Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Disparos que acercaron el alba

Hace casi 60 años, aquel 9 de abril de 1958, Sagua la Grande entró por la puerta grande en la historia de la Revolución. Sobreviviente de la masacre de los esbirros en Monte Lucas afirma que aún no entiende cómo no lo asesinaron allí mismo

Autor:

Nelson García Santos

SAGUA LA GRANDE, Villa Clara.— La mañana transcurría apacible, sin que nadie avizorara lo que estaba por venir cuando, de súbito, el sonido de un bombazo crispó la ciudad. Era el 9 de abril de 1958.

Así comenzó aquella corajuda rebelión de verde olivo que tuvo en esta ciudad el punto más prominente, aunque el auge huelguístico, organizado por el Movimiento 26 de Julio, en mayor o menor medida, abarcó todo el país.

En la capital se realizó el asalto a la armería de La Habana Vieja, sabotajes a la red eléctrica y terminales de transporte, paros en Cotorro, Madruga y Guanabacoa. En Matanzas hubo un asalto a la emisora provincial de radio y el descarrilamiento de trenes en Jovellanos. También se produjeron operaciones de sabotaje en la planta eléctrica Vicente, en Ciego de Ávila; y en la antigua provincia de Oriente se realizaron acciones combinadas de las guerrillas y la clandestinidad. 

Los combatientes revolucionarios enfrentaron a los esbirros de la tiranía, más numerosos y bien pertrechados, sin contar con un armamento adecuado, pero con una audacia y valentía sin par. Los hubo que fueron apresados en las casas de acuartelamiento donde esperaban las armas para salir a cumplir las misiones que les encomendarían. Muchos fueron torturados y asesinados.

Más allá del fracaso de la huelga, lo ocurrido el 9 de abril acercó el alba verde olivo, y los hechos merecieron  aquella valoración de Fidel de que «(...) no hay duda de ninguna clase de que en la historia de nuestra Revolución aquel día la ciudad de Sagua escribió una página imborrable de heroísmo».

La voz de los protagonistas

El periodista, escritor y colaborador de este diario, José Antonio Fulgueiras, acaba de terminar el libro Sagua es así de grande, un testimonio sobre lo ocurrido en el país aquel 9 de abril de 1958 y, en especial, en la conocida Villa del Undoso.

En ese texto, aún inédito, se publican entrevistas a los protagonistas de la huelga, a las que recurrimos y de las que tomamos algunos fragmentos en este trabajo, gracias a la amabilidad y la deferencia que ha tenido el autor de la obra.

Humberto González, ya fallecido, bautizado como el capitán Samuel, seudónimo salido por las dos primeras letras de la palabra Sagua, le contó a Fulgueiras una tarde, cuando ya andaba por los 77 años de edad, que los aspectos fundamentales del plan Sagua consistían en paralizar toda la ciudad, teniendo en cuenta que en esta existían varias industrias, mantener el comercio cerrado y tomar los puntos más altos para hacer frente al ejército.

«En realidad la situación del armamento era sumamente pobre para la envergadura de la empresa. Teníamos, entre pistolas, revólveres y escopetas, armas para 33 compañeros y otros estaban provistos con cuchillos para que poncharan los carros en las calles, con el fin de obstaculizar el paso de los vehículos.

Vidal González, Vidalito o El Villi, hermano del capitán Samuel, quien trabajaba en el centro telefónico, evoca que en la noche del 8 de abril él cubría el turno de 11 a siete de la mañana. «A las 12 llegó Humberto, tocó la puerta y cuando abrí me dijo: “Villi, mañana a las 11 arranca la huelga. Voy a escribir en unos papelitos la orden de iniciar las acciones. Tú al amanecer se los entregas personalmente a los jefes de grupo”.

«A la siete de la mañana comencé a llevarles el mensaje y a los que no conocía se los envié a través de otros compañeros. Con mi esfuerzo y el de los colaboradores, ya a las diez todos los jefes de destacamentos estaban informados y comenzaron a aglutinar sus fuerzas».

¡Por allá viene el ejército!

El capitán Samuel tomó la decisión de apostarse en la escuela Sagrado Corazón de Jesús, de los jesuitas, y convertirla en el Estado Mayor.

Vidal González fue el primer compañero que penetró en el colegio. «Llegué a la escuela de los jesuitas y en la puerta principal encontré a un cura que hablaba con una mujer. El sacerdote me miró asombrado al verme con un brazalete del 26 de Julio y un fusil en la mano. Entonces preguntó: “¿Qué te pasa hijo?”. Yo enseguida respondí: “Padre, dónde está la escalera para subir a la azotea. ¡Fíjese, por allá viene el ejército!”

