costa, sus órdenes fueron disparar hacia el Moncada desde las ventanas del hospital, a la vez que se impedía la entrada de los soldados allí.

Cuando en la Posta tres solo se escuchaban tronar las armas enemigas, Abel y quienes luchaban a su lado siguieron disparando hasta que no les quedó ni una sola bala; y llegaron hasta ellos, como lobos hambrientos de hombres, los de uniforme color caqui y alma oscura, para «hacer justicia» a los causantes de la ofensiva.

Era el primer combate de Abel. Tenía solo 25 años, demasiada poca vida para terminarse en uno de los calabozos del mismo cuartel que ese día no pudieron tomar.

Preguntas, golpes, más preguntas, golpes otra vez… Y solo silencio.

Ni un nombre ni una pista, nada, no dijo nada. Y esos sin alma y sin piedad, al no poder quitarle palabras ni la dignidad, le arrancaron los ojos, aquellos pensativos y tiernos ojos que tenían tantas cosas por ver todavía. Y se los llevaron a Haydée, para que hablara ella; pero tampoco lo hizo.

A Abel lo mataron. Fidel vivió y logró llegar a las montañas orientales como decía el plan, donde estuvo durante una semana de resistencia.

Ya en septiembre, en el juicio a los asaltantes, recordaría toda la sangre inocente que corrió el 26 de julio de 1953. Y habló, por supuesto, del segundo jefe del Movimiento: «el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante la historia de Cuba», dijo.

También pensando en él, desde la prisión de Guanajay, Haydée le escribía a sus padres:

«Abel fue, es y será ese hijo que no envejece, siempre seguirá con su cara tan linda, siempre seguirá para ustedes, para todos nosotros con su fuerza, con su infinita ternura, será quien nos haga ser de verdad buenos, será siempre el guía, y para ustedes, será el hijo más cercano (...).

«Como ustedes pueden pensar, no tendrán más [a] Abel, [pero] si él desde Santa Ifigenia les ha dicho: quieran a Cuba, quieran a Fidel, y ustedes, aunque antes él se lo pidió, es hoy cuando han entendido esa verdad, y yo, si no los viera más a ustedes, sentiría la felicidad de tener siempre padres, porque han sabido ser padres de Abel (...).

«Mamá, ahí tienes [a] Abel, [¿]No te das cuenta, Mamá[?]. Abel no nos faltará jamás. Mamá, piensa que Cuba existe y Fidel está vivo para hacer la Cuba que Abel quería. Mamá, piensa que Fidel también te quiere, y que para Abel, Cuba y Fidel eran la misma cosa, y Fidel te necesita mucho. No permitas a ninguna madre te hable mal de Fidel, piensa que eso sí Abel no te lo perdonaría».

Los años han pasado. Este 20 de octubre Abel habría cumplido 90 años. Tenía razón cuando cuidó tanto a Fidel, y dijo que sería él quien cambiaría los destinos de Cuba, pues los dirigió por 60 años. Fidel, luego de aquel 24 de julio en que partieron a Santiago de Cuba, no regresó nunca más al pequeño apartamento de 25 y O; demasiados recuerdos juntos; pero se encargó de que Abel siguiera viviendo.

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