«Entonces el cura me cedió el paso y empecé a subir. Se me cayó una caja de balas, pero al instante la recogí y continué el ascenso, peldaño a peldaño. Cuando llegué arriba me asomé por la azotea y vi un camión repleto de guardias que venía despacito. Lo primero que pensé fue tirarle al chofer, pero después razoné: si mato al chofer, los más de 30 soldados armados hasta los dientes que vienen sobre el camión se van a bajar y la van a emprender a tiros con mis hermanos y Luis Reyes que están debajo.

«Dejé al chofer tranquilito y le empecé a tirar a los guardias, quienes ripostaron. El otro grupo que estaba abajo, en la calle, también les empezó a disparar, y se formó tremendo tiroteo.

«Yo carecía de instrucción militar, pero cada vez que les tiraba me movía para un lugar distinto en la azotea, y parece que los soldados pensaron que éramos muchos, cruzaron la línea y se dirigieron hacia el central Resulta, que era su objetivo, pues iban movidos por la muerte de un soldado».

Levanta las manos

Heriberto González Reyes recobra a veces el ímpetu juvenil de cuando solo tenía 19 años de edad y se lanzó a la huelga. El pelo negro que tenía entonces ya no está, pero los recuerdos aún no se le han desvanecido.

Rememora ahora que José de la Cruz, quien ya falleció, ordenó: «Entren y desarmen a los soldados». Cuenta que «dentro del ferrocarril existía una caseta donde debían estar dos guardias y solamente descubrimos a uno, que se encontraba profundamente dormido.

«Al echar un vistazo por la ventana observé que el custodio tenía recostado el Springfield en la pared y encima de una banquetica había envuelto un revólver. Cuso Mora (ya fallecido) entró sigiloso y cogió el fusil, y le hice gestos para que también se apoderara del revólver.

«El guardia se despertó lleno de pánico, y cuando se vio desarmado intentó huir, pero nosotros le apuntamos con el fusil y le gritamos: “Levanta las manos”».

Narra que en la acción en el ferrocarril, comandada por Julio Laportilla, José de la Cruz y Andrés Delgado, se logró inutilizar la grúa de auxilio y se descarriló la locomotora, se paralizó el tren de auxilio, se saboteó el depósito de combustibles y se quemó el taller de carpintería.

La retirada

Ante la superioridad del equipamiento militar de la dictadura y los refuerzos provenientes de territorios cercanos, un grupo de los jóvenes se replegó hasta Monte Lucas, un paraje cercano a la urbe. Los hubo menos vistos durante la huelga y no comprometidos con anteriores acciones del Movimiento 26 de Julio, que retornaron a sus hogares o buscaron otros escondites.

Rafael Herrera Monteagudo fue uno de los combatientes que salieron con vida de Monte Lucas. Él llegó allí desarmado para enfrentar a un tercio táctico que contaba con el apoyo de la aviación.

El día 10 cruzamos el río Sagua por la zona del Matadero alrededor de 20 compañeros, y nos internamos en el campo rumbo a Monte Lucas, pero hasta allí llegaron los B-26 para bombardear. Saltamos entonces una cerca de alambre de púas y nos internamos en el monte.

«Al finalizar el bombardeo salí del monte con el compañero Juan Pérez Rivalta, ya fallecido, y cuando habíamos caminado unos 200 metros nos encontramos con un rancho deshabitado que tenía en su interior un catre y un fogón de leña.

«Había unos huevos sobre una mesita, y era tanta el hambre que comenzamos a salcocharlos, y de repente se asomaron a la puerta del rancho dos soldados del tercio táctico.

«Nos preguntaron qué hacíamos allí y les dijimos que éramos hijos del dueño de la vaquería. Nos pidieron agua para tomar y les dijimos que era salobre. La probaron y no les gustó, y entonces nos pidieron un cubo y un machete.

«Hubo un momento en que ellos recostaron los fusiles en el camastro para ver si nosotros nos lanzábamos sobre las armas, pero no caímos en la celada. Nos propusieron que fuéramos con ellos, y Juan cogió una soga y les dijo que le agradecíamos, pero íbamos a enlazar nuestros caballos que se habían azorado con el ruido de los disparos.

«Después nos dijeron que fuéramos a buscar el cubo y el machete al cuartel, y a 60 años de aquello aún no acabo de entender por qué no nos asesinaron allí mismo».

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